jueves, 20 de diciembre de 2012

OPERACIÓN : CUÑADA -II-

 

En aquella jornada no hubo otros incidentes dignos de mención. Orlando llevó a “su” Felisa en un taxi a la Caldera de Bandama mostrándole un cráter volcánico extinto, cosa que le hizo poca gracia.

-Siempre he oído decir que los diablos echan lumbre por la boca, igual que un volcán. En este caso, si un volcán se apaga, el diablo también puede redimirse..., ¿no si? ¡Tendré que preguntárselo al Páter!

-Pregunta, mujer, pregunta, pero hazlo cuando yo no esté presente, que de mi esposa sólo tengo derecho a reírme yo, yo mismo! Por lo menos, díselo en confesión, para que..., ¡para que no pueda comentar en público tu ignorancia!

-¡Está bien! En este caso, no me enseñes nada más, nada que sea novedad para mí, que así sólo podré hablar de lo que entiendo.

Tan de acuerdo estuvieron que a la vuelta, en otro taxi, Orlando se dedicó a leer folletos turísticos, y “su” Felisa no quitó los ojos del paisaje palmero, encantada con aquellas novedades, con aquella naturaleza, tan diferentes de su Verín y de su Ifni, que eran las localidades que mejor conocía. Se apearon en Viera y Clavijo, donde el novio la llevó a una joyería para mercarle un collar de perlas cultivadas.

-Estas no son de la categoría de las que suele llevar la señora del Caudillo, ¡pero cómo ni yo soy don Francisco, ni tú doña Carmen...!

-¡Vaya, menos mal que te entró la humildad, que ya te veías de faja, y para eso, de mozo, antes de engordar!

-Toma buena nota de lo que te voy a decir: Dios mediante, llegaré a general, ¡con fajín, que no faja!, y tú serás mi dueña y señora…, ¡si es que te dispones a culturizarte!

-¿Qué quieres decir, que si no voy a la escuela, mayormente a la tuya, me vas a dar la papela, como hacen los moros? En ese caso va ser mejor que pidas traslado para una ciudad grande, que a mí, con aquel señorío del Casino, me dará corte que sepan que me pones una maestra para educarme!

-Mujer, ¿a qué viene eso?

-De sobra lo sabes: ¿no me tienes dicho que un tal Salmerón, uno que fue Presidente de la Primera República, le puso una maestra a la nuera, que era la propia criada, una moza de tu tierra, casada con Nicolás Salmerón hijo, que era un listorro, periodista, abogado, boticario, y no sé qué más; y que lo hizo, que la mandó educar, para poder presentarla, en Madrid y en París? Pues, si tanto te avergüenzo, la cosa está fácil: ¡Mándame a la escuela; o déjame aquí…, hasta que me pongan presentable!

En la segunda noche no hubo maniobras, que en ese día la luna se puso de cuernos, ¡menguantes! Durmieron mejor que el primero pues Orlando no abrió la boca, y Felisa, con el temor de enfadarle, se privó de todo tipo de provocaciones. Aburrido e incómodo por aquel silencio, que él tampoco hizo nada por quebrarlo, temeroso de que la recién casada se pusiese a sondearle, a hurgarle en la conciencia, se decidió, de nuevo, a almorzar en la barra de la cafetería.

-¡Buenos días, teniente! ¿Que manda...?

El miles, sorprendido por aquel tratamiento, a la vez que halagado:

-¿Cómo sabes que soy teniente..., si llegué y ando de paisano, hoy igual que ayer?

-¡Pues..., porque le trajeron este sobre, de ahí, de la Representación de los Tiradores de Ifni! Aquí pone: “Para entregar en propia mano al Teniente Neira”. El soldado me dijo que dentro de ese sobre viene una carta, en otro sobre, y que lo recibieron hoy mismo, en la Estafeta, pero que le llegó a usted ayer, a Sidi Ifni, en el correo ordinario, desde que ya salieran ustedes... ¡Esto es lo que entendí!

-Y, ese soldado..., ¿por qué no subió para dármela en propia mano..., por si tengo que responder?

-La verdad, señor, es que no me he atrevido..., ¡como siguen con ese cartelito de no molestar...!

-¿Dónde, dónde me siento?

-Puede pasar al reservado de las reuniones, que ahí hay papel, y también sobres del hotel..., ¡para eso, por si tiene algo que responder!

-...

Rasgó y leyó. ¡Aquellas nuevas eran viejas! Viejas, atrasadas, tardías, pero..., ¡terribles!

...

¡Lo que me faltaba a tal momento: esta carta de la maestrita del Piornedo! Esto de que los militares tengamos que ir dejando nuestras señas, ciertamente es un peligro, de los grandes. ¡Y menos mal que se me ocurrió bajar a la cafetería…! Le voy a contestar, y desde aquí mismo, ya, pero, ¿cómo le digo el motivo de escribir en papel timbrado, de este hotel?

-Camarero, no tendrás papel, y sobres, que no sean..., eso, timbrados?

-Se los puedo traer del quiosco de la esquina... ¡Cuestión de dos minutos!

-.-

           

Manolita, mi sol: ¡Se me pasó felicitarte por Navidades, pero, total, aún estamos en el Año Viejo! Verás por el sello que esta carta va cuñada en Canarias... Se trata de que he venido, ida por vuelta, en la Estafeta, para conducir un moro de Tiradores que nos conviene desterrar, mandarle lejos, pero por Canarias, porque...; ¡ya te lo diré en persona!

(¡Dios, que inventada más estúpida, pero, cómo le digo que estoy de luna de miel?)

En la paramera de Ifni, como non tenemos nevadas, nada externo invita a nuestras celebraciones tradicionales, tan hogareñas que son en nuestra tierra. Aquí no tenemos nieve, ni filloas, ni rapazas hermosas que canten los Reyes..., pero es buena cosa tener una santita, aunque sea a distancia, a dos mil kilómetros en el mapa, ahí arriba, cerca del cielo, pongo por caso en esas cumbres de los Ancares... Una santa que, como tal, sepa perdonar los extravíos, los extravíos y también las omisiones de este infiel, ¡que para más inri vive en un Territorio de infieles!

Precisamente, como tú eres un ángel...

(Me pregunto, de propósito, ¿es cierto que hay ángeles hembras? ¡Seguro que sí; casi todos! Pues, en este caso, no lo quisiera, ¡que no es correcto engañar a los ángeles!)

No, mujer, no puedo consentir que le estés guardando las ausencias, en lo mejor de tu vida, en esta edad de merecer, a este aventurero, a un tarambana como yo. ¡En serio! Así que es mejor, es necesario, que de aquí en adelante me consideres un amigo, sólo un amigo, pero..., de los buenos!

Tendré que bajar mis ojos, mis ojos golfantes, a una chica más…, más vulgar, de mi estilo...; ¡más terrenal! Últimamente, y por eso me franqueo hoy, anduve cavilando, discurriendo, que no es justo que tengas por novio, ¡tú, un ángel!, a este tarambana prosaico: un golfo trotamundos, un donjuán vulgarote, de los de tercera. ¡Soy de los Neiras, es cierto..., pero sólo de apellido! Además, es probable que tarde en ir por ahí, pues ando particularmente atareado, de maniobras que se dice, metido en cierta operación, oficial pero secreta..., ¡inevitable, típica, propia de este Territorio, de sus usos y de sus costumbres!

No me hace gracia tener que decírtelo por carta, pero te debo esta franqueza, siquiera sea por un mínimo de nobleza, ¡si es que aún me queda algo de aquellos ilustres de la Olga! Cualquier día, uno de estos, me casaré; acaso con una muchacha de las que andan por aquí... ¡De chacha, no, de cuñada, que para el caso igual da, un empate!

Manolita, encanto, te quiero mucho, muchísimo; ni sabes cuánto, pero sólo como amigo, como compañero de juegos de la infancia, pues de adultos los juegos son otros; amigos, hijos de amigos, de amigos entrañables, que otra cosa no sería propia, tanto para ti como para mí. Con sinceridad, permíteme insistir: no soy el tipo que te mereces, y si alguna vez he sido ángel, hoy..., ¡cataplum, caído! Me eché, o me echaron, al mundo, con demasiado mimo, ¡y así me fue!

No te enfades, mujer, pues los calaveras desleales, tal que yo, no armonizan con los ángeles; ¡no podemos compartir yugo contigo, con tu sensibilidad!

                                                                                   Orlando

           

Plegó y encoló; pidió sellos y se la encomendó, con una espléndida propina, al mismo camarero que le trajera el papel, pero sin levantar los ojos, quedándose en la mesa con un periódico entreabierto, en el que sólo vio, o leyó, su propio pensamiento:

Con algo de suerte, y con lo guapa que es, esa niña me olvidará, espero que en breve, así que, con esta carta mentirosa, trapacera, evasiva, alivio mi conciencia, o lo intento, que bien noto que se me da mejor hacerlas que explicarlas!

¡Pero mira que me tentó el diablo en esto de soñar contigo, Manolita, precisamente ayer, con la tuya de camino, en la mismísima noche de bodas..., y eso que la luna estaba menguando!

Le puse que soy un donjuán, evocando aquel burlador que las olvidaba al momento..., ¡pero eso es una mentira monstruosa, otra, que nunca se me quitará de la memoria esa vieja prometida, mañana por noche, por días de vida!

-.-

 

-Camarero, trae..., tráeme..., eso, un zumo de naranjas, que lo tomo aquí, aquí mismo. Por cierto, ¿le llevaste el desayuno a mi esposa?

-No, señor, que usted nada me dijo; ¿qué le subo, que prefiere?

-¡Lo mismo que ayer, y rápido, sobre la marcha, que igual te reengancho! Ya reparé que aún no te creció el pelo, así que, ¡o estás de permiso, o es que te licenciaron estos días!

-Señor..., teniente, no se meta conmigo, que ya tengo la licencia. Me trajo para aquí, para este empleo, un cabo furriel, de mi quinta, que estuvo en la Policía de Ifni, y que es de la familia del patrón…

Como le notaba ciertas ínfulas al oficial, se permitió matizarle:

-Teniente, aquí, ahora, los clientes, todos, sin excepción, ¡y mire que hay gente de categoría en este hotel!, me piden las cosas de favor. Además de pedir, pagan, o se lo apunto para cobrar con la factura del hotel, que aquí no le es el caso de sus cantinas..., ¡que pagan cuando quieren y como les peta! No, no se enfade, que ya le veo el ceño, pero las cosas en este mundo son así, por tandas!

A Orlando, con sus dos estrellas y con sus nobles apellidos, sólo le cupo apretar los puños haciendo que colocaba los broches de sus bocamangas. ¿Por qué existirían esas libertades a las que llaman vida civil...?, se preguntó.

-¡Rapaz, sobre la marcha, pero, ya que luego, por favor! –Subrayó con ironía cáustica. –Más te digo, que la mía no es de esas que piden: ¡ella ordena, ordena y manda, así sea por lo civil! Súbele ese tazón de chocolate, con churros o con porras, ¡lo que tengas! ¡Un montón, que ella papa más que un recluta! A mayores, un zumo, pero que sea de piña. ¡Y a ver si te da propina, como hice yo!

Ausente el camarero, Orlando, con el periódico de nuevo ante sus ojos, pero sin leerlo, volvió a concentrarse en sus meditaciones, en aquellos pensamientos intra, secretos pero mal disimulados:

¡Vaya almuerzo, de lo más inesperado; horrible, mismo de hiel..., después de estas palabras mimosas, cordiales, poéticas, de mi Manolita! ¿Dios, por qué será tan angelical esa mocita de Sarceda, criada entre dos montañas, que me hace tan difícil, tan tortuoso, incluso aflictivo, este atolladero en el que me metió, o en el que entré yo mismo, llevado por esa estupidez a la que llaman libre albedrío, que me proporcionó una caída libre; eso sí, en las tentaciones carnales de esta Dalila, de esta calentorra a la que llaman Felisa, que no es precisamente un sinónimo de Feliz?

Acabo de casarme y ya me siento arrepentido; ¡sí, terriblemente! Dios, contéstame: ¿por qué cambiaría, torpe de mí, aquella sonrisa, aquella elegancia natural, aquella ingenuidad, dulce, encantadora; aquel porte distinguido..., de una maestrita que tal parece una creación angélica, una Inmaculada de las de Murillo, frente a las nalgas, crasas, pero duras y viciosas, de esta integral, fifty-fifty harina y salvado, confundible con un caballo velazqueño?

¿Cómo es posible sentir, padecer, este arrepentimiento tan rotundo, mismo trágico, por un vínculo indisoluble, al segundo día de un casorio? ¿Cómo diablos tendré que hacer para controlar esta situación, estas vicisitudes, esta circunstancia anímica, estúpida y torturadora? ¡En definitiva, irreversible! Me he metido en un dilema hamletiano, en una disyuntiva imposible, en un paradigma, negativo donde los haya, en un ser o no ser sincrónicos, simultáneos, aberrantes..., ¡y para eso, bajo juramento! ¡Dios haga que se estrelle el avión que nos lleve de aquí a Santiago…! ¡Amén!

En aquella habitación de la gran balconada, con nombre madrileño pero del más puro estilo canario, caoba por todas partes, Felisa medía, a grandes zancadas, todas las posibles distancias, antojándosele una auténtica jaula de canarios. ¡Como le gustaría saber cantar para mitigar aquella soledad inesperada!

-¡Vaya, ya está aquí el rápido de Bouzas! ¿Puede saberse dónde coño te metiste...; media mañana para tomar la parva? ¡No te llego yo..., y te fuiste de pesca! ¡Menudo novio este que me encontré aquel mal día, en un mal baile de la Casa de España...!

Orlando no le respondió hasta después de ducharse, ¡por segunda vez!, buscando en el frío de aquella agua salitrosa un calmante para sus nervios saltarines:

-¿Que decías…? ¡Ah, sí; que si me he metido en algún coño...! Va resultar que la procaz eres tú, tú misma! No, mujer, por ahora, en ninguno, salvo que me des motivo con tus celos estúpidos. Estuve…, ahí abajo, hablando con un Camarero, que casualmente acaba de llegar, con la licencia en la mano... Y leyendo periódicos, con olor a tinta de imprenta, que ya sabes que a Ifni nos llegan en lata, empaquetados, de varios días… En cuanto a ti, vulgarota que no garota, ya podías hacer otro tanto… Un oficial debe estar al corriente de lo que pasa en el mundo..., ¡que algún día puedo llegar a mucho, tal que a Agregado Militar de una embajada…!  Y por lo que a ti se refiere, si vuelves a usar ese taco tan..., tan basto, tan arrayano, en ese caso..., ¡te hago dormir debajo de la cama, tal que hacía yo con mi can de palleiro, con el Sultán!

