jueves, 20 de diciembre de 2012

OPERACIÓN: CUÑADA -I-

OPERACIÓN: CUÑADA

Iglesia de Santa Cruz de Ifni

XOSÉ MARÍA GÓMEZ VILABELLA

 


Si fuésemos lacónicos, la Historia de Ifni

se podría definir con dos verbos:

Montar y desmontar

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Desmontaje del monumento a Capaz en el año 1969, días antes de nuestra “retrocesión”.

(Esta fotografía, única e histórica, se la debemos a Miguel Ángel Barranco)

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Las islas Canarias fueron nuestra “Madrina de Guerra” en la de 1957/58

Según los antiguos Manuales de Estrategia Militar, la mejor defensa de una costa es poseer la otra.

¿Quién defendió a quien en aquella porfía, en aquella barahúnda político-militar del A.O.E.?

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Efemérides históricas:

 

1504    Testamento de la Reina Isabel: “... que no cejen en la conquista de África...”

 

1860    Tratado de Paz (Tetuán). Entre otros acuerdos territoriales, en este Tratado se accedió a nuestra reinstalación en la histórica pesquería de Santa Cruz de la Mar Pequeña. ¿Estuviera realmente, exactamente, en Sidi Ifni? ¡No, en absoluto! Aquella “mar pequeña” era, es, visiblemente, y según entonces se decía, la bahía de Agadir, ¡en la que estaban interesados los franceses!, así que, como ellos tenían buenos mapas, y nuestro León y Castillo carecía de ellos, le hicieron creer, nos hicieron asumir, que la Mar Pequeña era el océano abierto, aquellos acantilados de Ifni… ¡Gabachos, franchutes, listillos…!

(Aclaración post: Seguramente por “impregnación” política, se creía así, se explicaba así, pero en fecha posterior se publicitó que la inicial, la auténtica torre de Santa Cruz de la Mar Pequeña, era, es, esta, pero allá al Sur de Ifni).

 

1912     Francia y España le imponen a Marruecos su “Protectorado! El nuestro en dos Zonas: La Norte y la Sur. ¡La Sur, al Sur de Ifni! Séase, aquello de Tarfaya; lo más ruin, por supuesto, mas, para nosotros, una joya, una alfaya, ya que íbamos tener una tierra firme; estéril pero firme, frente a nuestras costas, frente a nuestras islas Canarias…; ¡de costas, de espaldas, para más inconveniencia!

 

1934  El 6 de Abril, no se sabe muy bien si con la anuencia o a la contra de Lerroux, ¡otro veleta!, el Coronel Capaz, con una docena de exploradores y un saco de “reptiles”, ¡cuenta “B”), se posesionó de Ifni, desembarcando en la playa del Morabito, (Sidi Ifni), una bahía abierta, rectilínea, con siete olas..., asesinas!

 

1944   Manifiesto del Partido Istiqlal, una especie de eco de nuestro imperialista Arriba España. Aquí fue, ¡Ahia Al Magreb!

 

1953   En Agosto, los franceses, ¡sin contar con España, faltaría más!, (la vieja pugna De Gaulle – Franco), destierran al Sultán disconforme, a Mohamed V, sustituyéndolo por Muley Ben Arafa, tío del Rey.

 

1956  El 3 de Marzo, retornado Mohamed V, Francia les concede la “interdependencia”, y España, por boca de García Valiño, con sus Notables chupópteros reunidos en la Hípica de Tetuán, les prometió la INDEPENDENCIA, ¡nada de medias tintas!, que pasó a ser efectiva para la Zona francesas a partir del 7 de Abril del mismo año.

El 5 de Junio el diario Al Alam, portavoz del Istiqlal, publicó su mapa del Gran Magreb, elaborado por Abdelkebir el Fassi. ¡Más sol del que tuvo Felipe II en su Imperio: dos millones de kilómetros cuadrados!

 

(En Mayo de 1957 atentado del Istiqlal, en Safí, contra el coche, ¡y sus ocupantes, por supuesto!, de este vuestro servidor; pero esa es otra historia).

 

 


Esta es la historia telepática de una telepatía; en el fondo, es la historia real, militar, de España en Ifni, mediados del XX: la hidalguía gallega incorporada al Ejército, y multiplicada, conservada, por las “Operaciones Cuñada”. Antes de que fuese designada “Provincia 51 de las de España”, se nominaba “Territorio de Soberanía”, con mención incompleta, pues lo que correspondía realmente era llamarle “Territorio de Soberanía Militar”. Las funciones civiles estuvieron ejercidas, desempeñadas, más bien, por los canarios.

 

 

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1957   En la noche del 23 al 24 de Noviembre de este año, a las 6.30 exactamente, que para mejor sincronizar llevaban buenos meganas, ¡acaso suizos, adquiridos en Tanger!, fueron rotas, cortadas, repentinamente, nuestras conexiones telefónicas: ¡Quedaban cercados todos los puestos del Interior: Tiliuín, Tigsá, Telata….! Esta fue la erupción, la explosión, el estallido, de un volcán que venía cociéndose de tiempo atrás, ¡de lejos, pero sobre el terreno! Oficialmente así empezó el “follón” de Ifni, que es como le llamaba el laureado Gómez-Zamalloa, entonces Gobernador General, plenipotenciario del propio Caudillo, ¡con facultades, incluso, para desterrar, para expulsar del A.O.E., a los desafectos, tal que yo mismo, pues me amenazó, muy seriamente, cuando regresé a Sidi Ifni, con la mujer curada y el coche restaurado…, “de parte del propio Caudillo”, si se nos ocurría decir que lo nuestro fue atentado; no, no señor, así lo haremos, que lo nuestro fue accidente…, y nosotros, como siempre, a las órdenes de nuestro Caudillo!  Los historiadores suelen llamarle, a lo de Ifni, “La guerra olvidada”, pero yo, que solamente sé historiar lo que veo, lo que oigo, o lo que palpo, lo que sufro, prefiero denominarla, “Ifni, la guerra desvirtuada”.

1969  Ifni, lo que restaba del Territorio, allende y aquende de aquellas trincheras, cavadas, minadas, artilladas, en el 57, fue “retrocedido”, término inexacto, acusador para España, el 30 de Junio, después de mejorada la ciudad en aquellos últimos diez años en un ciento por cien. ¡No les íbamos a entregar, a “retroceder”, la moza, sin dotarla primero!

 


 

¡Sic transit gloria mundo!

 

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Telepatía, según el Dic. Enc. Espasa: De tele-, lejos, y –patía, sentimiento, aflicción o dolencia.

Parapsicología = parapsíquica = metapsíquica = metapsicología.- Percepción de un fenómeno ocurrido fuera del alcance de los sentidos. Se trata, generalmente, de una relación entre dos personas sin comunicación directa y, por veces, incluso distanciadas entre sí, por lo que una de ellas sabe, se entera o conoce, lo que le sucede a la otra, p. e., su fallecimiento. Este conocimiento puede tener lugar en el momento en que se produce el hecho, o incluso antes del acontecimiento, precognición. Cuando es impreciso se denomina presentimiento.

Transmisión del pensamiento.- Comunicación o correspondencia de pensamientos y de sentimientos sin la intervención de los sentidos. / En su acepción originaria se significaba con esta palabra el hecho de que se pudiese mandar, trasladar, un padecimiento, de una persona a otra, en un proceso y con un mecanismo que aún no se comprende muy bien, aunque está admitido por la psicología como una realidad posible.

Es bastante antigua la creencia según la cual los gemelos se comprenden a distancia, adivinando, incluso, sus pensamientos más recónditos. También se cuentan hechos sorprendentes de personas que sienten o perciben acontecimientos alejados de ellos mismos, y que sufren por ellos.

Los hipnotizadores afirman que pueden dar órdenes a ciertas personas, a distancia, con sólo su pensamiento.

Comunicación que, de lo que piensa, hace una persona a otra, por la propia potencialidad mental de ambas, séase, sin relación oral, escrita o mímica entre ellas, pero generalmente a corta distancia; esto puede tener lugar en los fenómenos de hipnotismo y de sugestión mediante la palabra hablada.

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En este relato / traducción se reflejan en letra normal los diálogos audibles, o sea, los orales de todos y cada uno de los actuantes, así como el glosario de su propio relato. Van en cursiva las voces inaudibles para extraños, de las respectivas conciencias, es decir, las voces ad intra de los propios interlocutores. Este fenómeno se produce como reacción, como revulsivo, cuando se traicionan a sí mismos, cuando disienten, allá por dentro, en el fondo de las almas respectivas, de aquello que están exteriorizando, o manifestando, de una forma ladina y generalmente egoísta.

Estos pensamientos, secretos, recónditos, estas intimidades de los protagonistas, fueron, pudieron ser, captadas, por un médium con el que me unía una íntima y profunda amistad, que vivió cerca de ellos, gozando de alta y recíproca confianza, con ellos y conmigo mismo. Yo, aquí, por mi parte, me limito a contar lo que me contaron, unos y otros, así que, sin más, ¡Relata réfero!, pues otra responsabilidad, en este caso, ni asumo ni me incumbe. Lo que me permito opinar, como coetáneo, como testigo presencial, es que lo de las cuñadas fue un invento, ¡otro más!, de aquellos colonialistas ociosos. ¡Ociosos, y viciosos, pero no incapaces! ¡Capaces, pero, mal dirigidos! ¡Dirigidos desde unas alturas tan elevadas, circunstancialmente elevadas, que no autopropulsadas por su propia inteligencia, que eran simples nebulosas! Hubo bastante patriotismo, y mucho romanticismo, aunque trasnochado, pero todo ello fue poco eficaz, salvo en lo ateniente al poblamiento territorial, que en eso Eros funcionó, a las mil maravillas!

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Si hubo, o no, una Atlántida, puede ser discutible, pero lo que es histórico, física y geográficamente palpable, que ahí están esas cuasi ruinas, con algunas dificultades pero visitables, es que España tuvo una hija atlántica, ¡otra! Pobre, parva y débil: Ifni. ¿Territorio? ¿Provincia? En un BOE tardío, uno de aquellos testamentos franquistas, ya olvidados, del provincialista Javier de Burgos, le dieron a Ifni, de numeración, el correlativo 51. Esta ¿provincia? murió de moza, nada más rematado su teleférico portuario, ¡pues no naciera para vivir! Feneció, se desintegró, ¿o se reintegró a Marruecos?, a los 35 años de edad, concretamente en Junio de 1969. ¡Búsquenla en los libros de Historia, pero necesitarán una lupa por culpa de aquel silencio informativo, sepulcral y bilateral!

Esta finca, minúscula, marchita, plagada de langostas, de chumberas, de ricinos y de arganes, vino al mundo de la letra impresa como fruto y producto de una violación, o, por mejor decir, de una ocupación, practicada, casi que a fortiori, por el  entonces coronel Capaz. (El general Capaz fue fusilado en el 36, en la Zona Roja por supuesto). Ifni se ocupó con la oposición, o, cuando menos, a contra gusto del gobierno lerrouxista, cosa, circunstancia, de suyo significativa dado el eclecticismo de aquel Presidente tan contradictorio. Esta posesión manu militar, esta coyunda espuria, tardo imperialista, se consumó, se efectuó, exactamente el 6 de Abril del A.D.G. 1934. Como quien dice, ayer; ¡y para eso, ya la hemos olvidado!

Lo que tuvo de hermoso la provincia de Ifni, aparte de sus construcciones Art Déco, fueron los sellos de Correos, en buena litografía. Lo que no tiene, ni tuvo, apenas, fue Historia. Historia de la buena, de la sincera, pues le negó esa dote la censura franquista, la misma que, por otra parte, tampoco registró la muerte de sus amantes, de sus defensores, cuando el follón 1957-58. Por ende, en las faldas, en las laderas de su Bu-Laalam, contrafuerte costero, no resucitará ninguno de aquellos cristianos que se le ofrendaron: Simplemente por imposibilidad física ya que Don Francisco, aquel fresco general procedente del Noroeste (Codorniz dixit), en vísperas del abandono territorial, ordenó y mandó que aquellos caídos..., ¿caídos, o tirados?, (¡más bien tiroteados, paqueados, con nocturnidad y alevosía!), que yacían en el cementerio de su Sidi Ifni, evacuasen con urgencia el Territorio, ¿la provincia?, con rumbo a Las Palmas, a granel, en simples cajas de pino canario, para no olvidarles, para no dejárselos en presencia a la mala conciencia de aquel hijo de la señora Lala Abla, ¡no fuese el diablo que viniesen los arqueólogos...!

