jueves, 20 de diciembre de 2012

OPERACIÓN: CUÑADA -IV-



…/…

Paralelamente, en casa de Felisa otro retazo, otro ramalazo del mismo siroco; tormentas estacionales, cuñadías:

-...

-¡Orlando, cariño, tardaste mucho; y me tenías desamparada, en soledad, lo que se dice, adolecida! ¡Más de una hora, y simplemente para pagar una deuda...! ¡Temí que te arrestaran, otra vez, de segundas!

-Ya te dije que esta deuda era de honor..., ¡y esas llevan su tiempo!

Aún más impaciente:

-¡Di la verdad, aprende a decirla!

-Nada, mujer, tranquila; estuve jugando al póquer, ahí, en el Casino, ¡y no veas que faroles me tiré!

Con aquella retórica, con aquella inventada, le volvió el sosiego:

-¿Ganaste? ¡Traes aspecto de vencedor!

-¡Creo que sí, que se apuntó al juego un amigo que me quiere mucho, pero tuvo que pagar prendas! Como yo juego con más trucos, con trucos de señorito, se cela de mí, y entonces, con ese aliciente, yo, para hacerle rabiar, me supero! ¡Cosas de la vida, competencia desleal!

Preocupada, y cariñosa, seguía reteniéndole con un abrazo de bucles:

-Orlandiño, yo, contigo, como siempre, ¡en las berzas! ¡No entiendo nadita de vuestras chanzas! ¿Dios, para qué habrá militares si sois otros tantos dioses, siempre en competencia con el Dios de los curas?

-Dios es Creador..., ¡y tú no quieres tener hijos!

-¡El crea, y vosotros, matáis! Pienso tener hijos, claro que sí, pero desde que los vea seguros en este país, que no quiero engendrar hijos para que tú los dejes huérfanos..., y trazas de eso llevamos, tal y como se acrecientan estos moros con su ¡Iahia al Malik! En lo poco que entiendo, por peor camino no podemos ir, que en lugar de arrestar a los moros os arrestáis vosotros, vosotros mismos, de arriba para abajo, los unos a los otros, ¡y menos mal que no podéis hacerlo al revés!

-¡Ay Felisona, Felisona, que siempre hablas de lo que no entiendes!

-Lo que no entiendo es que andes jugando dinero, que por suerte que tengas, y por rico que seas, llegar a pobre no es ninguna valentía, que eso lo hace cualquiera, ¡así sea conde de Monterrey, que ya viste que le está cayendo su castillo!

-¡Si, mujer, es verdad que gané, pero fue por Navidades, aquel día que me casé contigo, que poco a poco me vas dominando...! ¡Por eso, hoy te quiero más que ayer!

-¿Hoy, sí; y en aquella ocasión..., no?

-Entonces, la verdad...; ¡mira, mujer, la verdad es que yo, invernando aquí en África, tal que las golondrinas, añoraba las flores de mi tierra, y como no tenía otras, descendí a los cactus!

-¡Martillo de herrero, que siempre andas a golpes y con adivinanzas! ¡Vaya hora que me hiciste pasar! Dime la verdad, ¡ya que tanto hablas de ella, de la verdad! ¿Tuviste otra pendencia con los Valerio, estaban en el Casino?

-Ya que quieres la verdad...; ¿la verdad desnuda, sin velos? ¡Me lie con la Paloma, con la “pomba” de tu pombal, con tu rival, que sólo me faltó besarla! Platónicamente, por supuesto, que ella, a tu lado...; ¡ella, un mixto; y tú, un cirio! Hay un decir, una definición, en nuestra tierra, que dice, “capilla, palomar y ciprés, pazo es!”. ¿Yo, un señor de “pazo”, y sin palomar…? ¡Las palomas son lo mío, es mi corte!