Se le sublevaban todos: el camarero, la esposa... Felisa, convertida en una dama del Casino, ¡la élite ifneña!, en aquella suite del Hotel Madrid se sentía insignificante, dolida en sus interioridades. Una novia relativizada, que se veía, que se sentía, en soledad, al segundo día:

-¡Me tienes aquí arriba, hecha una maleta, como escondida en el desván; sola, olvidada en esta habitación tan grande que me apabulla! ¿Aprendiste de los moros a esconder tu mujera...? En este caso tendré que comprarme un velo..., ¡para que no me vean la cara!

Orlando, acorralado, consideró que, por lo menos, las formas debía guardarlas, ¡siquiera fuese por propia dignidad!

-Mi bien, sólo me entretuve un rato; si, ahí abajo, con el Camarero...; y después leyendo esos periódicos...; otro placer, que ya te dije que puedo llegar a ser el agregado militar de una embajada! ¡Lo felices que nos haría eso; a ti también!

¿Otro placer, dije? Pues no; no estuve afortunado en la expresión, pero lo que es esta tía..., ni de esto se percata!

Pero la “tía”, que si no estaba sobrada de preparación, por lo menos disponía de un sexto sentido, de una inteligencia aceptable, no se dio por satisfecha:

-¿Orlandito, un rato…? ¡Me dijeras que subirías ese diario, la prensa, para aquí, para esta habitación, para leerlo “a mi vera”, como dicen los andaluces! Por Dios te lo pido, una  vez más, no seas mentiroso, ni de broma, que si algo odio son las mentiras..., ¡que estoy harta de mentirles a los carabineros de la raya portuguesa!

No sabía ella que lidiar con un hidalgo, por distante que estuviese de sus ancestros feudales, y máxime en la Gallaecia, que proceden todos, o casi todos, de aquellos mayordomos infieles, de aquellos segundones que quedaron al frente de las heredades cuando los nobles-nobles se fueron para Castilla, tras las sayas de la reina Isabel, es más difícil que verse con un mihura en la plaza de Linares. Por algo no le quisieron, Encarnita Martínez, la hija del fotógrafo, ni la “Reina del Zoco”, todo un monumento, ni las guapas del Hotel Suerte Loca, ni tantas otras, cuñadas o no, pues aquel “Mihura” ya salió del avión como quien sale del toril, dispuesto a cornear aquellas “missis” de Sidi Ifni.

-¿Quien, yo? –Enfatizó con ironía. -¡Rula, yo te soy más cierto que..., que el Gaiteiro de Lugo! Y luego que estar aquí, contigo, en esta suite del Madrid, casi es como estar en la gloria. ¿No te acuerdas de lo que nos dijo ese mozo de los recados, el de las maletas, cuando subió las nuestras, que estamos en la misma habitación del Caudillo, en la que ocupó Franco en el 36, cuando se fue desde aquí para coger aquella avioneta con la que se dio una vuelta por encima de Tetuán... Como buen gallego, lo hizo de lejos, para ver si sus vecinos sacaran el ganado a pastar, para comprobar si ya estaban sublevados..., ¡pero todos, que en eso de astuto no hay gallego que le gane, ni siquiera los de Verín! ¿Te enteras? ¡Por tener, tenemos una suite histórica...!

Para ella, a tal momento, con aquella desazón que le estaba entrando, lo de menos eran las maravillas de su habitación, ¡asignada, que no gozada!

-Orlandiño, déjate de guasas y rematemos con esto, que si no fuese por la mañana, con lo que tardaste, yo tendría que pensar que visitaras, por ahí..., ¡no sé, a las cantineras del puerto!

-Felisa, esas bromas de mal gusto..., ¡no te las consiento, ni en broma! ¿Estamos? Si llegas a ser un soldado, te rapaba al cero!

¡Claro que se las consiento, eso y más aún, que más indigno que yo no hay otro, y luego que me tiene vencido, con la bandera blanca, con esta de las sábanas!

El carácter de ella, a pesar de aquella melancolía intuitiva, y de aquella fragilidad circunstancial en la que se sentía, estaba más entero que el interior de Orlando, cubierto, oculto, con una máscara intimidatoria.

-¡Rapaz, pues yo, tampoco, que encima de no darme una explicación satisfactoria..., y formal..., de esa tardanza, vienes de mal talante! ¡Tengo para mí que así no se empieza un matrimonio, que se supone que va durar tanto como dure el pellejo de los contrayentes!

El resto lo dijo de labios para adentro:

Si este carota desea acostumbrarme al papel habitual de un esclavo, de un asistente..., ¡va de culo, que no le pienso seguir el juego!

-¡Venga, mujer, o más exactamente, mujerona, mi adorable mujerona, para ya con esas artimañas, y vístete, que volvemos a la Caldera de Bandama, y desde allí, a Gando, y a Maspalomas...; alrededor de la isla, y comemos por allá, donde se nos tercie, en el mejor restaurante que encontremos. ¿Te vale así; te desenfurruñas con esto?

Al miles, a contrahílo, le vino otro arroto, otro acuerdo, como no podía ser menos con aquellos asirocamientos que cogiera en Ifni. Detrás de la cruz siempre anduvo el diablo, que es la atalaya de los cobardes, el refugio de los que pasaron de la luz a la sombra, tal que Lucifer. Detrás de la iglesia de Santa Cruz, junto al faro viejo, en el acantilado, la herejía, la caída abismal. En las tierras de Sidi Ifni, en aquellos yermos del infiel, acariciadas de cuando en vez por el siroco y por las plagas de la langosta, ¿qué otro maligno podía soplar? En Orlando aquellos remordimientos extemporáneos, aquellos desencantos inmediatos; y por lo que hace a Felisa, allende de su justillo, recelos, desencantos, dudas... El macho, por consiguiente, bravío, sufriendo por sus propias excentricidades:

Conmigo no te pongas rufa, Felisona, que igual te caes en esa Caldera del Bandama, en un aparente descuido, que cuñadas así, potables como tú, quedan cuatro docenas en ese Ifni de las chumberas, ¡qué es lo único que tiene, tetas y chumberas!

Esto además de mi Manolita, que la tengo en reserva, que incluso la tuve que mentir, y precisamente por tu culpa, chapona insaciable, talco absorbente..., ¡más que una mora de aquellas del burdel! ¿Mentirle a mi Manolita, yo, por culpa tuya...? ¡Más aún, que más hice: mentirle a mi propia madre, que le tengo que escribir, hoy, hoy mismo, sin falta, que no lo sepa por su colega del pazo de Sarceda...! ¡Y a ver que le digo, que esa hidalga es capaz de desheredarme, de hacerles un simulacro de venta a sus sobrinos...!

¡Orlando, Orlandiño, que es como ellas me llaman, mírate en este espejo de tus cobardías..., que si fueses valiente, te pegabas un tiro, antes hoy que mañana! ¿Hidalgo y teniente, teniente y calavera..., calavera y cobarde? ¡Sólo un cobarde de mi clase y casta es capaz de casarse sin decírselo, primero, a la que fue su novia desde la mismísima cuna! ¡Novia única, excluyente, prometida de siempre! ¡Y por segundas, que ni se lo dije a la madre que me parió!

¿Esto, esta actitud, rotundamente plebeya, se llamará huida...? ¡Si, entiendo que sí, que se trata de una huida cobarde, cobarde y vil! En este caso, teniente Neira, vete del Ejército, no lo vilipendies..., pero..., ¿seré capaz de eso?¿Seré un traidor, el único hidalgo español que renuncie a la carrera de las Armas, en todo lo que va de siglo? ¡Estoy apañado, sin Armas y sin Letras! ¿Qué me queda? ¡Criar vacas en los prados de la Olga, agarrarme a la mancera del arado, como el último de mis criados? ¡Dios, qué vergüenza para un hidalgo, para un hijo de algo!

La excursión valió la pena, que los distendió, a los dos, mayormente para aliviar en Orlando aquellas obsesiones suicidas que llegara a tomarlas en serio. Bien estudiado el terreno con la lectura de abundantes guías turísticas y otras referencias personales que tenía de la isla por conversaciones con compañeros que anduvieran por Canarias, el novio tuvo la humildad de conectar a su mujer con las particularidades palmeras, sin ostentaciones, sin que ella se sintiese avergonzada por sus diferencias culturales.

Por la noche, bajo pretexto de quedarse en un extremo del salón para leer un libro que trataba de la historia guanche, consiguió que Felisa, mostrándose exhausta por las caminatas de la tarde, le dejase a solas, oportunidad que aprovechó para explayarse con su madre:

Naiciña, -le puso, -no sé por dónde empezar, que esta es la carta, la novedad, más difícil que nunca te he dado. Si te tuviese acostumbrada a comunicarte suspensos, tal que en conducta, en ese caso me sería más fácil. ¿Ves como no se puede ser un buen hijo? Vaya por delante este autobombo, ¡para atenuar lo que viene después!

Resulta que resultó que me tuve que casar, así, de repente, casi que por una cuestión de honor, con una chica que vino de Verín, cuñada de un sargento amigo mío. ¡Casamos anteayer! Hoy, en esta fecha, estamos aquí, en este hotel de las Palmas de Gran Canaria, gozando de una especie de luna de miel...

Para mí, que soy el interesado, -ahora que no se estila aquello de esculcar moza-, esta decisión estuvo clarísima: un flechazo, un trancazo, una fiebre, una debilidad concupiscente, carnal..., ¡que remató en la iglesia! Ya sé que tú, no, que en tu Providencia entra todo, ¡todo, menos un casamiento trapacero! En cierto modo no quise correr el riesgo de que me la rifasen, de que me la quitasen de las manos, que ella, esta tentación de la que te hablo, tenía muchos pretendientes, ¡de verdad que sí! Y todos me ganaban en estrellas!

¡Ya lo sé, naiciña, ya lo sé! Pero no soy un hombre apropiado para esa grácil, para esa angelical, Manolita. Me muevo en un ambiente áspero, marcial, luchador, ¿comprendes? Estoy sujeto a movimientos, ausencias y traslados o destacamentos continuos; por lo menos, frecuentes. Estoy bastante revuelto, más o menos como le pasa al país; intercalado con muchísima gente, con gente despersonalizante, ¡de todas las cunas, de todas las hechuras! ¿Entiendes esto?

Todo lo contrario de lo que le conviene a una Maestrita paceña, de las de pazo señorial, con clara vocación pedagógica, que no se sentiría realizada si tiene que pedir la excedencia por el amor de un tránsfuga, de un esposo que padece la enfermedad de su vocación profesional, y que cuenta con buenos antecedentes de la Escuela Militar: puntos de baremo que me permiten esperar una brillante carrera si me muevo apropiadamente, si acumulo servicios en estas Fuerzas Especiales; quiere decirse, abonos dobles, cursillos y cursazos, ¡Estado Mayor inclusive! ¿Verdad que sí, que me entiendes, que comprendes estas obligaciones, y con las obligaciones, los ascensos? Cosas de la milicia, que aunque alguna de ellas te resulte abstrusa, como te las dice tu hijo, ¡palabra de Dios! Por otra parte, bien sabes que siempre he sido algo tarambana, pero, lo que es mentiroso, ¡nunca!

También sé que te he metido en un compromiso con esa dilecta e ilustre familia de los Rancaño de Sarceda, pero, ¿qué puedo decir, qué puedo añadir al relato de mi párrafo anterior? Tan sólo que me disculpes, o mejor aún, que no me culpes, naiciña. Aparte de las razones profesionales, si alguna ligereza he cometido, hazles comprender que son asirocamientos de un militar estrellado, que se estrelló, que se obsesionó, acaso carnalmente, atraído por la típica “cuñada”, que es un fenómeno social sui generis, importado de nuestro Protectorado de Marruecos... Se trata, que aún no te lo dije, de una tal Felisa…, una mujer exuberante, de esas que rompen y que rasgan..., ¡su  propio justillo!

La conquisté, la gané, con el lustre de mis estrellas; por ahora, sólo dos, pero..., ¡voy camino de la tercera! En esta hidalguía, en la castrense, ¿sabes?, no te somos de donde nacemos sino de donde pacemos, o más exactamente, de donde hacemos la guardia, ¡que mientras no sea encima de los luceros, bien nos va!

En cuanto a mi frescura de no traerte a la boda…, ¿qué te puedo decir? En esto no me puedes censurar, que doy por sentado que aunque te lo dijese a priori, tú no hubieses venido. ¿Pruebas? Bien te llevo insistido, de meses atrás, para que vinieses a verme, a Ifni, ¡que precisaba, y mucho, de tu cariño, de tu aliento! Si tu pretexto era, antes, que no te atreves a subir en un avión..., ¡en avión tendría que ser ahora, para que pudieses oficiar de madrina!

¿Qué más? No, mamá, no me hagas decirte más cosas, ni darte más explicaciones, que bien me cuesta escribir esta carta explicativa, ¡casi que un testamento, una confesión in extremis! Permíteme insistir, tan sólo esto, naiciña, en que este es el primero, o, de lo que no, el más grande de mis disgustos; pero alguno podré darte, que entiendo que no hay hijos sin disgustos...; ¿si, o no si? Como te prometo no repetirlo, que el Tribunal de la Rota no me lo permitiría..., ¿verdad que me perdonas? ¡Gracias por eso, mil gracias, que no espero menos de tu hidalguía!

Un abrazo de reconciliación, ¿sí? De lo que no, que sea de simple afecto materno-filial. La culpa, en definitiva, es tuya, por no tener más hijos, pero quisiste conservar íntegros los dos patrimonios, el tuyo y el de mi padre, así que, ¡no puedes trasladar, no puedes desplazar, no puedes eliminar, mi heredad!

De hijos a nietos: Ya verás qué rapaces más guapos y más robustos te daremos, ¡te dará esta Felisona! Felisa Diéguez Barosa es, potencialmente, un ama de cría, como aquellas tetudas que iban criar a Madrid antes del Glorioso: Campera, de raza selecta hispano-portuguesa, recia y sana. Tan culona como pueda serlo la mejor de nuestras vacas teixas. Es talmente la madre, la matriz, que recomendaría un veterinario para encastar con un toro de raza, ¡yo!

Por supuesto que le hablé de ti a Felisa; le comenté lo gran señora, lo distinguida que eres, pero hice mal con este anticipo porque ahora la tenemos asustada, alucinada, abraiada que decimos los gallegos.