Pues bien, o pues mal, en aquel ambiente heroico, reinando en A.O.E., ¡auténtico virrey del Emperador Franco!, el General Pardo de Santayana, después de una cierta..., ¿pugna?, que si era o no una cuestión de conciencia después de haberle destapado la olla a la cuñada del Sargento López…, que si era o no una traición..., esas diatribas que se producen en el estado mayor mental de la gente insegura y/o escrupulosa, Orlando, aquel Teniente, Orlando, de Neira y de Canto, por ilustres apellidos, un hidalgo lugués para más honra/deshonra, un tipo fornido y bien nutrido, viril, con huelgos de hombre grande, que no  es igual que gran hombre, decidió avanzar por las peripecias de la vida, y..., ¡se casó! Por ante el Notario Mayor Castrense del A.O.E., Pater Pumariño, un Capellán que ya lo fuera en la de España, y después en la División Azul, Comandante en Jefe de los Servicios Religiosos del A.O.E., con catorce cruces en el  pecho, tantas, y tan grandes, que ya parecía un Calvario... ¡Todo a lo grande!

Es sabido que los tras acuerdos, las reflexiones de un gallego, (trasacordos), suelen ser retiradas tácticas, compatibles con la valentía, ¡eso es cierto!, pero Orlando, nuestro héroe, estudiara en Zaragoza..., ¡que por algo pusieron allí, de esa formación, la Academia General! ¡General, incluso para gallegos, que por entonces eran los que más la frecuentaban, fuese por patriotismo o por saturación de los Seminarios! Los baturros tienen otras virtudes, que nadie se las niega, pero, ¿eso del trasacordo...? Esa reflexión, esa rememoración tardía, tampoco es virtud, pues lo peor que le puede pasar a un gallego, a un gallego normal, es que le venga ese recuerdo..., ¡desde que vendió la vaca! Pero nosotros, aquí y ahora, al grano, a la historia concreta de una operación concreta:

Entraron en aquel templo de la Santa Cruz, llámesele de Ifni o de la Mar Pequeña, que eso no cambia las circunstancias pues ambos nombres le daban a su iglesia aquellos Padres tan admirados y tan sufridos, tan humildes y tan seráficos; ¡franciscanos, en definitiva! Entraron a lo grande, naturalmente, según era costumbre en las Plazas militares, que para eso del protocolo fastuoso como aquellos milites del franquismo, nadie, ¡nunca! Entraron y salieron por debajo de una arcada impresionante: veinte sables desnudos, diez por banda..., ¡como los cañones del barco pirata! Sables como deben ser, como deben estar: ¡desenvainados, marciales, relucientes! Las dueñas, las celestinas, sembraron aquel arroz premonitorio...; premonitorio de una prole jacobina: ¡doce tribus, otras doce!

Los ritos eclesiásticos, obviamente en castellano, con acento neutro, que por algo el Páter Pumariño estudiara en el viejo Lugo, en aquel Seminario de los hidalgos, de entronque vallisoletano.

-...

-¿Teniente Orlando, recibe a Felisa como legítima esposa, por palabras de presente, según el rito de nuestra Santa Madre Iglesia?

 No contestó, “Recibo”, pero si se afirmó con un rotundo, ¡¡Quiero!!, al son de un taconazo. Rotundo sí, que eso oímos todos los presentes, pero más dijo con su boca pequeña, con la de mentir, pues con la otra..., ¡con la otra cantó otra canción!

¿Que si quiero...? ¡Por supuesto! ¡Vaya si quiero, que esto del casamiento no tiene vuelta; ni vuelta ni revuelta, a no ser que vayamos a la Rota...! ¡Pero qué animal soy, que me vendo por un plato de lentejas, por unos abrazos de boa constrictora! Con esta jugada, torpe, concupiscente, pierdo el pazo de Sarceda...; por culpa, en trueques, de esta tipa, de estas cachas imponentes... Acabo de comprar una cerda peluda, obesa, inabarcable..., ¡qué tal parece de ceba! ¿Querido Orlando, mi mejor amigo, qué tienes ahora, que has logrado? ¡Pues eso: una calentorra insaciable! Adiós, Manolita, que te dejo inmaculada, virgen..., ¡a saber para qué ganadero! ¡Perdona, mujer, que son gajes de mi incontinencia! ¡Ya sabes: en este ambiente cálido, poligámico, muslime...!

Aquel castrense, que no tenía el don de la telepatía, o no lo tenía o no lo cultivara, seguía en su rutina; inocente, y como tal, impertérrito. ¿Qué podía saber de amores aquel comandante de los testículos congelados en el lago Ilmen, a 52º bajo cero, cuando aquella aventura de la División Azul? Lo suyo era mandar los mozos a la cama, sacramentalmente, lejos del burdel moruno; aislados, vacunados contra la sífilis, limpios de ladillas... ¡Venga, sobre la marcha: a criar hijos para la próxima guerra; acaso contra Gibraltar...!

...

-Felisa, ¿quiere recibir al intrépido Orlando...?

-¡Uih, Páter; vaya si quiero, ¡lo que mande Usía…!

Macho, luchaste más que los cazones en el anzuelo: seis meses de relación, ¡seis!, de auténtica porfía, que incluso tuve que franquearte mi alcázar para aficionarte a venir a mí, que buenos miedos me pasé, de regla  en regla, pero lo que es de estas..., ¡Orlandiño, caput!

-... os uno en santo matrimonio. En el nombre del Padre +, y del Hijo +, y del Espíritu Santo + Amén.

Aquel Páter del rito de besar a la novia nada dijo; ¡nada, en absoluto! Seguramente la dio por besada, pero eso..., ¡secreto de confesión!

En cuanto a Felisa, las ideas le salían en catarata, a borbollones, ensartadas con aquellas lágrimas de tan sublime felicidad. Entre ceremonia y ceremonia caviló los siete cavilares, con la mente a paso ligero, militarizada, ¡ella también!

¡Que si nos une, Páter! Más que unirnos, nos ata, nos liga, que milagro como este nunca de otro supe. No es poca cosa que yo, Felisa Diéguez, Felisa Diéguez Varosa, hija de un consumado contrabandista, de los del café, del azúcar, de las vacas..., ¡de lo que se terciaba! Y venir para esto de tan lejos..., ¡de la frontera de Portugal a la de Marruecos…! ¡Ay, mi mäi, si me vieses a tal momento! Aquella mujer de Chaves…, que fue casar a Verín...; aquella mäi que pasaba el café, a diario, por la frontera, por la mismísima raya de Feces, simulando una preñez que le duró diez años!

Por otra parte, en esta del Estrecho, yo, una simple cuñada de un simple Sargento..., de este López que me apadrina, un Sargento que se trata con los Oficiales..., ¡hoy!  Bien, pues llegué lejos, que estoy casada, ahora sí, con este señorito que me aprieta la mano a tal momento..., ¡que en otras ocasiones fue la barriga!

Casada con este señorito que se dice descendiente de un Conde, un tal Gome, o Goma, o algo así...; no sé qué de la Olga...! A mayores de eso, es Teniente..., de Academia! ¡Buen día hice, sí señor, y eso que estamos en las puertas del invierno..., que luego llegarán de mi Galicia las golondrinas..., para calentarse en este infierno de África!

En el infierno, como tal, no estaban, pero el diablo les rondaba de cerca, ayudándole a disparar ideas, a cual más prosaica, pero, pragmáticas, todas:

En lo sucesivo tendré que sonreírle aún más, más a menudo; hacerle de esas cosquillas que tanto le gustan..., para no dejarle caer en el noveno...; quiero decir, en la competencia…, ¡con la de cuñadas que están viniendo, dos o tres en cada avión! ¿El noveno...? ¡Si, ese; ese que tienta a los hombres, que de ahí nos viene a las mujeres este privilegio, esta ventaja, esto de la provocación permanente, irresistible…!

Ahora me dedicaré a las artes...; ¡a las malas artes, por supuesto! ¡Séase, a las artimañas! La vestimenta...; el maquillaje... Nada de eso me embaraza, que de todo he aprendido, que esta del Ifni también es una frontera: se entra pobre y se sale rico, que por algo este Orlando me llama Ricura cuando le sube la fiebre con eso de la lascivia…!

¡Pero qué bien hice, en aquella ocasión, en Verín, plantándome en el bachillerato..., para, de seguido, coger el bimotor, aquel DC-4 que bajaba por Sevilla, y que saltaba con los vientos del Estrecho... Aquellas sacudidas igual eran para despertarnos al Nuevo Mundo..., que hoy por hoy ya no es América sino África. ¡Nunca tal pensé, verme a caballo de Tetuán, y después en Casablanca..., para apearme aquí, en este Ifni, como si renaciese, como si me trajese una cigüeña! ¡Que viaje, Dios mío; nunca lo olvidaré!

De la iglesia al casino, atravesando la Plaza de España, de par del busto broncíneo del coronel Capaz, todo fueron ojeadas, de lo más diverso: Las moritas, con sus ojazos negros, brillantes, envidiosos de aquellas libertades de las españolas, de poder casarse con quien y cando querían. Los moros, con la llave de Granada en la faltriquera, nostálgicos de aquel tributo tan sano y tan satisfactorio de las cien doncellas... ¡Por lo que hace a los españoles, de envidia, cero! Todos felices, que todos tenían colchón, o posibilidades, pues aquel DC-4 de la línea regular no se cansaba de suministrar…, ¡almejas! En cuanto a las españolas, mientras siguiesen las quintas, mientras aquellos sorchis se peleasen por darle la papa, el gofio, a los niños, que lo preferían antes que aturar aquellos sirocos del campamento; criar niños para que los meciese la Patria, para que se measen en aquellos calzones culeros, color garbanzo, de los asistentes, la función ginecea era un deporte placentero, ¡y no les molestaba la competencia!

Los menos satisfechos eran aquellos tres o cuatro suboficiales, invitados por el cuñado de la novia, que bien sabían ellos que la entrada en el Casino, en su comedor, era circunstancial, por lo menos en tanto en cuanto no llegasen a teniente, cosa problemática tal y como estaba la escala, tal y como venía enjambrando la Academia de Zaragoza. ¡Aquí sí que rondaba la envidia, el rencor clasista!

Dos soldados de chaqueta blanca, camareros, mantuvieron abiertas, pero con las manos enguantadas, aquellas puertas de vaivén de la terraza del Casino, sin que por eso dejasen de rendirle a la comitiva, ¡a los comensales!, por lo menos un ciento de taconazos. ¡Ganancias para el zapatero, que siempre hubo alguien que ganase con las pérdidas de nuestro Ifni!

           


Entronaron a la novia en aquella mesa central, en la ovalada, a la vez que el jefe de protocolo distribuía, asentaba, a su alrededor, una corte estrellada: de cuatro puntas, el Gobernador; de cinco, los alférez de Milicias; de seis, los tenientes y los capitanes; de ocho, los jefes...

Ni que decir tiene que Felisa se vio en la gloria; ¡o, por mejor decir, siguió en ella! Pero aquel encantamiento de sentirse tan próxima a Sus Excelencias, Gobernador y Señora, no le apagaban los enredos de su imaginación, ebria de goces y de esperanzas, asentada en un carro de victorias, propias, personales, navegando por el humo de las fatuidades:

Mi cazón, aquí presente, me diste que tejer; más que una araña por encima de las urces, pero..., caíste en mi red! Claro que no usé un solo anzuelo, que fueron cuatro: uno por cada uno de mis ojitos, morenos, pícaros, chisqueros; los otros dos..., ¡dos mamilas, marcando en mi blusa, que ni que fuesen el punto de mira de un fusil! ¡Dios, que cierto es aquello que siempre decía mi päi de que dos tetas tiran más que dos carretas...!