Para cuando lleguemos a Santiago, quiero decir, a Coruña, que será en la próxima semana, -tu espéranos en tu hotel de costumbre, en ese “Riazor” de tus amigos y vecinos, Graña y Mazoy-, espero que me tengas perdonado, y entonces..., ¡entonces, fiesta rachada! Digo que nos esperes en la Coruña porque en este viaje no me conviene ir a la Olga..., ¡que ya te percatarás del por qué! Les das saludos a los Rancaño..., ¡si me los aceptan! Y por Dios te pido que no les enseñes esta carta, que en algunas cosas se contradice con la que acabo de enviarle a “nuestra” Manolita!

Abrazos de los dos, ¡que ahora, quieras o no, tienes dos hijos! ¡Mira que fácil te fue parir el segundo, la segunda! De este modo no habrá que hacer partijas en eso de la herencia...

Otra vez abrazos, muchos, que los míos son, van, de todo corazón. ¡Ah, y no me desheredes, que algún día volveré a mi/a nuestro pazo; si antes, no, de teniente general jubilado, si, y con la faja colorada! ¡Ya verás qué bien va quedar mi foto en ese salón de los retratos: Excmo. Sr. D. ..., heredero de toda la nobleza de estos antepasados!

Hasta la semana que viene..., a mediados! Y ponte ropa de abrigo..., ¡que ya entramos en el inverno! De aquí, de Canarias, te llevaremos unas mantelerías, cosas de casa, en bordado canario, que son un primor, ¡a juego con la señora del pazo de la Olga!

Te quiere mucho, tú

                                                                                  Orlando

-.-

 

De vuelta a la suite, una rifa; ¡otra, que ni que fuese el pan de esta boda!

-Orlando, también tardaste en subir; acuérdate que me dejaste sola, otra vez, y en esta ocasión, de noche, en este páramo de habitación, con estos muebles oscuros en los que me parece ver el fantasma de Franco en calzoncillos... ¿No te acuerdas que nos dijo ese limpiabotas que Franco salió de aquí, de aquí mismo, para hacer la guerra…, porque se le aburría Carmencita de tanto tenerla guardada, encerrada, en una de estas habitaciones?

-¿Ya estás rezongando? ¡Pon la radio, o lee un periódico, una revista...!

-Bien te dije que me siento enjaulada, encogida..., ¡y cuanto más grande es la habitación, más miedo les tengo a sus fantasmas!

Este mozo, antes de casar, no me dejaba a solas ni por un instante, que todas las ocasiones le servían para..., provocarme, y ahora, con la luna por delante, se satisface con un pellizco, ¡y para eso, de cuando en vez!

El novio, comido por aquellas hormigas asesinas de su conciencia, en aquel autocontrol incontrolable:

-¿Mujer, vuelves con tus enredos? ¿No te dije que me quedaba abajo para leer..., con el poco tiempo que tengo en el cuartel para eso? Lo que pasó fue que amplié algo porque me dio por escribirle a mi madre…, para que nos espere en Coruña..., y total, cuatro líneas!

¡Menos mal que le dejé el sobre al Mozo de los Recados para que lo lleve a Correos, pues, de lo contrario...!

-¿Una simple carta, y te llevó tres horas? ¿No andarías de ronda, tal que buscando una de esas que dicen que están al punto..., como los taxis? ¡Mira, Orlando, que lo nuestro tendrá mucho de luna, pero lo que es de miel...!

Estas canarias, tan simpáticas que se presentan, igual son fáciles, y tratándose de un teniente, así de apuesto, tal que el mío..., Dios me libre! Debiéramos irnos directamente para Galicia, que aquello es sitio frío, pero este hombre dijo: ¡Media vuelta, ar!

Con aquel enemigo de par suya, con aquella arrayana  tan desconfiada, curtida en mil lances, experta en todos los trucos de la frontera, no había evasión posible, así que, Orlando, por muy pícaro del siglo XX que fuese, se vio cercado:

-Mira, mujer, que desde que oíste en Sidi Ifni aquellas exageraciones de que todos los moros tienen su harén..., nada, que crees que un hombre es un garañón, más o menos como aquellos de Tras os Montes. ¡Déjame algo de libertad, pues, ya ves, tarde o temprano, siempre vuelvo contigo, y cada vez más enamorado!

Estuve escribiéndole a mi madre, en efecto, tal y como te dije. Considera que fue, que tenía que ser, una carta muy larga, explicativa, difícil para mí, por..., por la sorpresa que le doy! Después de eso, llevé la carta a Correos..., -le mintió para mejor justificarse-, que urge avisarla para que nos veamos en Coruña, para que nos espere..., pues yo, en esta colonial, prefiero no visitarla en la Olga... Y luego que a ella le gusta pasear por los Cantones, luciendo sus pieles, y también las joyas de la familia...; ¡todo eso!

Calcula que esta carta va por avión desde aquí hasta Madrid, y después en tren, y luego en los coches de Trigo, que son los buses que llevan todo el correo de mi comarca... Tiene que dejar instrucciones a nuestro mayordomo, y ponerse de viaje para Coruña, de contado. Nosotros iremos en un avión directo, a Santiago, que de eso me ocuparé mañana, mañana mismo. ¡Estrategia, planificación, monada! Exactamente igual que para dar una batalla, ¡que por algo aprobé en Zaragoza!

Mucha planificación la demostrada, en efecto, pero algo no le cuadraba a Felisa, que ella también “aprendiera” a planear jugadas..., ¡alijos de contrabandista!

-¡No lo entiendo! ¿Tantos días que tienes de permiso, y no iremos a vuestra finca, a esa Olga, que dices que está después de Lugo, donde vive tu madre…?

-Mujer, la luna de miel de un señorito consiste en viajar, en gozar, en amarse, ver mundo... A la Olga iremos..., ¡en la próxima!

Siento decepcionarte, Felisona, pero de esta vez no traspasas mi frontera, que tendré suficiente con calmar, con acallar a mi madre. Si me coge por allá, después de lo que hice a su sobrina, ese gánster de Sarceda, su tío Manuel, ese cubano de los hoteles puteros…, es capaz de pagarles a cuatro matones!

¡Qué no, que no les cuadraban las cuentas! Felisa, con esa intuición brillante de una gallega desconfiada, extremosa en suma, se retorcía las manos, y con ellas, el cerebro:

-¿Es que no piensas enseñarme esa Olga, tanto que llevas hablado, y jactado, de tu casona, de los caseros; los árboles centenarios, los caballos...? ¡Pues mira, tengo para mí que eso de montar en tus caballos, uno por uno, claro, me gustaría bien más que hacerlo en aquellos burros de Riós, aquellos que soltábamos en la Raya con el contrabando…

¡Este chufón...! ¡No sea el diablo que tanto hablarme de ese pazo…, y lo mismo no es de ellos, que señoritos finos y vacíos también los teníamos en mi tierra, desde Verín a Chaves!

-Ruliña, miña rula, frena con tu imaginación, que para aldea, de esta vez, nos llegará con pasar unos días en tu villorrio... ¿Cómo le llamaste…? ¡Ah, sí, Os Ríos, en las extremas del señorío de Monterrey! Pues mira que chico es el mundo, que de allí mismo, de ese castillo, procede alguno de mis antepasados. Más es, que en la biblioteca de la Olga tenemos algún libro que fue impreso precisamente en la imprenta de Monterrey..., que por eso les llamamos incunables!

-¡Que no, rapaz, que no es así; hay que decir Riós, con la tilde en la o: Rióóós! ¡Tanto presumir de culto, y va resultar que eres el único gallego que no sabe de qué pueblo llevó a su mujer!

Este carota me decía el otro día que de geografía nadie como los militares, que la estudian a fondo para saber por donde tienen que avanzar... ¡Eso será cuando dominen el mundo, que por hoy les llega con guardar Ifni, que cualquier día se lo quitan, simplemente con stabas, con escobas, eses desharrapados del Istiqlal!

Aquel brazo de sus abrazos portaba dos estrellas, ¡de seis puntas!, así que no se lo iba a torcer una simple contrabandista:

-Mi querida portuguesita de la raya, fronteriza de todos los montes; casi que de Tras os Montes..., ¿desde cuándo los ríos son riós? Será en tu tierra, en tu curro, allá por donde Judas se colgó de una higuera, pero lo que es por mí…, ¡vale! En este caso hagamos riós de tus corgos, de tus rielos... ¿No dijiste que tus padres no podían venir a nuestra boda para no dejar la hacienda abandonada? ¡Claro, en los Riós..., por miedo a las crecidas de los ríos!  Pero, ¿de cuáles...?

El carácter mordaz, burlesco, propio de señoritos mimosos, tal que Orlando, sacaba de sus goznes a la pánfila de Felisa, que bien sabía ella, por experiencia vital, que eses comportamientos sólo los utilizaban los tales en presencia de miñaxoias, de gente con complejo de inferioridad. ¿Qué no sería, qué no pasaría, si llegase a oírle, o por lo menos a notarle, aquellos pensamientos mefistofélicos, vitriólicos, a los que se estaba aficionando aquel hidalgo trasnochado, tenido por modelo de virtudes castrenses nada menos que en las Fuerzas Especiales del África Occidental Española?

¡No podían abandonar su hacienda..., esa hacienda a la que llamamos contrabando..., que ese es su ganado..., en propias palabras de su propio cuñado, ese alcahuete que la llevó de cuñada para Ifni, para eso, para colocarla, para contrabandearla!

-Mujer, habla, que eso de la facenda, o de la hacienda, eso de tus vacas, ya sé cómo es, que me lo explicó ese introductor de embajadores al que llamamos sargento López. Que no te dé vergüenza, pues cada quien se gana la vida según puede, ¡o le dejan! Cogéis cuatro vaquitas, sean vuestras o del vecino, y las lleváis a pastar a las veigas de la raya; y acto seguido asubia el portador desde aquellos sotos del otro país... ¿Qué hay vigilancia en los alrededores? ¡En ese caso os ponéis a aguijonear en las vacas, cara a dentro, cuesta arriba, para que entienda el cómplice que procede recular, huir, apartarse de la raya! ¿Es, o non es, así?

La rapaza, Felisa, que sí, pero que no:

-Déjate de fábulas y dime la verdad en eso tan extraño de que no quieras llevarme a tu pazo..., ¡con lo que os gusta presumir de ellos! Sin ir más lejos, en Sidi Ifni, todos sabemos de varios que los tienen..., ¡por lo que de eso llevan hablado, hablado y presumido!

-¿En Ifni, quien?

-Lo sabes de sobra:  Álvarez Chas de Borbén, Ramírez de Berger y de Posadilla, los Maturana, los Ortiz de Rivero, los González López-Yebra..., ¡y tantos otros!

Orlando no le contestó cara a fuera, pero si lucubró en sus adentros enfermizos:

¿Dónde me escondo si aparece por la Olga ese clan de Sarceda, todos unidos, hechos una piña? Tendría que echarme a las carballeiras, o subir a la Xesteira de Cubeiro, o internarme en los montes de la Panda..., ¡como hicieron aquellos huidos, aquellos rojos del 36!

¡Pero de eso, nada, monada, que este Orlando, yo, servidor, seré un cobarde, como vengo demostrando, que siempre acabo descubriéndome a mí mismo, pero de aquí en adelante no bajo la guardia, ni de permiso! ¿Valor, me he referido al valor? ¡En la Hoja de Servicios, se me supone! Pues, entonces, a vivir de esa suposición, que lo que es mañana..., ¡mañana, como dice el lema carlista, Dios, Patria y pan!

-Ya me percato de que no llegaré a saberlo, que no llegaré a conocerte... Mi cabezón, asumiré resignada ese refrán que nos encarcela, por lo menos a muchas: ¡las mujeres casadas, pata quebrada y en casa! Otro dicho que se me viene a la chola: ¡Mal de muchos, consuelo de parvos! Sea, luego, lo que tu mandes, que las estrellas son tuyas, pero yo digo que en lugar de quedarnos en Riós junto a mis padres, mejor cogemos una habitación en Verín, que allí también hay señoritos, y así te sentirás más..., más estirado! Al regresar de Coruña, por supuesto.

-¿Y por qué no en Riós, ahora que me acostumbré a pronunciarlo?

-¡Tú eres parvo, o te haces! En Riós huyen de los sargentos, para cuanto más de los oficiales!

-¡No te creo, por brutos que sean!

-Entonces pregúntale a nuestro cuñado, de cuando fue por primera vez... ¡Si aparezco con un teniente, me echan los vecinos, a cantazos, pues van temer que les denuncies sus alijos!

Aquello le hizo gracia al teniente, y se permitió una risotada estrepitosa:

-¿Tan brutos son? ¡A cantazos contra nosotros ni los moros andan, y eso que también se dedican al contrabando con la Zona francesa! ¿Sabes cómo operan con el aceite?

-¿Tan burra me haces? Lo sé, desde el primer día, que nada más llegar a Sidi Ifni le pregunté a mi hermana qué se podía hacer en el Territorio, además de ponerles la red a los mozos. Esos bidones de doscientos quilos los llevan en camiones hasta las cotas más altas, y desde allí los empujan, a rondón, que así, por inercia, traspasan eses surcos que suele haber en la línea fronteriza. Yo no lo hice, que me corría más prisa mostrarme en el Club, en la Casa de España. El contrabando, mi amor, es una cosecha como otra cualquiera, que remedia muchas necesidades; ¡el pecado lo tienen esos gerifaltes que pintan la raya!

Aquí calló, que la lengua es fácil de frenar, pero, ¿el pensamiento...? ¿Quién frena el pensamiento de una persona que se siente insultada, agraviada?

No le voy hacer caso, que menuda vergüenza es llevarle a nuestra aldea, y que vea nuestra pobreza... Para eso nos estamos en la villa, en el mismísimo Verín, de fonda, a todo gas, que de paso se fastidian aquellas señoritingas, aquellas que me hacían de menos en el Instituto; ¡y mientras, ellas, a mear! ¡Por sí mismas, que se van a mear, de envidia! Buen mozo, si señor; alto, fuerte, con el pelo rizo..., ¡y con dos estrellas!

Orlando, con poco mando en aquella plaza, en la matrimonial, sometido, subordinado, a su Sargenta:

-Ruliña, paremos, que me entra el sueño. Para complacerte, no sólo iremos a tu Verín, sino, y también, a la mismísima Fisterra, que desde Coruña..., un paso!

...

¡Ahí lo tenéis! Se tiene por señorito pero ronca como un puerco, nada más pegar los ojos, que ni terminara de hablar conmigo...

-.-

           

El tercer día de su estancia en Canarias difirió poco de los anteriores: al mozo le costaba adaptarse a la convivencia cotidiana con aquella mujer elegida al socaire de una pasión carnal; amada, deseada, más bien del ombligo para abajo. Ella, por su parte, cumpliera todos los ritos de una “Operación cuñada”, tan típica en aquel aislamiento territorial de Ifni, para llevar el agua a su molino, para ligar, indefectible, sacramentalmente, por elevación, a uno de aquellos eremitas castrenses, desconectados por largas temporadas, social y físicamente, de su mundo de procedencia.

Bajaron juntos para tomar el almuerzo en la cafetería, que eso ya fue un paso adelante, ¡un paso al frente! Ocasión que aprovechó Orlando para conectar con Iberia, para solicitar billete, que no pudo ser directo sino a través de Barajas. Se lo dieron para el día siguiente:

-Felisiña, hoy, de tiendas; las mantelerías para tu mamá, y todo eso..., ¡que mañana toca madrugar, rumbo a Compostela, a la Gloria, o por lo menos, a su Pórtico!

-Hombre, eso tiene su aquel, a ver si en la gloria nos entendemos algo mejor, que aquí en Las Palmas hubo de todo! ¿Oyes, y no hay avión para esa Fisterra, para ese Finisterre, que así veníamos de allá para acá?

El sofoco de risa estridente que le entró a Orlando ocasionó que todo el salón girase en dirección a ellos mismos:

-¡Ya estamos con parvadas…! Mujer, está visto que los únicos cabos que conoces son los del cuartel... En un cabo, en una punta de tierra que avanza sobre el mar, que eso es Finisterre, ¿cómo puedes imaginarte que exista un aeropuerto?

-¿Y luego, no lo tenemos en Sidi Ifni, tan estrecho que el propio Sogorb, el Jefe de nuestro Campo, dice que más que un aeropuerto lo que tenemos es un portaaviones?

-Dejemos eso, que no tienes remedio.

-Mira, el mejor remedio es que me lleves a Verín, que es una villa macanuda, y allí nadie se ríe de una contrabandista, por torpe que sea. Y luego que también quiero ir a Chaves, para enseñártela, que es de lo más guapo de Portugal... Queda cerca, que por las Feces de Abajo se llega en un plis-plas. Para mi va tener la gracia de que será la primera vez que pase por la frontera, ¡de señorita, sin contrabando!

Se volvió a reír, de ella y de sus dichos, pero esta vez, de escarmentado, con más discreción:

-Eso es algo más difícil pues, por si no lo sabes, te lo voy a decir: los militares no podemos salir al extranjero sin un permiso especial, pero, ya que te empeñas en eso, lo pediré en Coruña, en Capitanía... A propósito, ¿qué más ordenas, capitana?

¡Chaves es lo que necesitas tú, pero en la boca! Ayer, huyendo de los carabineros, y mañana, dándote de tenienta en ese paso de las Feces... Tenía yo poco con el mandón de mi compañía, con el capitán Valerio, a quien Dios confunda, y ahora fleté una capitana de armas tomar. ¡Dios me ampare! Lo que no puedo es dejar la guerrera en casa, que esta tipa es capaz de ponérsela a los hombros, y con la misma, le ordenará al asistente que le lave las bragas, cosa que, por otra parte, parece ser bastante usual entre las mujeres de mis compañeros…

-¿Capitana, yo? Orlandiño, mi amor, sin chuflas, que yo confío en tus palabras, así que no me recortes aquellas promesas de Ifni, de hacerme una señora…, de complacerme…, de enseñarme la mitad del mundo… ¡Claro que eso fue en lo oscuro…, exactamente por detrás de la huerta de los Tiradores... ¿Es que ya no recuerdas que me prometiste una luna de miel…, en la mismísima luna? Entonces, lo de que me lleves a Chaves, no me parece que sea mucho pedir!

-¡Mujer, aquello de la luna fue cierto…, pero yo me refería a la parroquia de San Martiño de Lúa, que cae cerca de mi pazo de la Olga… En esa “lúa” también tenemos propiedades, y caseros, que son fincas de mi madre…, ahora tu suegra! ¿Verdad que lo sabías, que te lo explicara? Te lo estoy cumpliendo todo, todo y de todo, ¿o no es cierto que me acuesto contigo todos los días, sean o no noches de luna, de luna clara?

-¡Eres un trapisondas, un cuentista! No viene día a este mundo que no me hables de tu dichoso pazo, y de tus caseros…; ¡no sé cuántos! Después resulta que no me quieres enseñar nada de eso..., ¡ni por foto!

Eso, todo eso del pazo, me tiene mosca, que ni siquiera por foto, con lo que le gusta retratar...! ¿No se referirá, de coña, al Pazo de Meirás, al de Franco, que ese sí que es de todos los gallegos, que  me dijo mi cuñado que ni de los Francos es…, que lo compraron, y se lo donaron, los nuestros…, obligando a los gallegos a pagarlo, que se lo descontaron del sobre de los sueldos…? ¡Y como este tipo es un cachondo mental…!

-Mujer, debes decir, del nuestro. ¡¡Del nuestro!! A ver, Felisona, que lo de Felisiña te cae ancho; di conmigo: ¡O-noso-pazo-da-Olga! Santiña, mi  reina de la ingenuidad, un pazo, con su circundo, capilla, pombal, ciprés..., ¡no cabe en  ninguna foto, salvo que sea aérea! Pero te voy a complacer, que esa foto te la hago yo, aquí mismo,  con cuatro pinceladas, y después de eso, pero otro día, te retrato nuestros escudos, las piedras de armas, ¡en granito!, cosa un tanto compleja sin tener mayores estudios porque..., ¡porque tenemos una heráldica intricada, síntesis de una genealogía amplia y muy ilustre, que en mi familia nunca se dio la endogamia, como ocurrió en otras, que así degeneraron…!  A ver, rapazuela, cierra esos tus ojos, y no precisamente misericordiosos, que vas a ver mis estrellas, las otras, las de mi progenie:

La Olga, el señorío de la Olga, que no viene precisamente de holgar, ni de holganzas, sino de su abundancia de olgas, o oucas, que es una especie de algas, pero de río, propio de zonas pantanosas, llanas y de mucho regadío, también es conocida como a Casa de Abaixo, de Abajo, y se sitúa en la bisbarra o comarca de los caranicum, que era, nada más y nada menos, que una tribu precéltica, a la que no consiguieron domeñar los romanos... De sus druidas, de sus jefes-santones derivan mis antepasados…; ¡algo así como lo que ocurre allá en el Territorio con el Sidi, con el Santo o Santón Ifni! Pero esto queda para otro día, que no quiero abrumarte. En la misma parroquia existe la Casa de Riba, o de Arriba, que nunca fue competidora de la nuestra, que eran parientes... La de Arriba la fundó, la hizo construir, un curmán, es decir, un primo, de cierto antepasado mío, que vino riquísimo de las guerras de Flandes…, ¡que a saber cuántos pazos, o palacios, asaltó por allá adelante para quitarles sus tesoros! Eso se llamaba botín de guerra..., y era una forma de pagarles a los capitanes, en especie!

Pero Felisa tenía otras filosofías:

-¡Eso, cando es con armas, se llama atraco, so listillo!

Orlando no quiso oírla, y siguió relatando aquellas grandezas familiares:

-Nuestro pariente fue capitán a las órdenes directas del propio duque de Alba, pero de lo que no me acuerdo, a tal momento, sin mirarlo en los papeles, es si los de Alba ya eran entonces, o aún no, Señores de tu Monterrey…

Me tiene dicho mi abuelo que los cabellos de todos los Neiras, de los que él tenía recuerdo, eran completamente rubios porque su tátara era holandesa, ¡precisamente una bastarda del propio Rey de España!

¿Entiendes mi prosapia? ¿Que si? En ese caso entenderás por qué un hidalgo es un ser distinto; ¡otra clase de gente! Para más detalles de nuestra grandeza: En medio de los prados tenemos la casona, el pazo; y un poco más arriba, al otro lado del Camino Real, están las labranzas, las leiras y las carballeiras; seguidamente, vienen las casas de los caseros... Lo único que nos cae algo lejos son las aceñas, los molinos, que los tenemos en una fervenza o catarata del río, en el lugar llamado Carballamarela, porque allí los carballos, los robles, son de una especie que se distingue por el fuerte colorido otoñal de sus hojas, ¡pero al molino llevan la carga en bestias, o en carros del país!

Tanto en la Olga como en sus alrededores, el que no era casero nuestro, lo era de la Casa de Arriba. Tan sólo se libraban algunos vecinos, de los más apartados, tal que los de Cubeiro, que esos eran antiguos foreros, o sea, aforados, del convento de los dominicos de San Cibrao, que se redimieron cuando la Ley de Mendizábal...

Para Felisa aquello abultaba demasiado, así que le insistió en lo de los caseros para ver si lo desinflaba, si lo cogía en un renuncio:

-¿Cantos caseros..., cuantos dices? ¿Y todos ellos a la parte, o en renta sabida, prefijada?

-Mujer preguntona, que ya te dije que te asemejas al capitán Valerio… Eso nunca lo supe, que para esas minucias están los mayordomos! Desde que murió mi padre, víctima de un atraco de aquellos de los huidos, después de la Guerra de España..., que yo era un crío, mi madre contrató un administrador, un Bachiller, que es el que se ocupa de esos detalles. Lo que te puedo decir, que eso lo sé de cierto de tanto oírselo a mi madre, es que, triangulando cara a Lugo, desde Pol a Castroverde, tan sólo nos ganaba en pradería el pazo de los Osorio, que ahora llevan por delante el apellido Rancaño, por el valle del río Azúmara, arriba, junto a sus fuentes.

Esta propiedad, la que acabo de mencionarte, fue a menos, ¡y gracias que apareció por allí un hermano, uno que se hizo multimillonario en dólares, allá en Cuba!

-¿Cómo? Siendo Cuba una isla, como dicen que es, ¿qué clase de contrabando podía hacer para medrar tantísimo?

-Su contrabando fue de salón: mulatas, mulatas de postre, para los gringos, incluidas en la cuenta do hotel... ¡Muchos, muchos hoteles, no sé cuántos, mayormente en el Vedado!

Felisa se llevó las manos a la cabeza ante aquella revelación:

-¡Santo Dios! ¿Sabes que te digo? ¡Pues, que, por lo que me llevas explicado de los pazos, esa gente, por no llamarle gentuza, en mi carro a Misa no van! ¡Y luego que digan de los contrabandistas...!

-.-

De hechas las compras, bordados para doña Marisa y ropa para ellos mismos, apropiada a la estación invernal norteña, que la hicieron enviar al Hotel Madrid, la feliz/infeliz pareja gozó de una excelente mariscada en el Puerto de la Luz, donde Felisa, de paso que degustaba con cierto recelo aquellas novedades, aprendió a pronunciar, como los señoritos, caviar, chatka ruso, angulas..., ¡y cuatro cosas más!

-¡Carajo con la fiesta! ¿Así que esto es un yantar de hidalgos? Con lo que ya sabía, y con lo presente, empiezo a dudar si iréis al Cielo..., ¡y menos mal que a mí sólo me toca de nesgo, de consorte! Oyes, esos que dijiste que tienen tantos lameiros, tantos prados..., ¿también viven así, de esta manera? Entonces, ni se te ocurra llevarme a comer con ellos, que ni sabría coger los garfios...

Orlando, en esta ocasión, non se rio de su mujer, que más bien le dio pena.

-Tranquila, mi niña, que antes de eso precisas cuarenta lecciones... ¡Qué digo lecciones, un curso, entero! De momento te iré familiarizando con ciertos datos para..., ¡para que no huyas de ellos, cuando te los presente!

Ahora volveré a los Rancaño. Su pazo también es conocido como la Casa Grande de Sarceda; o también, la de las Fuentes del Azúmara. Este río, el Azúmara, es un afluente del Miño, ¿sabes? De la Olga a Sarceda, por travesío..., ¡no llega a dos leguas, diez o doce kilómetros! Esa propiedad vino a menos por las francachelas del morgado, un tal don Darío, el hermano mayor del Cubano..., ¡pero eso es otro tema!

Mas, para que no me sigas teniendo por soberbio, te he de confesar que esos Rancaño aún nos ganan en blasones, pues ellos proceden, o estuvieron emparentados, con ciertos Reyes de Castilla, con los que procedían de la Casa de Trastámara..., que les venía ese nombre por tener sus tierras, sus dominios, para allá del Támara, que ahora viene en los libros como Tambre, río Tambre... ¿Entiendes algo de esto…, o estoy hablando para las palmeras?

-¡Maldito cosa! Pero tú sigue, que yo también voy a Misa, y de los latines del cura sólo entiendo lo del Amén.

-¡Tienes razón, mujer, por esta vez la tienes, que para la Historia, y de la Historia, sólo vivimos los militares!

Felisa tenía la sed de un beduino con respecto al abolengo de su chico, aquel teniente de tan rotundos hablares, ¡aquel de los apellidos intrincados!, así que siguió exprimiendo, inquiriendo:

-¿Quién, quién es, o quién era, ese tal don Darío, ese de las francachelas?

-Pues...; ¡ni sé cómo decírtelo! ¿Leíste el Quijote?

No, no lo leyera, pero algo oyera al respecto:

-¡Claro que sí! ¿Ese señor no era el protagonista de una película en la que la chica de la taberna se enamora de un boxeador, uno que saltaba en la manta, un tal Sancho, y en eso vino un tío con una espada, en un caballo flaco, de esos de los gitanos...?

En este punto Orlando sí que fue incapaz de disimular, y gracias a una servilleta, que le ayudó a taparse la boca.

-¡Estamos bien contigo...! ¡No sé si será mejor decirle a mi madre que eres muda...! ¡En fin, Dios proveerá!

-No te enfades conmigo, amor, que si no se hablar, por lo menos sabré acariciarte, y te haré feliz…, así que, sigue con esa Olga, sigue con tu rollo, pues cuanto más sepa de vosotros coido que menos meteré la pata!

-¡Te lo acepto!  Pero en cuanto a nuestra Olga, de momento sólo te diré que para mí los mejores recuerdos están en las carballeiras, ya que por sus espesuras me tengo perdido, a veces, muchas, de niño..., ¡y esa emoción de encontrar los caminos, las salidas, es lo mejor de este mundo! ¡Fíjate cómo serán de grandes! Pero a fuerza de perderme, acabé conociéndolo todo, como la palma de mi mano, incluso donde tenían sus toberas los golpes, los zorros; y también los conejos...