Si la novia miraba para el novio, el más bien miraba para sí mismo, a su interior, con el cerebro hecho un molino de recuerdos. Notándolo distraído, ausente, Felisa, valiéndose de las manos, besándole las suyas, tendiéndole sus redes, como para rescatarlo:

-¡Descansa, amor, que ya está hecho; pero tú, Orlandito, estás como ausente, ocupado en algún trabajo que no tuviese espera! ¿Te pasa algo…? –Y con la misma, le cogió aquellos guantes de gran gala, que los dejara Orlando en el bolsillo de su guerrera, un tanto salidos; se los pasó por debajo de la oreja, mimosa, como para hacerse oír. El chico reaccionó:

-No, nada. Felisa, mi amor...; ¡soy feliz! ¡Eso, feliz; y cuando se goza no se habla...! ¿Lo entiendes?

Ella sonrió, y se besaron, de lado, como en una despedida; para callar de nuevo, para escuchar sus adentros. Donde ahora golpearon fuerte aquellos diablos de las malas conciencias fue en el cerebelo de Orlando:

-¡Es mentira! ¡Estoy mintiendo..., otra vez! ¡Ay, Felisona, qué arte tienes! Este juramento, igual que el de la bandera, me va a tener atado..., ¡de por vida! Pero la bandera me da el pan de cada día; ¡me da este Plus de Residencia del ciento cincuenta! Abonos dobles, permisos coloniales de cuatro meses cada dos años, preferencia para hacer los cursos de Estado Mayor, distintivo de Fuerzas Especiales... ¡La gloria misma! Por contra, esta consorte..., ¡un mal negocio! No tiene un ochavo; ni en el bolsillo ni en la hucha...; ¡y de herencia, unos apellidos de lo más vulgar!

Para consorte digna, aquella Manolita... ¡Adiós, Manuela de Sarceda! ¡Adiós pazo...; uno de los mejor conservados de Galicia, en aquel país de las vacas! ¿Vacas? La última vez que los visité pasaban de las cien! Casona, jardines, molino...; la carballeira de Castelo, los pinares de Monciro, aquel soto del Podriqueiro...!

¡Troqué un reino por un caballo...! ¿Qué digo un caballo…? ¡De caballo, ni las crines! Mírala, Orlando: Sin esperar a que empezase el Gobernador, aquí la tienes, dejándome en ridículo, tirando de la funda de los percebes como quien se quita una media de lana... ¡Potra, que eres una potra desbocada…! Una potra de bajos pensamientos y de altos hablares, siempre a gritos, que más que hablar parece que relinchas! Esto de amansarte, soplarte estilo..., ¡va ser peor que enderezar un campamento de reclutas!

...

-Felisa, mi amor, a modo, que llevas engullido un cubo de percebes... Deja sitio para las langostas de Villa Cisneros..., ¡que me hicieron el honor de traerlas en el avión de la Estafeta Militar!

-Tardan en servirlas, y como comulgamos en ayunas, pues..., ¡el hambre manda más que un teniente!

Orlando prefirió bajar los ojos para que no se le notase aquella violencia que le hacía padecer; bastante tenía con la suya interior:

¡Ahora que está hecho, sólo cabe..., echarle pecho! Este lo tenemos rato; ¡rato, y para rato! Empecé al revés, por lo consumado... ¡Mi Felisa, fue por culpa tuya, que mis acometidas traen causa de tus tentaciones! Así que yo, Orlando, descendiente de aquel comes, Gome..., ¡un Neira, un Canto!, en vez de sumar pergaminos a mi patrimonio, o añadirles patrimonio a los pergaminos, que tanto monta, ¡me dio por la remonta! Me dio por esta potra, que engulle los percebes como una bestia en un haz de heno... Parvo de mí, que pude desposar, anexionarme, aquella hidalguita de Sarceda..., ¡talmente un ángel! De aquí en adelante prepárate para darle betún, para sacarle lustre a la portuguesa, pues lo único que tiene de bueno es el cutis, pobrecita, que con la gazuza que debió pasar en su crianza, ya es un milagro que no sacase piel de jabalí!

Por fin llegaron con las langostas, ¡a la Termidor! Exquisitas, brillantes; un imán para los ojos, tal que ni hizo falta imprecar aquello de, ¡Atención: vista al frente!, pues quien más quien menos estuvo dispuesto a acatarlas; mejor dicho, ¡a catarlas! Pero la novia, ¡protocolo manda!, tuvo que esperar por la segunda fuente, que la primera..., ¡la primera se posó allí donde se debía hacer, delante de Sus Señorías, consortes incluidas: Gobernador, Secretario General, Coronel de Tiradores, Jefe del Estado Mayor...! Por parte del novio, aquellos tras acuerdos, cual si fuesen un peine de ametralladora, le hacían rilar los dientes, inapetente y nervioso, con el único sosiego de sus jugos gástricos.

Tanto que he leído, y tanto que admiré, a mi modelo de grandezas castrenses, a mi Julio César, y aquí me tenéis, en este Territorio, circundado de gallos, acobardado, hecho un plebeyo..., y sometido a esta arrayana! Para mí no hubo ¡Veni, vidi, vici! Lo mío fue ver, ver las cuñadas pechugonas, descocadas, desabrochadas, ligeras de ropa, todas, o casi todas, y sin más..., ¡caer en la trampa! Fue un hado, un fado, que me hizo olvidar, totalmente, de súpito, aquellos Rancaños, y con ellos, su, ¡mi!, Manolita. Descendiente, por vía materna, de los Moscoso, de los Osorio...; ¡del propio conde de Altamira, Señor de Castroverde nada menos!

Estoy viendo, que para esto no preciso cerrar los ojos, aquellos lobos pasantes de su escudo hidalgo, compartiendo cuartel con los roeles, con las ruedas de oro de los Castro..., ¡e incluso con las torres de otros parientes, aquellos de Tras del Támara, ¡Trastámara!,  raíces de la propia reina Isabel!

¡Ay, Orlando, de los Neira y de los Canto..., tú, yo mismo, que soy un hidalgo linajudo, de los pocos que quedamos, casándote, casándome, en trueques, con esta vaquera..., ¡qué ni de la Finojosa es!

En este momento de su discurso mental se le cortó la corriente por obra y gracia de un pellizco de la novia, a la sazón tan nerviosa como él, pero de otro modo, radiante de orgullo y de felicidad. Aquellas uñas ni eran largas ni oblongas, ni las tenía esmaltadas, pero recias y gruesas sí que estaban, así que el pellizco, por encima del puño, arriba de las estrellas de seis puntas, hizo los efectos deseados:

-Orlandiño, amor, despierta, que tal parece que te quedases dormido...! Estás llamando la atención, así, de ese modo, como ausente, mirando para el techo, que ni los ojos me prestas...

-¿Yo…? ¿Qué, que dices...?

-Te digo que tal parece que te embrujase ese cura de la estrella gorda..., ese capellán..., ¡como se llame! A cuantas bodas he ido, los novios estaban alegres, risueños, besando a su moza de cuando en vez..., pero tú.., ¡ni que estuvieses de centinela en las puertas del cuartel! ¿Es que le tienes miedo...?

-¿A quién...? ¿Al Capellán? ¿Al Gobernador? ¿Al Coronel...?

-¡Hombre, no, eso no; al casamiento! ¿Ya estás borracho? ¡Antes de la comida no se debe probar alcohol...! Venga, bésame...; ¿no oyes que nos lo están pidiendo?

Besar, se besaron, pero aquellos invitados bien percibieron que era ella la que apretaba los morros, la que lamía..., pues el teniente se mostraba más pudoroso que un niño de primera comunión.

-Felisiña, es que...; no sé, será que por veces me da el sueño, que esta noche no pegué un ojo, pensando, cavilando...; ¡en ti, por supuesto!

¡Mujer, la verdad es que pensé en las dos, y mucho, en mi dilema, en mis comparaciones, para no variar! ¡Ay si este capellán, con lo intransigente, con lo dictador que es, un auténtico, un segundo Torquemada, llega a descubrir, a deducir, a sospechar, lo mentiroso que he sido, la falsedad de mi consentimiento, entonces se vendría a mí, mano alzada, como les hace a los soldados! La hostia sería de otro tipo..., ¡non sancta! A todo tambor, con redoble, ¡que ni se molestaría en consagrarla!

La novia, cuidando que aquel amodorramiento, transitorio, de un teniente tan galante, se debía al whisky, doble, tomado con aquellos entremeses..., siguió gozando de la fiesta con la misma euforia que si la llevasen a la gloria, que no era poco verse con un vestido blanco en aquel firmamento tan firme y prometedor, en una corte de mil estrellas..., ¡en hilo de oro! Por añadidura, con un Plus de Residencia del ciento cincuenta por ciento… Entonces: ¡Viva nuestro Emperador, Viva Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios!

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El valle de Sarceda: Al fondo el Mons Ciro (Medullius), con el nombre del conquistador, del centurión, y en su falda Noreste, chorros de agua y de sol. El agua brota en las fuentes del Azúmara, y el sol, que es la gloria de aquellos héroes que prefirieron envenenarse antes que someterse a los invasores romanos.

El Pazo de Sarceda. La casa paciega, palaciega, la “Casa Grande” de los Rancaño, en Sarceda, en esa Sarceda de Montecubeiro, (Sarceda = sources = manantiales), sita precisamente en las inmediaciones de las fuentes del río Azúmara, entremedias de las Veigas de los Feás y el soto conocido como O Podriqueiro en razón de sus cañotas, huecas, centenarias, o acaso milenarias, el mejor soto de castaños de toda la comarca, precisó, en tiempos aún recientes, un puntal del señor cura, secundado de otro hermano, pero este, el tercero, ¡sin misa! El tal fuera en tiempos un cubano-putero según se desprendía de ciertos díjome-díjome escuchados a cuatro retornados, a cuatro envidiosos, que bien que se acogieran a su protección en la época de los desembarcos habaneros, entonces con la izquierda en el bolsillo de su pantalón y la derecha bien estirada para mendigar de aquel señorito vestido de blanco, en lino yanqui, un trabajo, una colocación, ¡de cuerda que fuese! -Señor Rancaño, ayúdeme, hágame este favor, que acabo de llegar a La Habana, que aún está el barco en el muelle, ahí mismo, en el Morro... Mire que me dio esta dirección su hermano, el de casa... Mire que mis padres siempre fueron leales a los señoritos de la Casa Grande, particularmente en tiempos de la República, cuando los mozos dieron en negarse a trabajar de balde, ¡y eso que en nuestra comarca siempre hubo gente servicial…!

El cura, Rancaño segundo de esta saga, era arcipreste, ¡otra hidalguía: ¡Señorío, Iglesia o Casa Real! “De vocación tardía, séase, reflexiva...”, que tal se proclamaba para más énfasis de su ostentosa modestia. Se librara de las guerras de África por Cuota..., ¡o no sería hijo de algo! A mayor seguridad, por si El Rey persistía en aquellos reclutamientos suicidas, su padre le llevó para Lugo, al Seminario, donde entró por la puerta grande, con toda fachenda, ¡que no de codelero, de chupa cortezas!: -Aquí les entrego a mi hijo, Domingo de nombre, con la esperanza de que llegue a obispo, tal que un pariente nuestro, un mártir, ¿sabe?, que fue degollado en las Misiones, allá por Asia... Por si no lo conoce, ilustrísimo señor Rector, nosotros aún llevamos sangre de los Sanjurjo de Mondriz, incorporada a los Osorio, a los Moscoso, a los Rancaño..., todos ellos servidores de la Iglesia, a cual más!

Aquel clérigo no llegó a canónigo, para cuanto más a obispo, pero controlaba seis o siete parroquias en la propia comarca. ¡A falta de torres del homenaje, media docena de campanarios! A mayores conservó, conservó y amplió, la nombradía, la nombradía y también la virtud, de la Casa Grande de Sarceda. Se hizo famoso por la corpulencia de su mula y por el tamaño de su teja, ¡en seda, que mejor no la tenían los canónigos de la catedral de Lugo! Otro poco por sus arneses, por sus monturas, ¡cordobesas! ¡Ah, y también por las espuelas de plata, y por el cobertor palentino, en listas rojas y amarillas, que tal parecía una bandera procedente de un capitán de caballería, amigo suyo! ¡De aquel Ejército del que un poco antes el mismo renegara! También lo fue, ¡también!, por la brevedad de sus confesiones, comprensivo que era para aquellos bocazas, para los tacos de aquellos labriegos tan buenos, tan timoratos, que, y a pesar de eso, creían poder ensuciar a Dios con sus mandatos iracundos. Mira, hombre, -les decía, por toda amonestación-, no vuelvas a manchar tu boca con esas blasfemias, que es lo único que sale sucio, pues lo que es a Dios, tú, que eres un mierda, nunca conseguirás mancharle... Al final de aquellas confesiones les recomendaba a los penitentes que diesen gracias a Dios porque tales pecados les fuesen perdonados..., ¡cuando tan fácil le era a la Divinidad matarlos con un relámpago, y con la misma, tirarlos al infierno, de cabeza, per saecula saeculorum! De eso le quedó el mote de “Deogracias”, por el que fue definitiva y popularmente conocido.