Allí, en esas carballeiras, me entró la vocación militar, que me veía rodeado de moros, ¡cada carballo, cada roble, un moro!, y yo, con una aguijada, tal que si fuese una lanza, arremetía contra ellos, tan torpes de movimientos que ninguno fue capaz de herirme. ¡Algo así como el Cid Campeador!

Figúrate que largas son, eso, las carballeiras, que ese plantío llega hasta el lugar de Fontao, que está como a dos kilómetros por la estrada do Rioxoán. En el Fontao también hay un pazo, más bien reducido, que es otra propiedad de las de mi madre, pues los casorios de la nobleza siempre se hicieron con intención de arrimar, de acercar, de sumar propiedades...

-¡Lo que es conmigo…, te salió el tiro por la culata!

Orlando le dio un pellizco en las nalgas:

-¡Chata, estas, ahora, son tus propiedades, y aquí estoy para ponerles un marco...! ¡No hay arma sin culata, y una buena ama de cría también puede considerarse leira, una leira de trigo!

Ella se dejó querer, que si algo sabía hacer era facilitar el débito conyugal.

-Para ir rematando con el tema de esta conversación, sólo te voy a decir que mira si tendrá nombradía nuestro Pazo, el de la Olga, que en Lugo, en la capital, si preguntas por nosotros ya te dicen la carretera que debes coger, y donde tienes que apartar... Te doy palabra de llevarte en la próxima colonial, y en esa ocasión vas con el niño, con nuestro primer hijo, con el primogénito, ¡para enseñarle su heredad, su vínculo, su morgadía!

Ni sé para que entré en detalles, que esta pobretona nunca distinguirá un pazo de una choza…

-Orlandiño, nuestro bebé no tiene prisa en venir, que ya te dije que no me quedo a parir en un hospital militar, en ese de Sidi Ifni, y para venirme a las Palmas aquí no tengo confianza con nadie para que me cuiden mientras tú sigues mareando en la tropa, ¡que si “derecha”, que si “izquierda”...! Este niño será mejor traerle a un mundo de cristianos, quiero decir, en Madrid, o en Coruña..., ¡cuando te destinen, que aún somos jóvenes!

Ahora sé “manera”, como dicen los moros, que mi hermana me puso al corriente de eso del calendario, lo del Ogino, así que, cuando no sea, no es, o de ser, será con el profiláctico, como aquel día de los arganes…, que este tipejo siempre los llevaba en su bolsillo...; ¡pues que siga con su invento!

-Para esto del niño igual te mando a París, ¡que dicen que es la mejor de las fábricas! Es más, tenemos el caso del capitán Valerio, que estuvo en la Legión Francesa, y dice que todos los franceses son maricas... Nunca se me ocurriera pensar en eso, pero si tal es, ello explica muchas cosas, ¡entre ellas, el motivo por el que esas gabachas de la Zona rabian por nosotros, por los españoles!

-¡Calla, tarabelo de los nabos, mayormente de los de Lugo, que con eso de los niños no caben bromas, que es mucha responsabilidad de Dios traerlos al mundo.

Este bobo, o lo es, o me considera así. ¡Venga meter bromas de por medio, en todo, y yo sin saber gran cosa de cierto! Dicen que sólo los curas entienden a los hombres, pero, ¿con que cara le pregunto yo al páter de Tiradores?

-¿Tarabelo, yo?

-Sí, no me caben dudas; un tarambana, un cuentista, que sueñas con una gata, que no trajiste a tú madre para nuestra boda, que te vas de la habitación y no te acuerdas de volver; y que no piensas llevarme al dichoso pazo... Esto de nuestro casamiento me va pareciendo una inocentada..., ¡y menos mal que hubo testigos!

-¿Inocentada? Mujer, no digas necedades; y en eso de mi madre bien te llevo explicado que no quiere saber nada de aviones...

-¡No me líes, no me líes, que no hay madre en este mundo que no sea capaz de ponerse en peligro de muerte por un hijo! En Sidi Ifni me dijiste que le dieras la noticia algo tarde, y que engordó, y que no tenía ropa apropiada, ni le daba tiempo..., ¡y ahora me sales con el cuento del avión…! ¡Mira que antes cae un mentiroso que un cojo!

-Mujer, eso también, que me he atrevido a casarme pero no a decírselo. La verdad, toda la verdad, es que no he sido quien de escribirle…, porque se iba enfurruñar, porque ella, ella misma, ya me tenía otra chica de ojo, casi comprometida. ¡Cosas extrañas, algo así como el complejo de Edipo, que dicen que también lo tenía Franco! Son cosas propias de hidalgos, algo sutiles para una moza de la raya, para esta violadora de fronteras, una hembra acostumbrada a engañar a los carabineros, a guiñarles el ojo, como ofreciéndoles una mordida..., ¡pero más tarde! Con la señora de un pazo las trolas, los engaños, tienen más dificultad... ¡Y calla con eso, de una vez, que por favor te lo pido!

-¡Ay, luego…! En ese caso va estar enfadada conmigo; ¡de mal fario, y yo sin conocerla! ¡La hiciste buena, Orlandiño!

-¡Hice, mujer, hice! El colmo de la prestidigitación es lo que estoy haciendo contigo, que canté las cuarenta delante del páter, pero de trampa: ¡Un caballo con una sota! Bien lo decía mi madre por cualquiera de nuestros caseros: “El que lejos se va a casar, o tacha lleva, o la va buscar”.

Fue la única risotada de Felisa en toda la tarde:

-Mira tú por donde en eso estamos de acuerdo, que también la mía dice: “Cases bien, cases mal, casa con gente de tu igual”. Yo tendré que estirarme para dar la talla, y tú te rebajarás para que ambos cojamos en la misma cama, en el mismo hogar. ¿Vale?

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Mientras, en Sarceda:

 

Mientras Felisa y Orlando les daban reposo a sus meollos respectivos, -por cierto que bien escurridos con aquellas inquietudes, con aquellos incidentes de su casorio, una boda precipitada, inmadura, más bien de vehemencia erótica-, en las arenas rojas, tostadas a diario por el sol canario por mucho que estuviesen a las puertas del invierno, de la playa de las Canteras, o en la de las Alcaravaneras, por aquellos tiempos aún relajantes, poco extranjerizadas-, allá arriba en el mapa, concretamente en cierto punto de latitud Norte 43º 04´ 40´´, y de longitud Oeste 3º 39´ 40´´, séase, en el propio Pazo de Sarceda, ¡bucólica Galicia, por supuesto!, la heredera de los hermanos Rancaño, Darío, Domingos y Manuel, por este orden, maestra del Piornedo, en vacaciones de Navidad, no conseguía aquietar sus pensamientos ante aquella demora inusitada en recibir carta de su teniente... Cierto es que la radio nada decía, y los periódicos se jactaban de lo bien que iba España, amada por sus “hijas” americanas y respetada de las potencias occidentales... La propia USA, aquel coloso del dólar, de la mecánica y de la civilización, nos concedía Bases y nos loaba por nuestro, visceral, anticomunismo. En definitiva, que íbamos cabalgando, por el Imperio cara a Dios; ¡ahora, si!

¡Dios, esos moros del diablo, que tuyos no, no se estarán preparando, en ese Ifni, para lograr su independencia, su anexión a un Marruecos descolonizado, otro desastre bélico, por el estilo de aquel rifeño de 1921, ayer, aquello de Annual...!

 


… aquello de Annual…

 

Monte arriba, en la linde de las chousas, aquellas nieves del Monciro, que se estaban iniciando. Aunque sólo cuajaran en la cima, por la parte de las Lagunas, era lo suficiente para hacerle evocar, rememorar, que ya bajara de los Ancares con ciertos peligros, con algún que otro esvarón de la yegua del señor Clodio, y de él mismo también, aquel hombre, tan pequeño y tan grande, según como le midiesen, que le llevara la bestia del ramal a la maestrita... Buen vecino y buen padre, sí señor, ¡y eso que no tenía don! Se ofreciera para bajarla, temprano, él a pie, hasta la estrada de Navia, para que cogiese, en ella, aquellos coches de línea, “Empresa La Directa”.

De aquella casa, hijos de Clodio y de Elvira, le iban tres niños a la escuela, que en esa proporción le pagaban, olvidándose de que la escuela era Nacional, pública: Le pagaban cobrándole un mínimo por la posada, mimándola, tentando hacerle lo más llevadera posible aquella soledad de las cumbres ancareñas... Por su parte, doña Manuela, “doña Manolita”, que así le chamaban, correspondía a esas atenciones tratando de civilizarles aquellos lobeznos, a cual más montesino, pero esforzándose en compensarles a los otros, al resto de la matrícula, en plano de igualdad, que su conciencia estricta no le permitía discriminaciones pedagógicas. Le dolía que tales aldeas fuesen rehusadas por casi todas las maestras, y no sólo por las veteranas. Ella se sentía bien pagada con la viveza y con el afecto de aquel conjunto de chiquillos; traviesos y salvajes, sí, pero..., ¡tan buenos, tan inocentes! Su preocupación era dejarles adelantados, por si algún día se iba del país, que a saber cómo serían las segundas partes…, ¡tratándose del Piornedo!

Bajar con trabajos hasta el río Navia no era el parto de los Ancares, que peor le iba ser, después de Reyes, reptar cara arriba por semejantes trochas, que seguirían para entonces, por lo menos, igual de nevadas, igual de heladas. Acordó con Clodio la fecha y el lugar de recogida, para retornar antes de finalizar el punto, las vacaciones, que su escuelita se abriría a tiempo, ¡con o sin invernada!, que la hija de doña Placeres, de suyo tan sufrida, placeres injustos, ¡nunca!

En Sarceda, en la balconada del medio, en el ala Sur del pazo, pasaba la mitad de sus vacaciones, ojeando para su Monciro, aquel Mons Ciro de la invasión romana, que cuando tenía nieve en sus altos se le antojaba que era el cadáver de un guerrero, un romano gigantesco, el propio Ciro, cubierto con una paenula, con una capa de lino blanco, ¡acaso robada a los nativos de aquel castro de Sarceda! Era frecuente que sintiese, en los riñones, las cosquillas de aquella lumbrera tan grande, disconforme, de la chimenea principal, nunca descuidada por la señora Brígida, que a pesar de sus años conseguía nutrirla con abundantes cepos, roble o castaño, de tales dimensiones que mal le cabían debajo del brazo, pero ella los subía!

Aquella chimenea, paceña en definitiva, presidía el salón regio de la casona, que así le llamaron siempre a la estancia central, al salón de los pasos perdidos, incontables, sin que nadie osase tildar de demasía semejante adjetivo. En las fiestas le cambiaban de nombre, y los de la casa hablaban con sus invitados llamándole O Comedor grande, que así quedaba para los de casa, para los íntimos, parientes o criados, la adjetivación de regio. ¡Cuestión de hidalguía, para unos, y para otros, rescaldo de un abolengo trasnochado!

Don Darío avisó por el tubo de órdenes, un artefacto medieval, aún en uso, que bajaba directamente a las cocinas, que por tener, dos tenían: de una parte, la lareira, o lar, heredada, la del guindáis, con una gramallera de forja, digna de un museo; y en la otra, una bilbaína, enorme, instalada por Manuel, que para sí la quisiesen en la mayor de las fondas.

-¡A ver, Brígida, sube al Regio un cafetito caliente...; de puchero, por supuesto, que así lo quiere la señorita!

Dirigiéndose a la hija:

-¡Mujer, que descuidada saliste, que ni un mal café ordenas! Te compadezco, por allá arriba, en ese Piornedo, que si aquí tan mal te cuidas, al frente de una escuela, apaga el candil! Mira que tu madre es recogida, pero tu saliste una…, ¡una monja! Aquí arriba, siempre leyendo; o leyendo, o papando con los ojos esa nieve del Monciro... Y gracias a la chimenea, pero el día que te falte..., pobre de ti!

-Papá, cuando se vive bien, nos olvidamos de que hay otros, otras personas, en peores circunstancias... Por eso no le damos las gracias a Dios por nuestra situación privilegiada, un cierto privilegio, ¡acaso inmerecido! Casualmente, estoy leyendo estos versos de Rosalía... ¡Pobrecilla, que lo suyo sí que fue calvario, empezando por el Cura que la hizo! En los libros no se hace referencia de eso, pero ese hombre, ¡hombre en definitiva!, debió colgar los hábitos, y casarse con la madre de su hija, ¡como Dios manda!

-¡O haber sido un buen cura, un cura casto, como es el caso de tu tío!

A los pocos, que el servicio paciego siempre fue diligente, casi cuartelario, pues los amos tenían fáciles las substituciones!

-Traje para los dos, que a usted, don Darío, tampoco le vendrá mal calentar el cuerpo…, con estas humedades... Doña Manolita, ¿va querer aguardiente, una copita, unas gotas? ¡Mire que con este tiempo le sentaría bien…!

-Brígida, no, que bien sabes que lo tomo con leche..., ¡pero del de las teixas, que es el mejor!

Café en medio, el padre le refirió sus planes de futuro:

-Nenita, te lo voy a decir ahora, ahora que nos dejaron solos: Como ese Orlando no acaba de proponerte un casamiento inmediato..., ¡que a saber cómo andan esas cosas de África!, estuve pensando que, para hacer por la Patria, en esto de la enseñanza, con un curso allá arriba, en esos Ancares, llega y sobra. Mi hija no puede seguir por más tiempo en esas montañas, que te vas congelar; ¡de frío, pero también de soledad!

-Papá, lo de la “soledad” es relativo, que se atenúa entregándose al trabajo con pasión, cosa que, gracias a Dios, no me falta. Y más te voy a decir: una cierta soledad, un cierto aislamiento, es preciso para ser creativo, para incentivar la creatividad, por contradictorio que te parezca. Con toda franqueza, con la que debe tener un hijo respecto a sus padres: Una persona que se interesa por las cosas, por las cosas que le rodean, es una persona interesante; y cuanto más interés pones en la enseñanza, cuanto más necesitan de ti, de tu ejemplo, de tu perseverancia, de tus estímulos, lo paradigmático es que más aprende el propio docente, más se forma, más se completa y documenta. Mi experiencia rural me está llevando al descubrimiento, y bien lamentable por cierto que así fuese, de que la nobleza gallega, al ser absentista, y meramente rentista, recaudadora, no convivió con sus gentes, digamos que, con sus vasallos, y de este modo ni conocieron sus problemas, ni dieron un ejemplo activo, ni generaron estímulos de superación en su entorno… En definitiva, que un noble, con sólo hacer cuatro burradas, o cuatro servicios al Rey, o cuatro falsificaciones documentales, o simplemente con un montón de apropiaciones de terreno comunal, poco explotado o poco defendido, se montaron en sus corceles…, ¡y a vivir! Pues no, no señor, que lo único que consiguieron, para ellos y para nosotros sus descendientes, fue transmitirnos un modus vivendi vegetativo, parasitario, retardativo, ¡lo mismo en lo económico que en lo social!

Perdona, padre, pero te dije mi experiencia, lo que siento, y no se puede ser humilde despreocupándonos de los problemas sociales, elevándonos a las nubes del orgullo y del parasitismo. ¿No lo crees así?

El padre tardó en contestarle, en seguir la conversación, pues aquellos conceptos de su hija le resultaban difícilmente digeribles.   

-Mujer, está bien eso de la humildad, pero tampoco es cosa de desmerecer..., ¡pues dirán que tienes un mal expediente ya que sigues allá arriba! Mira lo que voy hacer: Cuando pasen estas fiestas de Navidad llevaré a Lugo los galanos de la matanza, cosa que siempre hago, y entonces me veré con las autoridades competentes...; ¡ya sabes! Sólo tengo que decirlo ahí arriba, bastante arriba, que bien sé onde, y a quien, y cuando... ¡Ya verás qué pronto dan tu orden de traslado! ¡A mi niña la mezo y la remezo yo, tal y como te hacía cuando estabas en tu cunita, mientras tu madre se iba para hacer escuela…!

-Papá, no me tengas por desagradecida, pero me llega con tu intención, que lo nuestro, si Dios quiere, pronto llegará al altar, y no deseo distorsiones para esos niños del Piornedo, que de algún modo también son míos, obra mía, responsabilidad mía.

-¡Igual, igualito que tu madre! Y mira que le digo: Placeres, ahora que nos va bien con el ganado, con el ganado y con todo, que mi hermano Manuel hace milagros, tanto con las reses como con las fincas, debes pedir una excedencia; ¡descansar un poco! Esta manía del trabajo, del trabajo y del deber, esa esclavitud..., ¡pero ella no acaba de entender que ya no es hija de caseros, que sólo lo fue por las circunstancias de su nacimiento!

-¿Sigues con tu obsesión de irnos para Lugo, y soltarle las riendas al tío Manuel, cosa que ya casi haces ahora?

El padre afirmó con la cabeza. Bien sabía que aquello, aquella trashumancia, propia y habitual de la nobleza gallega, pazo-ciudad-pazo..., le gustaba más a él que a sus mujeres, dos apasionadas por la enseñanza rural, por las bellezas naturales, por los goces del campo...; y acaso temerosas, dados los antecedentes, de que aquel hidalgo, aquel “pagano”, se acogiese demasiado a la barra de las cafeterías urbanas.

-Sí, es verdad; y conste que lo hago por vuestro bien. ¡Por el vuestro, que para mí ya se acabaron las juergas etílicas! ¡Prometido! Tú tendrás escuela de diezmilista...; y tu madre nos dedicará más tiempo, pues a mi edad luego precisaré de sus cuidados. Tienes que pensarlo, currusquiña, incluso por previsión, por si te falla ese teniente, que de tanto andar por el mundo... El mundo hace cambiar a las personas, que ahí tienes el caso de tu tío Manuel, que de niño ni miraba para las chicas; ¡por timidez, supongo!

Pero la hija, con sus creencias hondas, arraigadas, asumidas, indeclinables.

-Del tío Manuel no me hables, que sus desvíos, o desvaríos, según prefieras llamarles, acaso le viniesen de la farándula cubana, pero, un militar...? ¡Un militar íntegro es un tío serio! Míralos cuando salen retratados en los periódicos, que luego se parecen al dios Marte…

-No te enfades, mujer, que te lo digo únicamente para precaverte, ¡que la gente cambia! En Lugo tendrás ocasiones, alternancias..., ¡mismo entre los hijos de esas autoridades con las que me trato! Y luego que por aquí, en el rural, fuera de ese Neira, lo que es hidalgos de tu conveniencia..., ¡ni de legua en legua! Yo he vivido, aunque enchufado, aquello de la guerra de España...; ¡en Sanidad, de Coruña, ya sabes…! Pero les he visto llegar al Hospital con más llagas que heridas; en sus partes, quiero decir. El mundo está plagado de busconas, que siempre hubo heteras, desde Grecia, ¡y máxime detrás de los oficiales! También los había, ¡ya entonces!, de esos que tienen una novia en cada puerto, en cada villa, en cada ciudad o guarnición por la que pasaban... Con los tiempos que corren no es cosa de jugar al todo o nada, que te lo digo por tu bien, para que estés en guardia, lo que no quiere decir que dejes de quererle, de quererle y de preferirle, que esa fue, esa es, nuestra esperanza, la mayor de todas; ¡la de su madre, doña Marisa, pero también la nuestra! Por lo que le oigo decir a Manuel, que es el que más mundo recorrió, ¡en las mujeres de hoy en día no hay término medio, o santas o putas! Desconfiar, no, pero dormir con un ojo abierto, si...., ¡aunque sólo sea por la competencia!

-Papá, tú, que tanto te fías de las autoridades, ¿vas a desconfiar de nuestro teniente, de nuestro Orlando, criado casi a medio tiempo en tu propia casa?

-Mujer, será luego una deformación mía, que me viene de aquello que se veía en el hospital, pero siempre se dijo que es mejor prevenir que curar!

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Aquellos días de las vacaciones de Navidad iban transcurriendo sin pena ni gloria, alternando, o más bien simultaneando, las lecturas del salón con las calorías de la chimenea, de los chicharrones, de las filloas de sangre... El invierno siempre fue comedido con las vegas del Azúmara, salvo acaso alguna que otra noche de heladas, pero eso ocurría más bien por enero arriba. La inclemencia fue otra, ya que, aunque con cierta morosidad, tanto por parte de Orlando como de Correos, su misiva entró en Sarceda de manos del tío Manuel, que siempre le daban el correo en propia mano cuando iba a la taberna de Celestino, cartero y barman, acontecimiento casi cotidiano desde que muriera el Cuco, y su hija, Victoria, se sintiera derrotada por las impertinencias de aquellos zánganos que pretendían miel con las filloas; después del vasete..., ¡eso querían, eso que rima! Cerró la taberna para dedicarse, mayormente, a cuidar la huerta del cura, que su tía Josefa se quejaba de los riñones, y bastante hacía con rezar el rosario, antes de Misa y después de ella, para los tardones, novena incluida.

Manolita saltó de gozo:

-¿Ves, papaíto? ¡Tardó, pero llegó...!

La leyó y…, ¡calló! Después se fue para su dormitorio; pero no solamente eso, sino que cerró por dentro, cosa inhabitual en ella! En vista de que tardaba, su padre, el más suspicaz de todos, la llamó con los nudillos:

-Manolita, baja para cenar..., que hoy comemos en la bilbaína..., por cuestión del frío! ¿Te pasa algo...? ¿A ver currusquiña, que te dice..., después de tanto esperarla? ¿Por qué callas...? Calladita, y tan blanca...; ¡niña, me das miedo, que nunca así te he visto!

Antes de compartir su disgusto prefería digerirlo, sopesarlo, y de serle posible, mitigarlo. Lo suyo era compartir las alegrías, reclamando las penas para su propia intimidad; irradiar felicidad, si tal le era posible, pero, de no serle, tirar de las lágrimas para dentro.

-No, papá, nada de particular; es que me dice que..., ¡que anda de maniobras!

-¡Ah! En ese caso no te preocupes, que eso es como un juego para los militares, para los profesionales, y máxime ahora, que tienen sus jeeps; peor les fue cando tenían que ir a caballo, que no había mullido que les llegase..., para sus culeras. Por aquí, por Sarceda, han venido…, ¡y desde ese San Cibrao de junto a Lugo, que es donde tienen el campo de tiro! Nuestra obligación con ellos, tropa incluida, nos venía de las Ordenanzas de Carlos IV, que exigían darles, “agua, sal, vinagre, y asiento a la lumbre”. En Coruña contaban de un capitán de Caballería que se le escocían sus partes de tanto cabalgar, hasta que dio con el remedio apropiado: ponerse filetes crudos en los calzoncillos...; ¡por dentro, claro! Y lo que es en África siempre anduvieron así, mareando la tropa con esas maniobras...; ¡como aquello debe ser de lo más aburrido, supongo que lo hacen para distraerles, para evitarles malos pensamientos!

La chica se debatía entre sincerarse o tragar su propia bilis:

-Papá, hay maniobras de muchas clases, pero mejor lo dejamos así, que tanto tú como yo misma de los africanistas sabemos poco, muy poco, quizás aún menos de lo que pensamos!

Pero el viejo no las pescaba, ¡ni en el río Azúmara, que siempre les llevaron las truchas enganchadas en un gajo de salgueiro, de salix alba!

-¡Si se dejasen de tanto hacer por los moros...! Bien se lo dije yo, aquel día, al Gobernador, cuando me regatearon los cuartos para arreglar la pista que sube al Castelo: ¡Señor Gobernador, pulse firme, pulse en el botón apropiado, usted mismo, en persona, que eses funcionarios suyos, eses de los informes técnicos, le son como los moros, que allá en Asturias, por lo que cuentan, cando les mandaban subir a las cotas, todos, a hecho, bajaban los calzones, aquellos de la culera..., y tardaban un día en subirlos! Mandar moros, y máxime si están mixturados con los cristianos...,  ¡no se lo deseo al peor de mis enemigos!

La hija no estaba para anécdotas, pero tampoco quiso desairarle:

-Papá, ¿en qué se demoraban, en subirse los calzones, o en..., en reptar, monte arriba, con lo agreste que es Asturias, y con nuestros dinamiteros, con los gallegos, en la cumbre? ¡Cambia de disco, que de contarlo tantas veces, ya pierde su sal!

Antes de bajar para reunirse con resto de la familia aún tuvieron otro parlamento:

-Ahora que estamos solos, y volviendo a lo que te dije antes: Me tienes que ayudar a convencer a tu madre en lo de irnos para Lugo… Ella no quiere pedir la excedencia..., pero tú puedes convencerla!

-¿Sabes que te digo al respecto, papá? ¡Que sí, que medio estoy cambiando de opinión, que también le propondré a mamá que nos mudemos para Lugo, pero..., con traslado, sólo así; ahora, el de ella, y más adelante, con respecto al mío, Dios dirá! Ya sabes que no atura las holganzas...; ¡ella no te viene de casta de hidalgos, de hidalgos perezosos, como es tu caso…! ¿Aceptas esto; lo aceptas, mi Señor de la Casa Grande? Igual tienes razón, papá: ¡o eso, o un convento! Está visto que a los hombres sólo los conocen los otros, ¡otros hombres!

El padre, que tenía más ganas de hablar con su hija que de cenar filloas, se sentó en la cama, engarzándose en aquel parrafeo:

-Filliña, siempre tuve para mí que razonas perfectamente, ¡insuperable! Lo peor será quien les haga la comida a los tíos, si los dejamos solos...

-No te sé..., pero eso tiene arreglo: ¡que se quede Brígida con ellos, que en un piso de la ciudad nos arreglamos con una mandadera! ¿No te lo parece?

Se lo preguntó por preguntar, sin esperanzas de obtener una respuesta afirmativa.

Es difícil convencer a los hidalgos tradicionales, como es el caso de mi padre, que esto de los servidores, aquello de los domésticos, ¡de los domésticos domesticados!, tienen que, y deben hacerlo, convertirse en profesionales asalariados, por horas, tendiendo a minimizarse, y no precisamente por degradación de una casta social, de la nuestra, sino, y más bien, por elevación de la suya…

-Mujer, visto así... Con el tío “Deogracias” no habrá peligro, que es un hombre célibe, de Iglesia, pero lo que es Manuel..., dados sus antecedentes...!  Esta Brígida puede casar con él, que por veces se ojean de lado, a hurtadillas, que bien me percato de ello, y si no estamos nosotros de por medio, a diario, ¡igual la hace heredera!

-Papá, eso no sería censurable; y también está la circunstancia de la edad, que Brígida ya pasó de la fértil, que bien lo veo cuando hace la colada.

-Mujer, como censurable…, no, que yo seré bruto, pero lo que es a tanto...! Lo que también peligra son nuestras rentas para vivir en Lugo; ya ves que tío Manuel ordena, manda y administra..., ¡todo, que ni que fuese el propio morgado!

Le reconvino:

-¿Ya olvidaste la deudas que te pagó…? Además, yo no veo problema económico, ninguno, que tienes la paga de mamá, ¡y algo que me sobre a mi…! Suma de sumandos, por modestos que sean, da otra suma…! En todo caso, ten presente que esa idea de irnos para la capital fue tuya; ¡es tuya, primordialmente tuya!

-Si, mujer, y me mantengo en lo dicho. Con la cabeza razono que ese es nuestro sitio, nuestro destino, lo más apropiado para ti, e incluso para tu madre, pero, haciéndole caso al corazón, para un hidalgo como yo, con unas tradiciones palaciegas, esto de vivir de la tierra, con raíces más hondas y más antiguas que las de mis árboles, ¡es mucha atadura de Dios! Mira, hija, por mucho que nos acorralasen esos burgueses del estraperlo, esos potentados que salieron aún más ricos de lo que eran por su aprovechamiento de la Guerra, que lo dijo, y lo reconoció, el propio Franco, precisamente aquí en Lugo..., ¡un hidalgo tiene su placenta en el pazo de sus antepasados!

La hija le reconvino, nuevamente, cariñosamente:

-Papá guapo, no te contradigas, que tu no pensabas así anteriormente, en aquellos tiempos en los que enajenabas nuestras tierras...; ¡en definitiva, nuestro hogar!

Pero se arrepintió al momento, que aquellas recriminaciones sólo se le pudieron escapar dada la tensión nerviosa producida por la carta de su..., ¿de  su, qué?

¡Ahora me pasé! No tengo derecho para censurar a mis progenitores, pues a mi nada me faltó, nunca, que acaso he recibido más, mucho más, de lo que me correspondía al decaer nuestras rentas, al extinguirse la cobranza de aquellos foros, los quintos de aquellas searas, aquellas vacas en cabana, aquellos caseros que se metieron a guardias huyendo del terrón, y del amo…, y mi padre, este buenazo, haciendo regalos y viajes para facilitarles empleos y destinos a los hijos de una gente que pugnaba por librarse de nosotros mismos, de nuestra dependencia. Me vistió de alta costura, me pagó pasantías…; estuve parando en Lugo, en el Paramés, codo con codo con alguno de mis propios profesores, tal que don Antonio Fraguas... ¡Todo a lo grande, por encima del ambiente estudiantil en aquellos tiempos miserables, lejos del común, e incluso de lo prudente en esta provincia de rentas bajas, labriegos en su inmensa mayoría!