Pero fue el putero, ¡diez!, nada menos que diez hoteles, a pleno rendimiento, la flor y la nata de la mulatería cubana puesta al servicio de una riada de gringos barrigudos, que por algo la danza sale de la panza, estratégicamente situados, los hoteles, en aquel Vedado, que sólo lo estaba para los pobres, quien mercó, nada más llegar a Lugo, un arca Grüber, para trasegar la plata de sus baúles “mundo”. Le puso de inmediato una combinación numérica, ¡de tres cifras, además de la llave, tal y como se las viera el mismo a los gánsteres americanos! Desde Lugo la hizo transportar, corredoira adelante, en un carro reforzado, de bueyes, con dos parejas, de aquellos que utilizaban los de Bolaño, antes de generalizarse los camiones, para llevarles la cal a los constructores de la ciudad. Para subir la caja por las escaleras monumentales del pazo hicieron falta diez rollos de roble, secos y previamente cepillados por el carpintero de Cobula. Los Rancaño convocaron una fiesta de voluntarios, ¡media parroquia! Las “pilas” se las recargaron con un litro de vino por cabeza, un tocino en tajadas de media libra, cinco docenas de chorizos, quesos de mezcla, amasados, una hornada de pan trigo..., ¡y un duro de plata, a mayores! ¡Cosa tal, ni el día de la malla! Desde que subieron la Grüber, algún gracioso les propuso subir el pajar al mismo salón, que también cabía, cosa que irritó al señor “Deogracias”, tanto, que de milagro no se le escapó una ristra de tacos, de los mismos que solía perdonar en su confesionario. De esa “caja”, de esa Grüber, se habló en cinco leguas a la redonda, ¡por lo menos durante cinco años!

Fue precisamente el “cubano” quien convirtió aquella tradición de las deudas crónicas, habituales, del mayorazgo de la Casa Grande, en préstamos suyos, al dos, ¡al dos mensual! Por otra parte, su corazón seguía siendo de hidalgo, que nunca molestó a los vecinos con infames escrituras de compra, de aquellas de “pacto de retro” que tanto le gustaban a su padre. El “cubano”, acorde con los tiempos, se contentaba con retenerle al deudor su cartilla de Racionamiento; eso sí, ¡todas las de la familia, e indefinidamente si no había reintegro en tiempo y forma! Nadie lo denunció por usura, nunca, que nadie se atrevió a tal.

Los vecinos del común..., ¡envidiosos ellos, villanos en definitiva!, corrieron la voz de que el tal Manuel venía derrengado de la cintura para abajo, y cabreado de la entrepierna para arriba, pero aquel cubano, que aprendiera diplomacia en sus Antillas, se dio prisa en pagar las deudas, las prodigalidades, del vinculero, sin queja alguna, sin el menor comentario, sin que se le quebrase aquella sonrisa mefistofélica que tan nerviosos ponía a los deudores. Lo único que se le escapó, un día de verano, en la taberna del Cuco, acaso sintiéndose refrescado, por dentro y por fuera de aquella camisa de las flechas, fue esta inocente alusión: ¡Mi pobre hermano bastante hizo con sostener el peso de la púrpura familiar..., en este país paupérrimo! De los presentes nadie le contestó, que ninguno le entendió, con la excepción, acaso, de la hija del Cuco, Victoria, que era retrasadita, más infantil que los ángeles, y que suspiraba por el cubano: ¡Dios, cuanto sabe este hombre..., y que bien debe apretar! Si no lo dijo, lo pensó.

Lo que no guardó el cubano, Manuel, en la Grüber, nunca, fue una sortija de diamantes, de no se sabía cuántos quilates, que nunca lo dijo, amuleto precioso que le abría algunas puertas restringidas, tales que las del Círculo de las Artes, en Lugo.

Por su parte, el mayorazgo de Sarceda, ¡don Darío!, a falta de los quilates de su hermano, lucía un panameño, un canotier, que se lo trajera el propio Manuel, sin apearlo, año tras año, desde el domingo de Pascua al Domingo de las Mozas, (fiestas de San Froilán en Lugo), en el bien entendido que las gorras, fuesen o no vascas, eran un atributo que les correspondía a los caseros. Este no era putero: carecía de hoteles turísticos, que ni los tenía ni sabría manejarlos, pero, ¿puñetero...? ¡De eso cuanto se quisiese! Un puñetero holgazán, de puños almidonados; y con los puños, el cuello, el collar de la camisa, obviamente blanca. En cuanto a sus broches, por supuesto que eran de oro tales alhajas. Aquellos broches no vinieran de Cuba, que por allá las grandezas eran otras: Esa abotonadura, la de don Darío, tenía grabadas las armas de la familia, y por tanto era transmisible, junto con los pergaminos, de generación en generación.

Cacique de tercera el tal Darío, ¡por no haber de cuarta en la nomenclatura rural! Amén de eso, paseante en cortes; en las de Lugo, claro, que en las suyas, en las cortes, en las cuadras, del ganado, el estiércol hedía, en todo tiempo, ¡mientras no pudriese en la leira para convertirse en pan trigo...! Su atenuante, de reconocérsele, consistía en que las malas artes, las suyas, siempre lo eran en favor de los amigos, y las pérdidas para sí mismo, que ya es paradigmático. Ahondando en su carácter, no estaría de más titularle embajador, o conseguidor, supuesto que pasó una parte de su vida viajando, gestionando, llamando a las puertas..., ¡las más de las veces para enderezar pleitos ajenos! Así era, que así pasó a la Historia del lugar, aquel don Darío, de Rancaño, de Osorio, de Moscoso, Sanjurjo de Mondriz, Sarceda..., etcétera, con un etcétera muy largo, tal y como rezaban aquellos pergaminos de la Casa Grande. En cuanto al “don”, aunque los vecinos afirmasen que no concluyera el Bachillerato cuando anduvo por Santiago, en los recibos del Consumo, de Don Darío constaba, ¿y quién se atrevía a ponérselo en duda? ¡Cómo no fuese otro hidalgo...! Lo importante de su nombradía y de su fachenda estaba en aquellos escudos de la Casa Grande, ¡cuatro, dos a dos, coronando aquel portalón granítico!, perfectamente gravados a buril, ¡en piedra de grano!, en los que quedó reflejada, per saecula saecularum, fuese o no en las riberas del Azúmara, una genealogía indiscutible, de alto nivel.

Aquellas tradiciones, aquel compromiso linajudo, le tenía esclavizado, acomplejado, encadenado de tal modo que sólo encontró una fórmula para alternar con la última nobleza, la de los estraperlistas surgidos de la Guerra Civil: ¡invitando y..., pagando! Con aquellas ataduras, en aquellas circunstancias, la última baza de tan eximio hidalgo estribaba en las ilusiones que pusiera, que proyectara, para el casamiento de su hija, Manuela, Manuela de Rancaño y de Piñeira; así, exactamente así, con aquel “de” oportunamente sugerido al encargado del Registro Civil de Castroverde. El novio potencial, cultivado en maceta por su madre desde la más tierna infancia, con destino inexorable, comprometido ya, para ser trasplantado al jardín palaciego de Sarceda, para ampliación y concordancia de aquellos cuarteles de las piedras nobiliarias de ambas casas, probara su hidalguía obteniendo uno de los mejores números en la Escuela General Militar de Zaragoza. ¡Teniente Orlando de Neira..., y de Canto, que así lo enfatizaba su madre, una Canto de mucho canto, en oro! También unigénito, los Neira, Neyras de la Olga, de siempre apegados a su “y” griego, poco atrás quedaban de los Rancaño ya que se hacían derivar de un tal comes Gome, suevo, al que se referían como aquel antepasado que repobló Villa Pauli, (Pol), solar de los Gómez de Neyra.

En cuanto a la hija, heredera universal del Darío, su padre, del clérigo, y también, probablemente, del putero cubano, ¡hoteles incluidos, salvo que se los expropiase en estos medios algún dictador puritano!, aquella mocita saliera tan santa, tan recatada y tan morenita que ya parecía una virgen beréber: oscura de cutis, con unos ojazos grandes, hondos, de mirada acariciadora, tierna y dulce. Los cabellos recios y ondulados ¡de puro azabache! Se parecía a la madre, a doña Placeres, en el espíritu, en su sensibilidad exquisita; pero el cutis era del padre, talmente una Rancaño, sólo que más refinada. Lo de santa lo proclamaba en tres facetas: en su comportamiento lineal, de una modestia digna e inalterable, la dulzura de sus hablares, y aquella mirada tan discreta y tan delicada, de amplia nobleza, de nobleza de alma. Todo eso con una conformidad, por lo menos aparente, de mártir; más o menos como su madre, aquella bendita doña Placeres, maestra asidua y cumplidora, ¡que eso también es nobleza!, con destino en la misma parroquia, en aquella escuela nacional, mixta, del Pombal.

Manolita, o Manueliña, fue un cultivo único, un monocultivo de don Darío. El único, si, pues, y lo mismo para sus plantaciones en aquellas chousas sin límites de Ínsua, casi tan grandes como alguna feligresía, nunca tuviera tiempo libre, ni siquiera para encargar el rareamiento de sus árboles, la limpieza de aquel plantío ahogado por las hiedras. ¡Menos mal que apareció oportunamente, antes de ponerse de moda los incendios, aquel Cubano mandón, y mandó limpiar, precisamente a aquellos a los que limpiaba simultáneamente su bolsillo con la multiplicación de los réditos! Bastante tenía don Darío con aquella alternancia social, y con el breviario de la Editorial Fournier, amén de calentar las pantorrillas, fuese invierno o verano, en la cocina palaciega, o en la bilbaína, de aquella taberna del Cuco de San Cibrao.

Retrocediendo al patriarca, al abuelo Rancaño, aquel que apadrinara de pías a doña Placeres, ¡que llegaría a ser su nuera!, tuvo una vida de polinomio, tal que si hiciese partijas de sí mismo, y de sí mismo saliesen aquellos hijos tan dispares, pero a la vez complementarios. Su modus vivendi nos parecería hoy anacrónico, fardón y mangonero, pero respondía a una época clasista, con un papel patriarcal que hizo de eslabón entre el feudalismo y el liberalismo, encabezando y dominando el Valle del Azúmara, donde fue querido sin por ello dejar de ser odiado, receptor de un tipo de vasallaje que lo repudiaba a la vez que lo necesitaban, y por ello le inclinaban la frente saliéndole al encuentro, fuese en la iglesia, en la feria, o en la fiesta en la que se encontrase. Le tenían por listo y buscaban sus consejos, o sus dichos, pero en el bautizo de su ahijada poca intuición demostró, ¡que mira que darle el nombre de Placeres en aquellas circunstancias...!

Fuera el tal padrino, según apuntado queda, precisamente aquel don Carlos María de Rancaño y de Sanjurjo, casado en Sarceda con la morgada, con la mejorada, de aquellos Osorio y Pardo de Moscoso. Servidor de nadie y carlista tardío, ¡séase, de oídas! Entre otras virtudes y circunstancias tenía la fachenda de jactarse de que en toda la rodeada, en todo lugar al que pudiese llegar a caballo, no hubo boda a la que no fuese invitado, ¡con su señora, claro!, pero esta declinaba tales honores en gracia de las varices de sus piernas, muy abultadas por cierto. Solía corresponder, ¡eso sí, pues los derechos de pernada, aquello de la prima noctis, quedaran extinguidos con el Antiguo Régimen!, dándole tierras al chico, al novio, para que mejorase de vida, para que las decruase, para que cavase y quemase los terrones..., ¡tan sólo por el quinto de los mollos, de los haces, o su equivalente en trigo, seco y limpio! No obstante hubo una excepción de aquellas generosidades, y fue precisamente cuando le parió la mujer a su casero de las Cavozas. Se dio la casualidad de que pasase por allí, por aquel puente del Camino Real de la Terra Chá, de recorrido señorial, rentístico, y se le ocurrió apearse de su caballo para..., ¡para tenérselas al aparcero por su abandono en limpiar las presas de aquellos prados del molino, en plena invernada!

-¡Calistro, lacazán! ¿Dónde estás, donde te metes, donde encovaste?

-Aquí me tiene, en la cocina, señor don Carlos, de par de la cambariña, pero, ¡está tan oscuro...! Aguarde un momento, que le alumbro con un tizón... ¡Hala, ya puede pasar; hágame el favor...! Mire este tallo, este tronco, que es el más alto... Siéntese para calentarse..., que yo, entretanto, le cuelgo su capa, aquí, por detrás del guindastre. Viene chorreando...; ¡y no va a venir, con este tiempo de xuncras!

Pero el Amo, como buen hidalgo, con cuatro pelos de feudal, por toda cortesía le soltó un rapapolvo de los suyos. Era cosa de hacerse respetar: ¡Dios y los fueros, como buen carlista, que por tal se tenía!

-¿Qué forma es esta de mirar por mis prados? ¡Por algo los pobres no salís de vuestro endego...!

-¡No se enfade conmigo, mi don Carlos...; hoy, no, que le estoy de parto...! –Se exculpó el casero, tímidamente, con la cabeza gacha, según estaba removiendo en los tizones para que no le decayese la lumbre al amo, ¡por desagradecido que fuese!

-¿Cual, a qué vaca le toca? ¡Deja en paz los tizones y prepárale una caldeada para que aliente a la cría! ¡Pobrecita: la vaca pariendo y tú entretenido con los tizones…!

-¡Ay, no señor, que no se trata de las vacas! Mírela, que le alumbro con este tizón: ¡es mi Manuela, aquí detrás, en la cambariña...!

-Señor don Carlos, aquí me tiene, que estoy callada..., ¡para no causarle molestias! Pero la verdad es que me vuelven los dolores, cada vez más seguidos... ¡Esto lo tenemos cerca, que ya no aguanto sin chillar…!

El hidalgo se enterneció:

-Mujer, perdona, ¡y que sea para bien! ¡No te viera…, con esa manta de trapos que tienes encima! –Se disculpó, y lo hizo seriamente, sinceramente.

El casero, en vista de que don Carlos bajara de tono, sensibilizándose, se atrevió a insinuar:

-Si no le parece mal... Mire, don Carlos, yo estaba para salir en busca de la Estrella de Veiga, que se nos tiene ofrecido para cando llegase la hora... Pero, entre que llegó usted, y luego esos relámpagos del diablo, que siempre me paralizan, pues…, me retrasé!

El amo se dispuso a rezongar, pero lo pensó mejor y se dio por aludido, aceptando la indirecta:

-No será así, que te debes quedar con tu mujer..., por un si acaso!  Dame esa capa…, la capa y el cayado, que en busca de esa partera iré yo, yo mismo…, que la bestia bien puede con los dos! ¡Y déjate de nombrar al diablo, ni al grande ni al pequeño, que eso es peligroso, que igual se dan por invitados…!

Una hora después, con la partera presente, agua al fuego, y un haz de astillas de roble arrancadas de aquel alpendre del heno, como quien deshoja maíz, apareció la cabecita, negruzca, sucia, grasienta y sanguinolenta, de aquella criatura. Todo felizmente, que los diablos, ni el Mayor ni el Menor, se dieron por aludidos en aquella invocación del aparcero que tanto preocupara al inefable carlista. La partera, agradecida a Dios y a don Carlos, no se cansaba de alzar en la criatura, envuelta en un refajo de lana, tal y como si la estuviese consagrando en un altar.

-¡Bendito sea Dios que me proporcionó las ancas de ese caballo de don Carlos, pues, de lo que no, esta moza de la cabecita redonda mal se habría visto para asomar solita por esa cueva tan estrecha del monte de su madre! Las primerizas..., ¡ya sabe!

La parida, para entonces calmada y feliz, con esa felicidad que sólo las madres han gozado, ¡gozado y sufrido!, tuvo humor para chancearse:

-¡Ay, luego, si yo tuviese que parir una estrella, como le pasó a su madre, que en paz esté, entonces..., para San Cibrao!

La partera, Estrella da Faladoira, entre lo contenta y lo fatigada que se sentía, refregó sus manos y las acercó a la lumbre, secándose a la vez que se calentaba. Nada más dijo, salvo pedirle a don Carlos María que la devolviese de igual modo a su casa en Veiga, pues, aunque disminuyera la lluvia, los caminos quedaran fangosos, intransitables. ¡Ni por la cena esperó! Cierto es que las corredoiras, paralelas al río Azúmara, imponían respeto a los mismísimos lobos, pero aquella oportunidad de acogerse nuevamente a la cintura de un hidalgo también le sería deseable a tal momento, siquiera fuese para no sentirse tan viuda como de hecho estaba.

Tanta ventura hubo aquella noche en el caserío de las Cavozas que el propio don Carlos se quedó a cenar, y eso que ya era de madrugada, ¡con su propio casero! Tan algodonado se sentía, que ni que estuviese de alterne con sus colegas, con toda la hidalguía de Lugo. Eso sí, cuando estuvo de vuelta, después de llevar la partera, le prestó su caballo al casero para que fuese a Sarceda, a su pazo, con la buena nueva, para tranquilizar a su dueña, doña Pura, por culpa de aquella ausencia nocturna, inhabitual en él. A la luz de las astillas, que llegaba para verle la carita a la recién, en todo aquel tiempo don Carlos María no retiró sus ojos de aquel bulto de lana donde pusieron a la niña, pareciéndole imposible, algo irreal, o un tanto milagroso, que aquel baldragas de Calistro, tan despreocupado, ¡a su criterio!, en el cuidado de su ganado, ¡al tercio!, y de aquellos juncales de la riega azumareña, fuese el padre de un ángel perfectamente labrado. En eso don Carlos tenía la conciencia tranquila, pues él, en aquella ocasión, con aquella moza..., ¡ni de lejos!

Observando la placidez de la chiquilla, aquel pelito sedoso con el que nació, aquella sonrisa angélica, que ni lloraba a pesar de encontrarse en una cunita pulguienta y carcomida, envuelta, enfajada, en aquellos trapos raspones, de lino de la casa, con un cobertor basto, de lana, de igual procedencia, se le ocurrió al Señor de Sarceda que una niña tan grandota y tan bella debía chamarse..., ¡eso, Placeres!

-No le puede ser, mi Amo, y bien que lo siento, pero tenemos de compadre al casero de Ínsua..., ¡y su parienta se llama Alicia! –Balbució aquel hombre, aquel esclavo, viéndose apretujado entre el reconocimiento a su compadre y la devoción y sumisión debida al señor de las tierras; ¡de las leiras, de los prados, de las vacas, de los tojos de calentar el horno...!

Don Carlos, ultrajado en sus fueros, le dio un puñetazo bien sonoro a la mesa de levante, que a poco la parte en dos.

-¿Alicia..., esa de las piernas torcidas? ¡Ya se puede reír…! ¿Manuela, te conformas con la opinión de este lacazán, que sólo hizo una cosa bien hecha en toda su vida de mangante?

Para la primeriza, detrás del parto físico aquel dolor moral, o más que moral, feudal, fue dramático, atentatorio de sus derechos personales, íntimos. ¡Le mangoneaban a su hija incluso en el nombre de pías; en la palabra, en el nombre que nadie estaba llamado a pronunciar más veces que ella misma! Arguyó por donde pudo, y como pudo:

-¡Yo que le voy a decir, señor don Carlos María! A mí lo de Alicia me gustaba..., ¡que suena cariñoso! Y luego está esa cosa que le dice mi hombre... Mire, esos de Ínsua bien que nos ayudan para sacar adelante esta labranza, que fueron ellos los que vinieron para ordeñar sus vacas desde que me vieron incapaz de agacharme...; ¡con el peso de la criatura! ¿Sabe? En estas circunstancias, si usted no se opone...

El señor bufaba, ¡más que el pote de las papas! ¿Un Rancaño, desplazado...? ¡Ca; en absoluto: Por Dios, por la Patria y por El Rey!

-¿Que dices, mujer, o es que te marea la fiebre? ¿Quién os ayuda, quien os vale, sin obligación de ningún género, que me sobran caseros, desde Lugo a Fonsagrada? Mías son las leiras que os dan el centeno, el pan de cada día. ¡Se lo pedís a Dios, efectivamente, pero sale de mis tierras! –En aquel momento el hidalgo se acordó de que era propietario-consorte y trató de enmendarse: -¡Quiero decir, mías y de mi Pura! Así que, rapaces, en esto quedamos: Los padrinos de esta Placeres..., ¡por la gracia de Dios, nosotros! Para complacer a esa patituerta de Ínsua, a esa tal Alicia, ya estáis encargando, de seguida, dos o tres chiquillos más, ¡pero, varones! Uno detrás del otro, tan pronto os lo permitan las reglas, para dárselos a bautizar, ¡ya que tanta deuda tenéis con ella! Pensad en lo que va a ser de este caserío, sin hombres que lo trabajen... ¿Que, qué va a ser, qué va a pasar?

Vencidos y desarmados aquellos caseros, poco les faltó para besarle las espuelas, que por cierto eran de plata, de las criminales, de esas de cuatro puntas, de las que se hincan y ahondan en el vientre si el jinete llega a cabrearse. Habló la casera, y lo hizo de la única forma que le cumplía:

-¡Señor, que Dios se lo pague! Sin embargo, mírelo bien, señor don Carlos María, que con nosotros, lo que es con nosotros, usted no tiene obligaciones, ¡ninguna!

Rematado satisfactoriamente aquel pleito, el hidalgo, sin más, cogió a la niña en brazos y acercándose a la sella del agua, con la misma herrada de beber, y sin pararse a considerar la baja temperatura, le derramó por la cabeza un buen cacillo de aquella agua de la fuente, a medio congelar, con el ritual del socorro:

Mi niña Placeres,

con intención de bautizarte…,

más adelante…,

yo te bautizo desde ahora.

En el nombre del Padre, y del Hijo...

-¡Hecho queda, que esta mocita, con esta agua de socorro, aunque muera estos días, ya no baja al Limbo! Y luego que yo asumo las responsabilidades de su apadrinamiento. Tal y como ayudé a parirla, ayudaré a criarla, que de hoy en adelante con los estudios de esta cosita correrá su padrino, ¡yo mismo! Y tú, lacazán, que ni abres la boca para darme las gracias, desde mañana te quiero ver con otra disposición; ¡para las tierras y para el ganado! ¿Estamos, compadre? Venga, trae esa mano, ¿o no te enteras de que estamos haciendo un pacto?

El casero, obediente, y aún sin enterarse a fondo de lo que allí estaba pasando, comprimió sus riñones, cuanto le dieron de si los goznes, ya un tanto reumáticos de tanto regar en aquella pradería azumareña, de tanto perseguir los topos, de tanto apresar truchas para subírselas al Amo, de tantos y de tales sometimientos...

-¡Señor, usted mande, que todo eso se hará..., lo mejor que yo pueda y sepa!

Le aceptó el besamanos, pero debía quedar bien clara aquella especie de aforamiento personal.

-¡Que señor ni que nabos! Toma nota de que yo sigo siendo don, don Carlos María..., ¡que por algo soy carlista! Lucho por mí, por mis fueros…, para que nadie se me suba a las barbas! Pero de lo dicho, ¡trato hecho! Aquí tienes mi mano, aunque os llega, y sobra, con mi palabra..., de caballero! Bien, pues, con esto acordado, me voy, que mi Pura estará preocupada por la viruela de nuestro Darío, ¡que no se si en estos medios iría ese médico de Serés...! Cuando mejore Darío ya vendremos por aquí, Pura y yo; y de paso, llevamos la niña a la iglesia... ¡Qué digo a la iglesia, a la capilla de Sarceda, que oficiará mi hermano Domingo…! Placeres como esta no se bautizan en un monasterio friolento..., ¡qué tal es el de San Cibrao!