Darío no se enfadó, que no sabía, ni sabía ni podía hacerlo, y con su “currusquiña”, menos aún.

-Tienes razón, mujer, que debo entonar el mea culpa. Reconozco, ¡claro que sí!, que hice con tu patrimonio, con la mitad de tu heredad, igual que aquel que devoraba a los hijos... ¿Quién era?

-¡Saturno, papá! Pero tú no devoraste nada; si acaso fuiste manirroto, pero eso es, eso era, que siempre lo fue, tradicional de las grandes fortunas renteras, hidalgas en definitiva..., ¡un título que cayó en desuso, que ya nadie nos llama así, hidalgos, fuera de estos cuatro labriegos do nuestro entorno!

-Entonces serán tragedias nuestras, -reconoció-, que piden un relevo generacional, que abogan por una actividad productiva, tal que vosotras, las maestras! ¡Y mira tú por dónde tu madre va estar más arriba que yo en esto de las clases sociales, en los tiempos que corren! Tuviste que venir, tú, mi propia hija, para demostrarme que soy un ángel, o un dios, pero, ¡caído!

-¡Papá, despierta, que ya no hay dioses, ni caídos ni alzados! Ahora, por el mundo adelante, sólo quedan, sólo hay, diosecitos; con más o con menos billetes, pero..., ¡pequeños dioses! ¡El caso es que no sé por qué pones esa cara de sorpresa, cuando la mitad de tus amigos pueden entrar en la categoría de los flatulentos!

En esto avisaron para cenar; y Manolita, con la cena, se tragó sus propias lágrimas, las primeras de su juventud.

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A los pocos días, en Coruña:

-...

-¡Mamá, querida mamá, aquí tienes una hija, que te la he conseguido en África, con las bendiciones de un páter, de un Capellán...! Ya sabes que también es gallega, de cerca de Verín…

Doña Marisa estaba a punto de morder, que si no hubiese gente en aquel salón del Hotel Riazor, sólo Dios sabe lo que pasaría. Por algo el pillastre de su hijo telefoneó desde la estación de la Renfe, indicándole que los esperase abajo, en el salón que da a la playa, que ellos se iban a una habitación dos pisos más arriba.

-¡Ya lo sé, hijo, ya; y menos mal que lo es, que tú eras capaz de traerte una mora..., si te fallaba esta!

La aludida, hecha un haz de suspicacias, percibiendo que aquel recibimiento no era el apropiado para la mujer de un hijo único, tan querido de su madre como Orlando afirmaba:

-Pues, no, no señora; no le soy mora, y de morena..., ¡ya ve, más bien parda, pero no pardilla! También tenía ganas de conocerla, y a pesar del frío que hace aquí, a tal momento..., espero que seamos buenas amigas!

La hidalga, obsesionada con sus propias cavilaciones, no captó aquellas indirectas tan directas.

-No, mujer, aquí no, que tienen radiadores por todas partes, pero en todo caso, ahora que os suben el equipaje, nos iremos a una de las habitaciones, a la vuestra o a la mía. Comprendo que tengas esa sensación viniendo de un clima tan cálido...

-Señora, lo del clima se resuelve con la ropa..., pero lo que no tiene remedio es mi procedencia, ya que vengo de una choupana fronteriza, ¡como quien dice, de ninguna parte! Pero, si no le doy la talla..., ¡en lo de alta, que en lo de gordita, ya ve!, como trajimos reservas de Iberia, yo me vuelvo por donde vine, que ahora ya sé el camino.

Mora no le soy, señora marquesa, o condesa, o lo que sea..., pero la verdad es que estoy negra por verme recibida con esa cara de vinagre, que incluso se me representa una de aquellas matronas que tienen en las aduanas para registrar a las mujeres…

-Rapaza, no me interpretes mal, que este gandul ya es mayor de edad, y ante eso, ¡nada! Entonces, que seas bien venida, vengas de donde vengas, que por la Iglesia pasaste..., ¡o eso tengo entendido!, así que, si Dios y el teniente te dieron un pase para entrar en mi familia, yo..., ¡yo a rezar, para que cuaje este cuajo tan desigual! Tú de quien tienes que ser buena amiga es de mi hijo, de tu hombre, que para mí no te preciso, que las amigas las tengo todo por aquí, mayormente en Lugo. Lo que sí es cierto, hablando de amigas, -y con eso dicho, clavó los ojos en su hijo, en actitud enfurecida-, digo, que alguna se me va a perder, desde ahora mismo, pues hay tiros que rebotan, y otros que salen por la culata, como debiera saber este oficial...

Aquella hidalga era otra rumiante de sus propios pensamientos, que las personas, fuera el alma, algo de animales tenemos, ¡tenemos y conservamos, sin que apenas influya en eso nuestro grado de culturización!

¡Dios, que vaca...! ¿Que vería mi hijo en este vaquito de la frontera, todo ubre...; y menos mal si no le mete los cuernos, pues, o mucho me equivoco o es una tirada para adelante? ¡Mira que amenazarme con volverse por donde vino...!

El hijo, que captó perfectamente aquellos mensajes siniestros, recíprocos, sin necesidad de telepatía:

-¡Mamá, no desbarres, que por pasar con nosotros, aquí, en Coruña, dos o tres semanas, no vas a perder tus amigas! Y deja esos hablares crípticos para cuando hagamos jeroglíficos, que tú y yo los haremos a solas, junto con los crucigramas del periódico...; ¿me entiendes…?

¡Ya me lo temía, ya! Es bien cierto que de la abundancia del corazón habla la lengua, y más que la lengua, los ojos, que esta madre si no alude aquí, aquí y ahora, en el mismo instante de nuestra llegada, a su inseparable doña Placeres, y con ella, a su Manolita..., ¡igual revienta!

Felisa, en aquel triángulo de fuego, en aquel juego de dimes y diretes, a cada instante más desconcertada y nerviosa:

-Señora, con todos mis respetos, hágame el favor, sea en gallego o en castellano, pero dígalo claro, que no le entiendo nada...; ¡de eso, de eso de perder las amigas por culpa nuestra! Su hijo me tiene dicho que a usted le encanta pasear por aquí, por Coruña; y que los dueños de este hotel son vecinos, o amigos, suyos, que por eso lo escogió Orlando... En fin, que suena a desagrado eso de que echará en falta a sus amigas..., ¡y total por cuatro días que va pasar con un hijo que lleva años enteros por el mundo adelante, primero en Santiago, después lo de Zaragoza, y luego su destino en África! Mire, ¿sabe lo que pienso? ¡Que los únicos hijos que no salen del delantal de su madre son los disminuidos, y para eso mejor es que Dios los tenga en el Limbo de los niños!

Aquella hidalga, tradicionalista y mandona, que vio a la chica tan nerviosa y tan preocupada, rotunda incluso, tuvo un gesto de señora, y se situó en un plano condescendiente, pero con ribetes de perdonavidas, que la magnanimidad absoluta no era su fuerte:

-Rapaza, dejémoslo así, que si estás tan enamorada como parece, eso ya es algo; y luego que tú no tienes la culpa de mis achaques...; ¡mayormente, digo!

Orlando, que dio por firmado el armisticio, las dejó solas, y allá que se fue con el mozo de las maletas, que ya llevaba un tiempo aguardando discretamente, en conserjería. Subió al dormitorio, lo comprobó, recogió las llaves, y bajó como un rayo, temeroso de encontrarse con una nueva trifulca, ¡si les reventaban las ollas! Las encontró sentadas en dos sofás, en ángulo, ojeándose recíprocamente como si fuesen dos gallos que midiesen las fuerzas respectivas. Al acercarse, su madre bajó los ojos, tal que rezando, pero sus preces, en aquel tiempo y ocasión, más bien fueron exorcismos:

¡Culpa la tienes, toda; o más bien, ambos! ¡Maldita sea la hora en que lo autoricé para irse a Zaragoza, con lo bien que nos vendría tener un abogado...! Estoy por preguntarle qué le daría esta mujerona a mi niño para que olvidase, así, de súbito, a nuestra Manolita, en sólo dos años de África, cuando tantas veces me tiene dicho que se casaría con la hija de doña Placeres, en la primera colonial…; ¡precisamente en esta!

¿Será por eso que dicen siroco, o simún, del desierto, que igual enloquece a los hombres, sea en la Legión o fuera de ella? ¡Pero, si estuviese loco, si loquease, lo tendrían en observación, a tratamiento...! ¿O no?

También me hablaron de esas intrigas que montan las mujeres de los militares para colocar a sus hermanas…; eso que dicen, o llaman..., ¡Operación cuñada!

¡Ay, Dios, si pudiese hablar con los jefes de mi Orlandiño, si llegasen allá los hilos del teléfono..., o si me atreviese a subir al avión…!

¿Tío “Deogracias”? ¡Claro; como no se me ocurriría antes! Le tengo que encargar que se dirija, de parte mía, al capellán de esos Tiradores..., ¡que esta locura de mi niño alguna explicación tendrá! Mientras, ¡que Dios nos asista con esta moza de taberna, con esta especie de Maritornes!

-Mamá, ¿cómo estás tan calladita, y sin embargo, bisbiseando, dándoles a los labios, como si hablases sola, para tus adentros? ¿Estás bien; si, de veras? Entonces podemos darnos una vuelta por aquí cerca, por la plaza de Pontevedra, o por el paseo del Orzán…, para escuchar la mar..., que esta no es brava, no tiene siete olas, como ocurre con la de Ifni! Así conversas con Felisa, ¡que si lo hacéis amablemente igual os entendéis! Después de eso, podemos cenar en las rúas de los vinos, tal que en la Estrella, en la Galera..., ¡donde quieras, que ahora tengo ingresos propios, y con eso, invito!

Pero la vieja no estaba por amabilidades sostenidas, prolongadas, así que objetó:

-Podéis ir a donde queráis, que yo me quedo aquí, en el hotel, que tengo que rezar mi rosario, ¡y el de hoy será completo, quince misterios! Vosotros, a las centollas, que bien te gustaban en vida de tu padre..., que en gloria esté! Siempre se arrepentía al verte engullirlas: “¡La hice buena, que este hijo acabará con la especie!”.

Le dio un beso en la frente, como para asentarle los buenos recuerdos:

-Mamá, en este caso, lo que tú quieras, pero eso de cenar centollas...? Hoy, no, eso no, que las estropea el vinagre..., ¡de tanto que nos echaste! Mejor, mañana, contigo, al mediodía...; ¡pero no nos pongas morriñosos en la mesa, que tenemos que volver para África!

¿Vinagre? ¡No había forma de cortarlo, que aquella mujer cuanto más hablaba más destilaba!

-¡Ay, hijo, y gracias a Dios que tengo memoria, y no como otros que yo me sé! ¡No es persona aquel que olvida sus compañías, particularmente las gratas...!

Orlando, visiblemente irritado por aquel diluvio de indirectas, redundantes, de su madre, se puso enérgico, seco, cortante, más aún que si estuviese desbravando quintos en Ifni, en su Campamento, en el Ronson:

-¡Mamá, vete parando con eso de la vinagrera, que esta Felisa, que ya es hija tuya…, adoptiva, conmigo de intermediario, irremisiblemente hija política, que también se dice, te va a tener por una vieja gruñona, y pienso que con eso pierdes…! ¡Puedes llegar a perder dos, dos hijos, simultáneamente! ¿Lo entendiste? ¡Claro que me entendiste, con lo lista que eres!

Lo que está pasando es que mi madre tiene a nuestra Manolita en el ápice de su lengua, y con eso me abochornará, a diario, delante de esta Felisona tan susceptible... Así que, Orlando, corta, que de puesta a disparar, tu madre..., una metralleta!

Pero la señora del Pazo también quería a su hijo, y sufría de tener que hacerle sufrir con aquellas reconvenciones que juzgaba tan..., merecidas!

Callaré, hijo, callaré; ¡de boca, que lo que es de pensamiento...! Los pensamientos vuelan, salen del alma, de cada alma, de todas, y gritan, claman de suyo..., ¡aunque los condenemos al silencio! ¿Que si chillan...? ¡Tanto, tantísimo, que si pusiese tu alma en relación con la mía, entonces entenderías, oirías, sin necesidad de abrir la boca, ninguno de los dos..., por mucho que tengamos un estrecho, un mar, que nos separe!

Esperaban que se cortase la querella al darse un abrazo, un ¡Hasta luego!, pero aún le quedaban estas palabras, ya insalivadas, envenenadas:

-Cría hijos como este, con todo mi corazón, con todas las ilusiones de este mundo, ¿y después...? ¡Después te paga con amarguras! Dios haga que los tuyos no te lo paguen de igual manera, que yo, lo que es maldiciones, no, no las digo, por más que las merezcas..., ¡por lo menos, a tal momento!

No hubo más coloquio por aquella tarde, que los tres, cada uno por su parte, y de un modo antagónico, rabiaban por la separación física, y estaban dispuestos a salir volando, a huir de aquel salón tan confortable..., ¡y tan incómodo para todos ellos! Así lo entendió, también, la pobre Felisa, pues, nada más bajar los cuatro peldaños que dan a la acera del Paseo de la Playa, se le escapó un suspiro de alivio:

-¡Uih! ¡Handu-li-lah! ¡Qué bien se respira aquí..., aquí fuera!

-¿Aquí fuera...? ¿Es que te sofocabas, ahí, dentro?

-Si, terriblemente; ¡como nunca!

Pero Orlando lo entendió a su manera:

-¿Non irás a decirme que son avisos de..., de eso..., de que piensas echar tripa?

-¿Aún lo dudas? ¡Ahí dentro le pedí al diablo una escoba, una staba...!

-¡Tu estar chivani, más chiva y más loca que aquellas viejas del Zoco viejo! ¿Te quieres quedar en este hotel..., de limpiadora? ¡Por mi...!

-¡No te hacía tan parvo! Te lo voy a decir, si prometes entenderme: Allí, en la raya, cuando nos veíamos acorraladas, descubiertas, le pedíamos al diablo una escoba..., ¡para huir volando, como hacen las brujas! Se decía que alguna tuviera esa suerte, que las socorrió Satanás...