Así fue, así pasó, tal cual, que así lo contaba aquel Casero, de nombre Celestino, aunque de celeste poco tuviese.

En aquellos bautizos, escasamente prodigados, del viejo hidalgo, los aciertos le venían de cuando su hijo, el primogénito: Mandara que lo nombrasen Darío porque leyera en algún libro de aquella biblioteca sarrienta de su pazo que el rey de los persas fuera un tal Darío, ¡un conquistador! Don Carlos María, en aquella ocasión, rememoró el concepto histórico y dedujo que un hijo suyo, portando ese nombramiento, igual casaba con la hija de un conde, o de un marqués, o duque..., y con tal motivo los de Sarceda volverían a su grandeza original, tal que en tiempos de los tátaras de su Pura, mayormente aquel Osorio, aquel cazador de osos, aquel que combatió en la Cueva de la Dona, en Covadonga, juntamente con el conde de Flammoso...

No paró ahí la anécdota de los nombres, pues, con el tiempo, algún esfuerzo y mucho sufrimiento de por medio, que vivir de limosnas poco vivir es, ¡aquella Placeres, aquella protegida de un hidalgo, llegó a Maestra! Por otra parte, como ya escaseaban las marquesas, por lo menos al alcance de aquel mayorazgo campesino, la Maestra-Ahijada llegó a ser nuera de don Carlos María... ¡Nuera de su propio padrino! En definitiva, con placeres, o sin ellos, el Pazo de Sarceda volvió a tener infancia.

Con respecto al “Padrino”, aquel que bautizaba con agua helada, tan pronto le mostró su nuera-ahijada aquel retoño, aquel rebrote de un injerto hidalgo, le advirtió seriamente que ya estaba bien de placeres onomásticos, y que su niña se llamaría Manuela, simplemente Manuela, igual, igualito que la abuela, aquella casera de las Cavozas, cada vez más encorvada de tanto portar y descargar haces de hierba, ¡precisamente para las vacas de su compadre-consuegro! Para el hidalgo aquello de “Manoliña” sonaba mexericas, redundante, empalagoso, plebeyo, pero...!

El patriarca, carlista irredento, faccioso por días de vida, no quedó muy satisfecho que digamos, ni del nombre ni del diminutivo de su nieta, y menos aún de que pasase el tiempo, meses, años..., y no hubiese trazas de un varón que transmitiese los apellidos! Nada, que nada le dijeron de por qué se agotaran aquellos vinculeros, pero el caso fue que doña Placeres, harta de placeres dolorosos, le dijo a su cónyuge, al “Darío Conquistador”, que aguantase sus crisis eróticas tal y como pudiese, tal que rezando credos, que los tiempos no estaban como para criar hijos propios y poner escuela para los del prójimo, simultáneamente, con una legua, diaria, de corredoiras!

Tiempos atípicos, en efecto, anacrónicos para nuestra hidalguía, pues comenzaba a asomar una generación un tanto rebelde, incluso de hijos de los caseros, que le perdían el respeto a sus terratenientes, prefiriendo pasar el charco, sobrenadar la Atlántida, atrochar las tinieblas del Mar Tenebroso, antes que decruar las chousas de Sarceda, ¡al quinto! En estas circunstancias, con estas ataduras, el nuevo cacique de Sarceda, don Darío de Rancaño, y media docena de apellidos, sucesor testamentario de aquel carlista baptizador, a falta de otras satisfacciones para sus apetencias y complejos, dio en presumir de amigos con mando en plaza; ¡en la de Lugo, obviamente! Eso sin contar con su firma, signatura y cátedra, de Juez de Paz en Castroverde, ¡que más pacífico que él, otro no lo encontraron! Lo malo del caso fue que las comilonas de aquella relación social tan cultivada se facturaron, siempre o casi que siempre, a nombre del heredero de Cas Rancaño, como ahora le llamaban, desde Corgo hasta Meira, pues aquello de “Casa Grande” a la nueva generación le sonaba..., ¡eso, demasiado grande! Y menos mal que retornó, a tiempo y en forma, aquel don Manuel, aquel de los hoteles turísticos del Venado..., ¡que si no tenía, no lograra, “don”, su din era indiscutible, contante y sonante!

Con esto y con todo, minucias fuera y obligaciones pagadas, la riega de Sarceda, en el propio nacimiento del río Azúmara, encabezando ese valle que separa al Mons Ciro del Monte de los Cubeiros, (Montecubeiro), era tan larga, tan larga y tan fértil, que, minorada y todo, el cubano salvó hierbas para doscientas vacas, cuatro toros (a los que allí llamaban bueyes, a pesar de que no les castraban), la yegua de las mujeres, el caballo de la parada..., ¡y también el contrario, (burro de parada), que en Sarceda siempre hubo un contrario!

Acostumbrado a dirigir hoteles, el tío Manuel, Manuel Rancaño, ¡de Osorio, de Moscoso..., y todo eso!, se puso a dirigir la vaquería de Sarceda con autoridad, poco menos que látigo en mano. Como decía este homo sapiens, este animal mecanizado, explicándoles a los vecinos su evolución cultural, ¡de tetas a ubres, la diferencia está en el sostén! Eso sí, con la colaboración de un ingeniero traído, decían, de Torrelavega, que era en aquel tiempo la mejor tierra de vacas pintas. El ingeniero le pergeñó, de inmediato, un paquete de construcciones principales, y  otro de edificaciones adjetivas, de las que presumía y no paraba: todo en rojo, en ladrillos de ocho..., ¡para que se viesen desde la carretera que va de Castroverde a Mosteiro! Para enmarcar las puertas y las ventanas, una greca de bloques prefabricados, imitando, sólo imitando, los linteles del pazo. La carpintería en aluminio vulgar, barato..., ¡como si en Sarceda careciesen de robles y de castaños! Para colmo de aquella ramplonería, ¡cubiertas de maléfica uralita!

Don Darío prefería las losas de la cantera de la Mouriña, y algo le apuntó al pagano a respecto de ellas, pero salió escaldado.

-¿Las vas a pagar tú, en por ti? Ahora no tenemos caseros que trabajen de balde, que suden en la cantera, que se avengan a los carretos, que enlosen de mañana por noche... ¡Estos vecinos, en holgazanes, ya pasan por delante de aquella negritud cubana!

-En ese caso, ¡haz lo que quieras!

Y tanto que lo hizo, que incluso derribaron el hórreo, y el palomar, ¡distintivos, con el ciprés y la capilla, de todo emplazamiento palaciego! Para manejar la piqueta no hubo pereza, ni pereza ni economía, que en esto los vecinos colaboraron satisfechos, ¡otros irmandiños!, posibilitando que aquellas cuadras repugnantes..., ¡también en lo estético!, quedasen a dos palmos de la capilla, tapándole un lateral. ¡Que Dios los bendiga, Amén!, fue la queja del curita, don Deogracias, tocado de santa ira pero inerte ante la fuerza cubana, ¡expresada en dólares!

Por su parte, aquel teórico de don Darío, éste con don pero sin din, tenía mejores ideas, pero, ante las circunstancias, poco pudo quejarse de aquellas vulgaridades enquistadas en el pazo de sus ilustres antepasados, limitándose a layar, más bien por lo bajo:

-¡Ay, Manuel, tu haz lo que quieras, que lo haces de tu propio bolsillo, pero, todo esto, la verdad, comparado con otras cosas que se están haciendo por los alrededores..., te son unas construcciones mierdosas!

-¡Claro, como que son para la mierda de las vacas!

El cubano, por toda respuesta, metía la mano en el bolsillo y rugía con las monedas, poco menos que si estuviese dándole al badajo de la campana parroquial, pero un día, ante tamaña ignorancia del vinculero, tuvo a bien darle una lección, que por cierto fue definitiva:

-Estás equivocado, hermano, pues el purín se recogerá ahí fuera, en un pozo enorme... Don Crespín, el ingeniero, le llama purín al zurro, ¿sabes?

-¿Purín, eso?

-Naturalmente, porque es puro de vaca, sin aditivos, sin estrumes de ninguna clase, que con ese zurro abonaremos las veigas; después de niveladas, claro. Aquí trabajaremos con grandes cubas cubanas, parecidas a las que tienen en los ingenios para recoger el zumo de la caña... Todo mecanizado, como hacen los gringos, que incluso le ponen gomas a su instrumento sexual, que así no enferman con el flujo de las mulatas. ¿Entiendes?

¡Dios, cuanta sabiduría! –Fue el pensamiento íntimo del hermano Cura, que tal oyó, pero nada dijo, que aquello no era de su incumbencia.

En cuanto a la dueña, doña Placeres, maestra en la Escuela Nacional Mixta de O Pombal, de par del viejo convento, ella no se metía en nada; ¡aquel pazo, para ella, era prestado!

-Hermano, estuve matinando que ahora, con esto del purín, en lugar de topos tendremos típulas. Más es, ¡que no sé si será perjudicial para las truchas…! Acuérdate que en esta casa siempre se comieron truchas del Azúmara, mayormente en Cuaresma..., ¡y a ti bien que te gustaban! ¿Estás dispuesto a pasar sin ellas?

Pero el cubano algo aprendiera de los gringos; algo, no, mucho:

-¡Economía, muchacho, que ya lo dijo Mr. Malthus! ¡Las truchas se compran, y la leche se vende! Aquí, en este país subdesarrollado, hay que poner negocios de vender, “estilo Holanda”, que así les llama el Ingeniero. Yo llegué a  rico  vendiéndoles a los gringos...; ¡de todo! ¿Querían ron? ¡Tomad ron! ¿Querían hembras? ¡Aquí tenéis, de las mejores, de las que no precisan un colchón;un hatajo de mulatas con las nalgas macizas! El labriego se empeña porque no tiene mercancía de la que precisa el mercado... Tratándose de vender, lo que sea..., ¡fuera el alma, que ahora ni el diablo las quiere! Vender, siempre vender, que eso de empeñarse..., ¡ni empeñarse ni empreñar, que de eso se pagan réditos, siempre! Mira sí sé cómo trabaja la usura, que esas artes luego me dieron tanto beneficio como plata les saqué a los enamoramientos de aquellas hermanas de la caridad, ¡y no precisamente de la del Cobre! Si no llego a despertarlas, ellas se lo hacían a los gringos, ¡gratis datis! ¡Burras, ellas, todas ellas, pues un gringo sin plata es como un vaso de agua, auténtica sosería!

Sólo en una ocasión las tuvo gordas con el Arcipreste, que cuando volvió de predicar en una Misión que hubo allá en Mosteiro se encontró con la capilla del pazo llenita, hasta la misma ara, de sacos de patatas, repletos y bien cosidos, ¡para cuando viniese a por ellas el camión de aquel Pol de Vilafrío! ¡Y menos mal que no había santos, pues aquellas imágenes de los siglos XV y XVI ya las vendiera Darío a pretexto de que les entrara la carcoma... En aquel rife-rafe venció el cura, que hasta maldijo en latín, así que, desde que le vaciaron la capilla, requirió albañiles, pintores, imagineros..., a costa del hermano putero, claro!

Quien sufrió y calló, como siempre, según dicho queda, fue la maestra del Pombal, doña Placeres, que incluso le tapiaron, con las torretas de los silos, aquellas vistas que miraban cara a su Cavozas natal, donde aún vivían sus padres.

En cuanto a la niña, Manolita, esta padeció algo menos en aquella revolución capitalista, que la cogió en la Normal de Lugo, ¡normalizándose! Y de paso, suspirando por su cadete, por su Orlandito de la Olga, que se le fuera a la Escuela General Militar de Zaragoza, camino del Generalato, ¡para aprender a conquistar imperios! Buen camino, sí señor, ese del Imperio, máxime en aquellos tiempos en los que la milicia era una salida, una de las mejores, para engrandecer, de nuevo, a los hidalgos. El estraperlo ya pasara, y el boom de la construcción no llegara, así que..., ¡Zaragoza! Tanto se fomentó aquel elitismo castrense, aquellos compartimientos estancos, que incluso se les exigía a los oficiales que aportasen referencias, siempre sometidas a la Superioridad, con respecto a las virtudes, limpieza de sangre, etcétera, de todas y cada una de sus novias, de las aspirantes a boda. ¡Esto no es una novela, que en la Historia está! Pero en este caso concreto, esta armada tampoco fue invencible.