-¿A cambio de qué...?

-¿De qué iba ser, de darle su virgo...? ¡Toma! Por eso no me socorrió a mí, hoy, que ya no tengo...., ¡eso!

Orlando rompió a reír, tan destensado, tan ciego, que a poco le coge un auto. Y no era para menos, pues ambos huían del hotel, con más nervios que ojos.

Llegados a la Coraza, se apoyaron en su balaustre de hormigón, y se dedicaron a contar las olas, mentalmente, costumbre que ya practicaran en la barandilla de Sidi Ifni, que para otras ansias o ideas no estaban, ¡ninguno de los dos!

Más tarde, ya en la alcoba, les acometieron, nuevamente, aquellas desazones mentales:

-Mal empezamos, Orlandiño, pues, aunque no le he entendido gran cosa, la lumbre de sus ojos me dice que nunca me entenderé con esa mujer, ¡por madre tuya que sea! ¡Persona a la que yo no pueda sostener su mirada...!

Intentó tranquilizarla con un arrumaco, pellizcándola en las nalgas:

-¡Anda, que igual te las derrite..., y no te vendría mal! –Pero después se puso serio, imperativo:

-No le hagas caso, Felisiña; háblale poco, pero no pienses mal de ella, que todas las madres son buenas, cada una según su estilo. ¡Gruñonas, algunas, pero buenas, todas! ¿La tuya, no?

-La mía me quiere como la que más..., ¡y no por eso gruñe, ni en gallego ni en portugués!

El insistió, conciliador:

-Pues de la mía te digo que, si no me quisiese, no se molestaría en reñirme. ¡Es tan señora que sólo roña por las cosas importantes; si lo sabré yo!

-¡Será, hombre, será; será eso; y menos mal que no tengo que vivir con ella, que en ese caso iba echar en falta a la portuguesa...!

-¿Que portuguesa; quien...?

-¡Es que le llamamos así a la mía, a mi madre, nuestra Inês...; cariñosamente, por supuesto!

Al día siguiente doña Marisa almorzó en su dormitorio, y después de eso, de vestida, abajo, ya en el saloncito de recepción, estuvo conversando animadamente con sus amigos, con aquellos matrimonios dueños del hotel. Vio a su hijo y a su nuera, que estaban cerca, pero no se dignó acercarse a ellos, cosa que le agradeció Felisa, de todo corazón. Orlando sí que se aproximó para besarla, a la vez que saludaba a los viejos amigos de sus padres.

-¿Así que te destinaron a Ifni…? Pues mira que hacía calor allí en México, pero dicen que eso del África Occidental no tiene comparación... ¡Como sigas por allá, tendrás que venir siempre con tu madre para que podamos reconocerte! –Se lo dijo afablemente el señor Mazoy, que era el más hablador en aquella sociedad.

Orlando le hizo signos discretos a su mujer para que se acercase, pero ella o no le entendió o no quiso darse por aludida. A los pocos, metió un inciso en tan grata conversación con aquellos amigos de su madre para preguntarle si pensaba salir con ellos a la calle, para comer fuera, pero la gran dama le dijo abiertamente que mejor que en la calle se sentía con los viejos amigos, por cierto que no tan viejos, oriundos de dos aldeas próximas al pazo de la Olga. El caso fue que, por estas circunstancias, la nuera no fue presentada, pero si captaron quien era, y qué talla tenía, visiblemente inferior, socialmente, a la suegra.

La hidalga con ellos no fue, pero les mandó su sombra, su imagen, que seguía eclipsando aquella alegría que la novia esperaba, y por supuesto, deseaba, para su luna, para su viaje al terruño, con más miel que amarguras. Llegados a la zona etílica, “Los vinos”, que era como todo dios nombraba aquellas rúas tan acogedoras y tentadoras, bien abastecidas de marisco, los de algunas especies aún vivos e coleando en aquellas vitrinas de cristal, Felisa maximizó sus ojos, de natural grandes, extasiada tanto por aquella variedad como por la cantidad de expositores. Lo malo del caso fue que también se fijó en las cartas respectivas, y dio en persignarse por culpa de los precios, ¡ninguno con decimales!

-¿Oyes, cómo es que hay tantos hidalgos todo por aquí? ¡Esto no sirve para cualquiera!

La reprendió, claro:

-Felisona, que estás llamando la atención, y van pensar que acabas de salir de la cárcel, o de la selva…, ya que nunca tal cosa viste! ¡Compórtate!

Pero ella rezongó:

-Es mejor comer en otra parte, ¡siquiera sea para no ofender a los pobres!

-Además de hidalga..., ¡de hidalga consorte...!, tú eres la mujer, la esposa, de un oficial que cobra un plus de residencia del ciento cincuenta por ciento...! Y si no estás conforme, vete de monja, que para eso sí que autorizan las anulaciones matrimoniales…, con lo que me haces un favor!

Accedió, entraron y se sentaron.

-¿Felisiña, dos centollas para ti, así, de entrada...? ¡Digo, para endulzarte la vida!

Buena la hizo:

-¿Pedimos vinagre, maldito aguafiestas? ¡Todos los perifolleros andáis de corbata, pero debajo de la seda tenéis un pecho vacío, sin corazón!

El caballero se quedó de una pieza, que incluso le hizo gestos al camarero para que volviese más tarde, acaso después de la tormenta.

-¿Que pasa ahora; quieres una escoba?

-¿Que va pasar? ¡Que todos sois iguales, todos los de tu colchón…! ¡Yo no, que me he criado en un jergón…, de hojas de maíz!

-¿Otra vez de morros...? ¿Por qué?

-¡Hombre, no es para menos: con lo agria que me recibió, ayer, y hoy qui-li-quá, que ni quiso acompañarnos…! Y después de eso, que tú mismo tenías que estar llorando de pena, entras aquí, a lo grande, ¡como si vinieses de ganar una batalla! ¡El que os entienda, que os compre!

Estos señoritos algo se traen entre manos, pero conmigo no se aclaran. Voy armarles una rabieta, de las gordas, para ver si discutiendo... Allá, en la frontera, cuando había que pasar algo importante, las mulleres daban en formar lea, alboroto, y entonces los guardias sólo atendían a hacer las paces... Pues aquí, ídem de lienzo; ¡lo malo es que estoy sola, para meter bulla!

-Monada, tú ves visiones. Mira, otra cosa: aquí en Coruña las joyerías tienen renombre, de siempre, tanto o más que las de Tánger,  así que, por la tarde, para que vayas callando, te mercaré algo valioso..., ¡que así verás perlas, brillos, en lugar de sombras!

¿Visiones, ésta? No las ve, no, que por dentro, pero muy adentro, es más lista que el hambre; tengo que encandilarla, ahumarla, para que se acompleje con nosotros, ante nosotros, en particular con mi madre, que entonces…, ¡entonces poco cirio van encender, que yo me encargo de apagárselo!

-¿Esas tenemos? ¡No, no son figuraciones mías! ¿Y luego, ese guiso de indirectas de tu madre, qué? ¡No tengo títulos, ni de estudios ni de los otros, pero lo que es parva...! ¿Parva, esta hija de la portuguesa...?

-¡Venga, rapaza, cierra esa boquita de caramelo, que te pones fea cuando reviras tus labios! Ya verás qué centollas nos papamos, y después de las centollas, de esto que tienen en la carta, lo que quieras! ¿Camarero...?

Pasadas aquellas discusiones, y tan pronto como abrieron, a la Real, a la Rúa Nova..., donde algo si compraron, alguna alhaja, pero sin grandes ilusiones, que una intuición femenina, de escarmentada, ve las truchas por debajo de las algas. Felisa, un tanto primaria, sí, pero lo que es torpe no, eso no, en absoluto.

-Se te da bien esto de desviar las rifas..., cuando quieres! Pero yo, más que joyas, lo que preciso es que me digáis la verdad de lo que está pasando conmigo. Supongo que la minga del gato está en que tu madre anda decepcionada porque la mía, y con ella todos los míos, no somos de vuestra clase, de vuestra categoría...; ¿es, o no lo es? Siendo así, ahórrate los cuartos, que ya sé que la mona, aunque se vista de seda, mona se queda!

-¿Ya estamos...? Cando te enroscas en un tema..., ¡tal que una hiedra por un carballo arriba! Te diré, para tu tranquilidad, que tú vales tu peso en plomo, que por pesadita me he rendido, ¡con las armas y con el bagaje! Lo que seguramente pase es que tú, aquí en Galicia, por enero arriba, y con este abriguito de piqué..., ¡no estás para salir con mi madre! Después de este collar, tenemos que buscar un abrigo de..., de...; ¡de visón, por supuesto!

Eso la encandiló:

-¿De visón; si, de verdad, del auténtico? ¡Ay luego, cuando vayamos a Verín...! Pero, no, no te lo quiero, que en Verín van pensar que no es bueno, que es de contrabando, o una imitación...

-No, mujer, no pueden, que será auténtico, de los que aún no llegaron a tu pueblo, a tu Verín.

Se quedó meditabunda, por mucho tiempo, con sus ojos perdidos en el infinito de las calles, en el azul grisáceo de la invernada coruñesa, pero al fin aceptó, que incluso le dio las gracias con un beso sonoro:

-¡Eres un condenado! Orlandiño, pensándolo bien, eres bastante bueno; un poco pijo, pero bueno, casi un sol de esposo... Claro que también eres, a la vez, simultáneamente, un pillabán, un zorro, que me haces callar a base de regalos; o con tus reviravueltas... Pero, como la cosa no tiene remedio... Y de eso de vuestros secretos…, que bien os los noto, tampoco; ¡nada, que nunca volveré a preguntar! O mejor dicho, como dice mi padre, nada tendré que preguntar, que ya os lo sacaré yo, seguramente que pronto, cando se cabree conmigo, cuando me dé una patada..., que con callar, ella va perder sus nervios, y entonces ciscará sus cagarrutas, todas, una por una! ¡Estoy empezando a conocer los señoritos…!

Orlando le apretó el brazo por encima del abrigo nuevo, iracundo, incomodado, hasta lastimarle, para darle un escarmiento:

-Sin faltar, bestia brava, que te pongo en posición de firmes; y si te refieres a mi madre, ¡a la nuestra!, con tales irreverencias, mejor será que te acostumbres a decirle mamá, ¡ma-má!, que si no lo haces con el cariño que se merece, por lo menos que sea con algo de respeto!

Pero la Felisona, que tampoco era fácil de domeñar, refunfuñó, a media voz:

-Mamá, o Queloutra, que de ser política no se libra, de cualquier modo que la nombre…  Con ella me encargaré yo, yo misma, de sacar, ¡de sacar y de sonsacar!, que no va ser un dios en eso de guardar los secretos!

El teniente, de americana chispeada en marrón, y con un loden color tabaco, bufanda a juego, medio se rio y medio rabió:

-Felisona, en eso de sonsacarle...; ¡tú, en vez de sacar, ensacas! Meterás la pata, como el lobo de Caperucita. ¿La patita...? ¡Las dos, duo ancas, que eso son las tuyas!

-¿Por qué; o es que a la..., a la Priora..., no se le puede preguntar? ¿Nada de nada? Allí en Verín mi cuñado le redactó a la vecina una carta para la señora del Pardo, que tenía un hijo en África estando ella a la muerte, por tuberculosa, y..., ¡le contestó, que el hijo vino en seguida para junto de ella, sin tener que volver!

Hizo por aleccionarla, que ya entrara en esa vocación:

-Felisa, en tu estilo no se debe preguntar, que es contraproducente. A las mujeres de la Olga, a las señoras del pazo de la Olga, todas ellas damas distinguidas donde las hubiese, nunca se les hicieron preguntas indiscretas, ni siquiera sus maridos, que no las toleraban. Ni ellos les replicaron, nunca, cosa alguna. Toma nota de esto: En las familias palaciegas, cada cual tiene su rol, perfectamente definido. ¡La señora, todas las señoras de Casa Grande,  merecen, y reciben, ciertas deferencias, amén de todos los respetos. Algún día ese papel será tuyo, así que vete aprendiéndolo. ¿Estamos, cabuxiña de la raya, saltasurcos de la frontera?

Empaquetado que les fue su abriguito de piqué, que le volvería a servir en África, y abotonado el de visón, que, según propias palabras de la propia Felisa, ¡quemaba como un tizón!

-¡Ay, hombre, que te voy bien contenta...! ¡Calentita y contenta! Lo malo del caso es que estos bichos no murieron por la Patria... ¡Pero tú no regateaste, y te lo cargaron por lo que se les antojó!

Con su dignidad ofendida:

-¡Para el señor de la Olga no proceden los regateos!

-Dirás, para la señora de la Olga... –Se atrevió a precisar Felisa.

-¡A modo, rapaza, que para ser señora tienes mucho que aprender!  ¡Más de lo que piensas!

-¡Pero tu enseñas con la leche cuajada...! En fin, será cosa de que me vea la jefa..., ¡que ahora estaré presentable para que me conozcan esos señores del hotel! ¿Si, o no?

¡Qué sabrás tú de clases sociales! ¡Ay, Felisiña, Felisiña de Riós, nunca debieras aceptar un señorito, un hidalgo, un teniente de Academia..., que no somos fáciles de entender, que tenemos nuestros dimes y diretes: dos idiomas, dos pensares, según y cuando, según y con quien...! Bien conocían aquellos arxinas, aquellos canteros de las dos hablas, que no se puede andar por el mundo enseñando el corazón..., que nos tomarían por débiles! Ya decía mi padre que el éxito de los abogados consiste en que hablan de otro modo, con otro idioma...

En Coruña estuvieron diez días, pero la calma fue relativa, con un oleaje tal que ni que compitiesen con el vecino Orzán, un Orzán diferente, extremado, invernal, de olas incomodadas. Sin desentenderse de la suegra, por aquellos días más ogra que sogra, fueron temperando, disimulando, llevando sus conversaciones, las más de las veces, al socorrido tema del tiempo, para no hablar de sí mismos.

La mejor de las suertes fue aquel entendimiento de doña Marisa con los dueños del hotel, que así aliviaron de su presencia, principalmente por las tardes, ocasión que aprovechaban los chicos para irse al cine, encantados por la proliferación de películas que aún no llegaran al Cine Avenida de Ifni, aquel de los Hermanos Barber. Pero la señora no quiso retornar al pazo sin rendirle una peregrinaje a su Señor Santiago, aquel Matamoros que debía ser la imagen, y con la imagen la protección, de un oficial de Tiradores!

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OPERACIÓN: CUÑADA

-III-

Xosé María Gómez Vilabella


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