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De la tierra de los piornos a la de los arganes, o de Piornedo de los Ancares a los yermos de Ifni:

¡Mi Teniente! Pienso que, por carta, y siendo desde tu Galicia, me dejarás llamarte así, que también tus soldados, ¡les estoy oyendo, que me lo trae este viento sureño!, te dicen, “¡Mi Teniente!”. Pero ellos, como no tienen confianza contigo, te lo dirán erguidos, cuadrados, sacando el pecho!

Hoy, aquí, ya de Maestra en esta escuela de Piornedo de los Ancares, estamos ultimando el trimestre, y por ende, preparándonos para que, cuando les hable de Belén, por Navidades, sepan y entiendan que hay otros mundos, otras tierras, otros continentes…  Refiriéndome a África, mostrándosela en el mapa, casi se me escapa, que estuve a punto de decírselo, que tengo por allá abajo un rapaz, un chico, ¡un Sidi, un Campeador!

No me creían que España tenga desiertos..., poblados! Y tampoco les fue fácil de entender que a ese Ifni, que según me dices trae su geonomástica de un santón que les enseñó la doctrina coránica, la de Muhammad, en lugar de “don”, o de “Señor”, le aseñoran de“Sidi”; y que ese beato, por llamarle de algún modo, está enterrado ahí mismo, en las mismísimas puertas del desierto, en un morabito blanco, al borde de un asif, que viene a ser un riachuelo, un regato, que casi no lleva agua pero que se hace invadeable en los torrenciales. También les hablé de una playa-embarcadero besada a diario, constantemente, por siete olas, haya o no temporal. ¿Derechos de autor? ¡Tú mismo, las fotos, en tus cartas…!

 


 

¿Qué? ¿He entendido bien cómo es ese infierno que me espera? No, hombre, no, no te alarmes, que tampoco me alarmé yo con las descripciones que me has hecho en las tuyas: Contigo, de luna de miel..., a la luna que sea! Y luego está que algún día vendremos para Galicia, destinado a la VIII Región Militar.

A propósito de tus cartas: Ayer, que hizo mejor día, bajé a la feria, a San Román de Cervantes, y compré una cinta de seda para atarlas todas juntas, tal y como se merecen. ¿Qué haces tú con las mías, tal que con la presente? Espero que las tengas a buen resguardo, que dicen que los militares sois unos machistas impenitentes, y que os sentís gallitos mostrándoselas a los compañeros.

Esto de la feria me hace recordar que tuve una carta de mamá en la que me dice que el pasado día 7, como cayó en domingo, fue a la feria de Mosteiro, y estuvo con doña Marisa. ¡Dios, como se quieren, las dos, que siempre me habla de la tuya en los términos más encomiásticos! Hablaron de nosotros, ¡siempre lo hacen, supongo!, y me dice que está “impaciente” por verte cumplir esos dos años de destino forzoso ahí en África, que su esperanza está en que, después de eso, con esos méritos, o puntos, o como se diga, consigas una vacante en la Capitanía de Coruña, para que no tengas que salir, nunca más, de nuestra tierra. Por mi parte eso de “impaciencia” es un término, un concepto, que no me lo enseñó la mía, que no quiere reconocer su existencia, así que, por mi parte, voy llevando estas ansias, esta espera, con bastante disimulo; ¡con el posible!

Como hace mucho frío, propio de la estación en estas latitudes por otra parte, aún no me he ido de este local, de la escuela; recelo salir, que se me hacen  temibles estos cien metros, con la nieve de una cuarta, así que, peor para ti, que te resultará excesiva esta carta, escrita a trozos. Pero tarde o temprano tendré que atrochar el fango para irme a la casa donde me hospedo. Ya te dije que en ella se está bien, bastante bien, que tienen el ganado cerca de las cambariñas… ¡Quien me diese, a tal momento, esos brazos tuyos, fortísimos, propios de un Marte, para que me transportases desde aquí, desde el local de la escuela a la casa de la posada!

 


           

En este mini edificio del Colegio atizo sin parar a una estufita que me pusieron, pero resulta insuficiente por minúscula. Es una especie de “salamandra” de hierro, que apenas caldea este ambiente. ¡Un “ambiente!” del diablo, sólo que en frío! Realmente quien me la puso fue el señor Alcalde de Cervantes, que resultó ser un amigote de mi padre, “colega” suyo en sus comilonas de Lugo. El caso es que me hizo un gran favor.

De leña proveen estos vecinos, los padres de los niños, que lo hacen con toda generosidad, aunque se queden ellos escasos. ¡Dios se lo pague! En particular el señor Clodio y su esposa, Elvira, los de la casa-palloza donde paro, son buenísimos, con esa sencillez, con esa naturalidad, propias de la gente que vive lejos de ese artificio al que llamamos civilización.

Desde aquí, desde mi mesa, en la que te estoy escribiendo..., ¡y ya  parece un testamento...!, percibo una estampa de Navidad hermosísima. Como nadie la retrata, que hoy estamos incomunicados, la voy a dibujar en esta carta, mi amor, que así la recibes con mis deseos, con los mejores…, a falta de un christmas!

 


           

Las pallozas están en un segundo plano, que aquí por delante, aquí mismo, con un camino de carro en medio, tenemos las paredes de la huerta de la señora Etelvina, ¡forradas en hiedra! Si nos fijamos un poco, donde solían estar los “couceiros”, los tallos de las coles, ahora vemos unas ringleras de enanos chepudos, todos ellos con sus capas blancas, blanquísimas, como almidonadas, que parecen estar hechas con lino del telar casero. Lo que les entreveo, que será por culpa de los pliegues de sus capas, son unas orejas enormes y verdosas, tan grandes, que semejan berzas. ¡Qué deformidades las de estos enanos, pero no me asustan porque son pacíficos, o más exactamente, inmovilistas!

Detrás de la línea de los paredones, se supone que en el lindero, en el arró, que dicen aquí, bracea una formación de capudres, (Sorbus aucuparia), y todos ellos rezando un rosario de cuentas encarnadas. ¿No serán abalorios de un collar…? Si esto fuese Lugo, yo opinaría que se trata de una mano de rubíes, de los de engarzar, enracimados y tirados al azar en los estantes de una joyería.

Ya en el último plano, en el general, al fondo del cuadro, en lontananza que dicen los poetas castellanos, tenemos la cima, la cumbre, de estas montañas enormes, monstruosas: el Mustallar y los Tres Obispos, que sólo se distinguen de los nublados ahora a la noche, que se abrió paso, no sé de qué forma, una ráfaga de sol; un sol amarillo, enfermizo, ictérico, propio de esta invernada.

(Voy cambiar de “péñola”, pues de tanto escribir, se desgajó esta, que es de corona, pero tengo reservas). De la casa-palloza de la señora Elvira a tal momento sale una humareda enorme, oscura, fantasmal. Eso significa que están atizando fuerte, y más bien con leña verde y húmeda. Tanto puede ser que lo hagan para derretir los chicharrones de la matanza, como que estén preparando un brasero para ofrecérselo al Niño Dios, ¡por si llega aterecido!  (Me parece que será para algo más prosaico, tal que para tenerle unas brasas a la Maestra…, que siempre les llega con la cabeza caliente y los pies congelados). Descarté eso del Niño Dios porque aquí no tienen bueyes que le echen vaharadas, ni mulas que le troceen la paja de su cunita. ¡Sólo tendría pastores, y para eso, éstos ya están convertidos, convertidos y bautizados!

Esta pluma parece que va algo mejor, así que seguiré contigo mientras me quede un chisco de luz en esta ventana… Mi querido Orlando, por veces me entran unas ganas atroces de escribir un libro; si, un libro, con mis pensamientos, con el corazón en la mano: Sería una especie de diario..., pero he decidido que lo mejor es anticipártelo, capítulo a capítulo, carta va y carta viene. Si te lo digo todo, ahora, sea en un libro o en cartas, ¿de qué hablaremos después, después de la boda?

¿Te acuerdas de que siempre nos entendimos bien, ya desde la infancia? Yo diría que a la perfección, sin casi hablarnos, con simples miradas. ¿Se dará en nuestras almas eso que dicen de la telepatía; tendremos, acaso, un hilo telepático, anímico, trenzado por nosotros mismos en nuestra inocencia, de tanto que llevamos jugueteado juntos, fuese en tu casa o en la mía? Tendré que preguntárselo al tío “Deogracias”, pues con tantos secretos de confesión igual le tienen confesado algo de eso, pero..., ¡no lo dice! Orlandiño, en serio: ¿tú sabes algo, crees en la telepatía?

Las tuyas, enrolladas según las tengo, como si fuesen pergaminos de una biblioteca, son para mí otra especie de libro, que lo voy titular, desde ya, “Memorias de un Teniente de Academia destinado en la colonia de Ifni”. ¡Ah, no, que ya sé que no se puede decir “colonia” sino Territorio, Territorio de Ifni, Territorio de Soberanía, que me lo tienes advertido, pero, ¡suena tan  falso, a mi corto entender...!

De propósito: Aún no sé cuándo te corresponden esas vacaciones..., eso de la “colonial”. ¿Es posible que vengas este verano, cando me den el “punto”, o sea, el punto y la coma?

Ya se ve poco, pero aún tengo que pedirte un favor: Se trata de un recomendado del tío Mingos, que le tienes en ese Campamento “Ronson”, supongo que haciendo la instrucción. Aquí te va su nombre, en un papelito... Mi tío, ¡que pronto lo será tuyo!, me dijo esto, así, literalmente, que ya sabes que gozo de una memoria magnífica; para algunas cosas, excesiva: “... Muchacha, estate tranquila, que rezo por él, día a día, para que no le hagan daño los moros, que los quintos me dicen que no son de fiar”. A ver si lo entiendes, ¿quiénes no son de fiar, los moros o los quintos?

De aquí no paso, que ya tuve que encender la vela. Siempre tuya, aunque por ahora, sólo de pensamiento,

                                                                          Manolita

De los arganes a las palmeras

 


           

El hotel Madrid, en las Palmas de Gran Canaria, -(Plaza Cairasco. En su habitación núm. 3 durmieron los Franco; ¡y mi esposa y yo, también, pero en el año 1955! Ellos en espera de que el bimotor Havilland D.H.89 Dragon Rapide llevase a don Hermenegildo a su Marruecos para incorporarse al Levantamiento; la mujer y la hija salieron el mismo día en un trasatlántico, pero rumbo a Inglaterra)-, que era por aquel entonces, y tradicionalmente, el predilecto de los militares. El mismo 18 de Julio, pero por la tarde, partió el ínclito con la lanza en ristre, dispuesto a redimir cristianos, aunque para ello tuviese que sacrificar diez millares de amigos, diez millares de moros. ¡Todo por la Patria, todo por Sbania!

-¿Orlando, amor, estás despierto?

Este carajo es un señorito de mucho nabo..., de los de Lugo! Con tal de hervirlo un poco, se le disuelven los...,  los grelos! ¡Manteca pura! De lo demás, ¡un fofo, que siempre está adormilado! Ayer, y para eso en la noche de bodas, cuatro minutos de danza, y ya cascó, como un huevo podrido!

El novio, aquel miles decepcionado y decepcionante, entonces acordó, pero lo hizo bruscamente, sobresaltado:

-¡Uih! ¿Que, qué pasa; tocaron diana?

¡Qué poca consideración! Esta catarata se parece al Capitán Valerio...; ¡dos acelerados, dos repelentes! ¿Igual quiere volver a las maniobras...?

-¡Lo que pasa lo dirás tú, rapaz! ¿Acaso tienes pesadillas?

¡Qué chulo es; a ver, a ver que me responde!

-¿Yo; yo, qué? ¡Pero, como...! ¿Pesadillas, yo?

¿Se me escaparía algo; habré hablado entre sueños, en alto...?

-¡Hombre, no sé; no lo sé! ¡Por las trazas...! Llevas dos horas dando vueltas, como si te hiciesen cosquillas..., y bien sabe Dios que estuve queda, más estirada que la estola del señor cura! Pero tú, en cambio, te enroscas en ti mismo..., ¡igual que  si fueses un erizo! Casi no me dejas sitio en esta camaza, ¡con lo grande que es!

¿Lo veis…?¡Este tío está acostumbrado a mandar, y quien manda, se desmanda!

-¿Sitio...? ¡Mujer, en una cama de estas, canaria, de matrimonio…; si somos bien avenidos tiene que sobrar la mitad! ¿Entonces, de que te quejas?

Lo que ella no dice, ni reconoce, es que tiene esas ancas ocuponas…, tal que una bestia de las mías, aquellas de la Olga..., ¡de mantenidas y holgadas que las tienen mis criados!

-¿Pero, hombre, de verdad que no te acuerdas de nada; nada, nada de nada...?

No sé si me pasaría, que su respuesta va ser echarme de la cama, a paso ligero...

-¿De qué tengo que acordarme, mi amor; qué estás tramando?

¡Pero qué recalcitrante es esta fulana, con el sueño que tengo! ¡Claro, conmigo hizo un buen negocio…, mientras yo traicionaba a mi Manolita! ¡Ella durmió feliz mientras yo pasaba la noche deglutiendo la bilis de mis remordimientos!

-¡Pues, luego..., no sé; no sé qué te pasó para que no dieses señales de vida..., en una noche tan señalada!

¡Estoy de suerte con este mono si ya en el primer día…, huevo goro; y encima de eso, disimula!

-Mujer, a mí no me pasa nada; tan sólo que estamos casados, atados con la misma cuerda…, ¡y no precisamente de sisal! Ayer, en el Casino, en nuestro banquete, he comido poco, que no me entraba la comida; seguro que fue por estar enojado de verte engullir, que luego parecías una serpiente... Después de eso, con el batido de ese avión de la Estafeta Militar, llegué con el estómago subido a la barbilla, que bien viste que ni casi cené. Pero ahora te voy a papar, enterita, ¡que ya es decir!, si no traen pronto ese almuerzo hotelero, ¡de la cocina a la suite! ¡Pero mira que estás bombón, un bombón duro, macizo...! ¡Ñam! ¡Venga, mujer, dame los buenos días, dame un abrazo...! ¡No, así no: con las cuatro...!

¡Cómo me voy poner de carne! De esto, mucho, a placer, que esta es bacon auténtico, todo hebra, que para sí lo quisiesen eses langranes de Inglaterra, eses larpeiros del Peñón... Estas sí que son magras; antes del almuerzo, al almuerzo...; ¡y después, también! En todo tiempo, en todo lugar, así sea detrás de un argán, que ya la tengo acostumbrada a las posturas más difíciles; ¡todas las del kamasutra, y nunca se quejó!

-Orlando, bruto, que no soy un fusil; no me aprietes de esta manera, que me lastimas... Vuelve al surco, que cambiaste de conversación para no decirme lo que te pasa. ¿O piensas que soy boba…?

En vista de que no le contestaba, se libró de sus abrazos y se sentó en la cama, con la almohada por respaldo:

-¿Cariño, si nada te pasa, por qué estás así, tan nervioso? ¡Aquí en Canarias no hay moros, no hay paccos!

Ahora me lo va a decir, se confesará conmigo; si, no, si….

-¿Nervioso, yo; yo, que acabo de ganar la primera de las batallas, conquistando esta isla, rodeada de sábanas por todas partes...? ¡Voy a tomar posesión de este imperio de nalgas! ¡Cleopatra...; eso, pareces una Cleopatra..., en lo de nariguda, sólo que tienes la culera de cuatro egipcias!

¡Ya, ya; si, mujer; quien te lo diera; quien te diese su inteligencia, su belleza, su sensibilidad..., que sólo tenéis en común vuestra especialidad en animar las mingas, por imperiales que sean!

-¡Hombre, está bien! ¿Así que te acostaste..., con tres? ¡Ahora resulta que yo soy Cleopatra; y de noche, esta misma noche, pasé de Felisa a Manuela! ¡Una Manuela debajo de mi sabanela! ¡Tres a la vez, en la misma cama! –Felisa quiso reírse de su propia broma pero fue en vano, que no le salió, pues aquel incidente le daba más bien para llorar, para desesperarse de celos.

¡Toma esta indirecta, y ya que no te aclaras, ya que no te sinceras, vete a tomar…, aire fresco...!

Cogió a su galán con la guardia baja, que incluso se aturulló:

-¿Cómo; de que hablas, qué sabes tú de esa tal..., Manuela?

Nada más decirlo, Orlando se arrepintió, tal que Adán con aquello de la manzana; pero Felisa a lo suyo, insistente, intrigada, pelma:

-Esta noche, por veces, decías Manolita... ¿Quién es esa Manuela de tus sueños; o me vas a negar lo que yo misma escuché? ¡Bien despierta que estaba a tal momento...!

Su intención era abobarle, si tal pudiese:

¡De esta te pongo a parir, yo, yo misma..., caja de secretos, machista indecente!

-¿Manuela, Manolita...; eso dije? ¡Ah, sí, ya recuerdo! Mira, Felisiña, si tuvieses algo de cultura sabrías que el sueño de la razón engendra monstruos... Pero eso no tiene importancia. ¿Sabes de qué va la cosa…? Se trata de una gatita que tuve de niño, en el pazo, en nuestro pazo de la Olga. ¡Lo que son las lembranzas de la infancia, que un goce no borra los otros! –Se evadió, cómo y por donde pudo, echándole a la cosa una pizca de imaginación. -Lo cierto es que a nuestra gata le llamábamos “Casilda”, por lo casera que salió, siempre en el hogar, y dándole al rabo... ¡Aquella era una gata, pero tú eres…, una lagarta!

-¡Entonces tu eres parvo...! Mira que pasar media noche, ¡media noche de bodas!, en semejante hotel, con lo que aquí cobran, repitiendo en sueños: “Manolita, por Dios, perdóname!”. ¡A quien se le cuente…! Este hombracho, cavilando en su gata... ¡Qué cosas; razonas y funcionas como un niño!

¡Eso, qué cosas tiene! ¡Le hablé tal y como se merece, por chulito, que conmigo siempre está de guasa...!

-¡Ah! ¿Eso dije, y en alto, en voz alta, de forma inteligible? ¡Pues, no; no me acuerdo de eso, de eso que dices que soñé..., en alto!

¡Puñetera, que vas a salir más observadora de lo que había previsto! Cierto es que pasé media noche dándole vueltas a mi conciencia, evocando aquella maestrita, aquel amor infantil, aquella niñita de los calcetines...; ¡y tanto me he desvelado, que por algo estoy, a tal momento, borracho de sueño!

-Sí, hombre, sí, que eso fue lo único que te he entendido, a pesar de lo mucho que murmuraste; tanto, que incluso he cogido miedo, que nunca oyera de nadie así, con pesadillas, que siempre se me dijo que eso era cosa, enfermedad, de los niños; ¡es decir, una fantasía infantil!

¿Qué me cogiste miedo...? ¡Miedo te lo tengo yo, por si rascas en el fondo de mis heridas...!  

Se sobresaltó, y mucho, aquel miles fanfarrón, aquel aprendiz de héroe destinado en África, en la propia forja del mando, del alto mando, pero lo que manifestó, o lo que exteriorizó, fue exactamente esto:

-¿Felisiña, y no..., no he roncado, a la vez? ¡Debió ser con la emoción, con los nervios del casamiento, con la paliza de este viaje en ese Junker de la Estafeta Militar, con esta felicidad que talmente me emborracha...! Por algo dicen que la mujer, como la maleta, aguanta todo lo que la metan!

Pero el diablo seguía soplándole al novio, avivando lo más íntimo de sus rescoldos, además de inyectarle aquellas procacidades machistas:

¡Mal empezamos, Felisona, que vaya doble vida la que me espera, que si tengo algún equívoco, alguna contradicción, algún ligue fortuito, y después sueño con eso, tal que en voz alta, en la cama..., jodido voy! Lo tendré que consultar con el médico, por si soy sonámbulo..., ¡y yo sin saberlo!

-¡No; eso, no; aquí no roncaste..., que sólo eso te faltaba! –Aunque roncase un poco, aquella novia, aquella esposa, francota y algo bruta, era suficientemente discreta como para no decírselo, para no afearle.

Ronques o no, contigo me siento en el Cielo, que ahora soy “Tenienta”, tenienta consorte, ¡y sin pasar por Zaragoza!

Para el teniente, ¡para un teniente de Academia!, cumplía maniobrar con tino, mostrar una diversión estratégica, desorientar al enemigo, hacerse respetar:

-Mujer, después de todo, sueñe o no en voz alta, buena suerte tuviste conmigo... ¡Más de la que tuvo aquella gatita cuando le pisé el rabo, y bien que la lastimé, supongo!

¡Qué si la dañé; cuando ella lo sepa...! ¡Dios, cuánto va llorar mi Manolita! Ni me atrevo a imaginar las escenas: la suya propia, la de mi madre, la de sus parientes…, allí, en el pazo de Sarceda..., ¡que igual se hunde, con lo sensible que es, y se casará con otro, con cualquier badulaque, sin pensarlo, sin amor…, sólo por despecho!

Felisa, desde su ingenuidad y harta de aquella conversación, de aquellos incidentes matrimoniales, apostó por la paz, por la concordia:

-¿Entonces, de veras, soñaste..., eso, eso de la gata? ¡Mi bien, pero qué bueno eres, buenísimo; cuanto te quiero! Eres tan bueno, que sigues pidiéndole perdón a una minina..., ¡en tu noche de bodas! Rapaz, contigo me tocó la lotería...; ¡siempre te lo agradeceré! –En esta ocasión dijo lo mismo que pensaba, tal cual; ¡de momento triunfara su ángel, el bueno!

-¡Tocó, mujer, tocó; la de los ciegos, la más fácil de todas!

No lo sabes bien, querida lercha, pero yo, en trueque de estas nalgas, de estas carnes a granel, he perdido una hembra fuera de serie, de las de concurso; una hembra que era, ¡que es!, todo sal, espíritu, discreción, simpatía...; ¡con una cintura de avispa! Y a mayores de eso, en mi tierra, en mi propia comarca: aquel pazo, la casona de Sarceda…; una propiedad extensa, preciosa, de gran nombradía..., ¡que tanto la lleva codiciado mi madre para su ilustre hijo! Con la propiedad, vendría la chica; y con la chica, la propiedad. Soy un militar derrotado..., ¡en la más íntima de las batallas!

Un poco después:

-Felisa, ya está bien de juegos, que me tienes agotado. Va resultar que salí del campamento..., para entrar de maniobras! Me vestiré, que aún no nos subieron la prensa, según les encargué...

-Sería porque pusiste en la puerta ese cartel que dice, “No disturb”. ¿Qué quiere decir, que no nos distraigan...? ¡Siempre pensé que los canarios hablaban en castellano...!

-¡Hablan de todo..., menos portugués, que en eso les ganas tú, tú misma! Mira, bajo a buscar el periódico, y de paso, desayuno, que ya lo preciso. ¿Qué digo que te suban, que te apetece?

El novio precisaba aquella interrupción, aquel respiro, ante aquella novia insaciable, posesiva, forzuda. Se aconsejó a sí mismo:

¡Huye, teniente, huye, que una retirada a tiempo es una victoria, y en esta cama tu enemigo está practicando una táctica algo bruta, de desgaste; físico, pero también moral, que voy quedar por impotente…!

Felisa, por su parte, una inocente en aquel cocimiento, entendiendo la vida a su manera:

-¡Ni lo sé! Por tomar algo, quiero una taza de chocolate…, espesito y con churros. También un zumo...; ¡mejor, de piña, que oí decir que aquí lo ponen exquisito!

-Sí, monada, mi sol sahariano; ahora mismo te lo suben.

Antes de salir de la habitación bien que se rio de su Felisa, ahora legal y canónicamente suya, pero lo hizo por dentro, en aquellas lucubraciones de su cerebro atormentado.

Con tu roznar de mona gruñona, mejor te sentaría una piña de las otras..., de plátanos! ¿No si, monada, ya que estamos en Canarias...?

-.-

 

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OPERACIÓN : CUÑADA

-II-

Xosé María Gómez Vilabella