Con la curiosidad salpicada de celos:

-¡Cuenta, di; en serio! ¿Qué pasó, que esa gente me asusta más que..., más que los cabos de Feces! Bien dice el refrán que pleitear con el cacique y apretarse el nudo…, ¡ahogarse es!

Orlando se rio abiertamente, tanto o más por lo que el mismo iba decir que por la impaciencia de su mujer:

-De momento, ¡nada!, pero es seguro que esta noche duermen de culo, ¡los dos! Me he metido a fondo con ella, haciéndole creer que estoy arrepentido de no haberla elegido...; y todo eso a campo abierto, medio a medio de la terraza... ¡Tête-à-tête, que se dice! ¡Justo a la hora de venir la segunda de las guaguas!

-¿Que ganas tu con eso; soplarle al fuego, arrimarle estopas…?

-¡Claro! ¡No eres tan tonta como por veces aparentas! Lo hice adrede para que ese cretino de Valerio, al entrar en el Casino, que es donde ella le aguarda, siempre, o habitualmente, nos viese de parola, a los dos, y con las cabezas juntas, casi secreteando, ¡como en un arrullo! ¿Consecuencias lógicas? Él se cela, y de celoso, le coge tirria a su mujer, que en lo sucesivo de quien estará quejoso será de ella, de su propia esposa... ¡Psicología en acción, chata!

Felisa, con sus dudas metódicas:

-¿Y si te quemas tú...? ¡Mira que yo también soy celosa, muchísimo!

Con un beso por anestesia se calmaron los ánimos, de parte a parte.

-.-

 

La ciudad de Sidi Ifni era suficientemente grande para el descontrol, para el anonimato de los nativos: vestimenta medieval, pardusca, y en ocasiones, blanca, o azul-sáhara, monótona de formas y con esa miseria de colores, fuese en hombres o en mujeres; tierra reseca y adobe cremoso en los edificios, no siempre encalados, olor indefectible a cuz-cuz..., y para más uniformidad, en cada faltriquera, su llave, ¡granaínas! ¡En la de los Notables, por supuesto! Demasiado reducida, luminosa y transparente, la ciudad, como para no controlar a los españoles, a los mandantes, civiles o militares, máxime si tenían, si ejercían, categoría o funciones de cierto relieve.

Una de las vías principales, la del “Seis de Abril”, conmemorativa de la ocupación española, se encabezaba con el Zoco, con el nuevo; y en la otra banda, en la otra acera, el edificio de Correos y el bloque o manzana de las casas de Boaida, ocupadas, alquiladas, por capitanes y por comandantes de cierto renombre, que no tenían, o no quisieran, el pabellón reglamentario. Después del Zoco, en la acera de los impares, venía Casa Martínez, un bazar elegante, bien surtido y bien atendido.

 

 


Calle 6 de Abril. Sidi Ifni.

 

Precisamente las ventanas del capitán Valerio, en un ángulo de aquel complejo de Boaida, caían fronteras con la tienda de los Martínez, así que, con tales miradores, la “Paloma” podía elegir, ¡Mirador o Casino, nido o pombal, por tiempos!

Por su parte, Orlando era un gran aficionado a la fotografía, vicio feudal del que siempre fueron tributarios los señoríos: de quien les redactase su crónica, de quien les grabase las piedras de armas, del pintor que retratase a la dueña del castillo exhibiendo sus mejores ropas y adobíos... Paloma, en su habitual desocupación y avizoramiento, le vio acercarse a la tienda de los Martínez…, ¡y venía solo!        

¡Caíste, y precisamente a mis pies; un Romeo bajo las ventanas de su Julia, o Julieta, o como se llamase, casualmente hoy, que ya es coincidencia, con Valerio ausente…! Vienes al atardecer…, ¡cómo tiene que ser! ¡Mal hecho, nene, que aviada como estoy, me tiro al río, así sea al Manzanares, en un minuto...!

Según iba bajando, impaciente, por aquellas escaleras rectilíneas, interminables:

No tengo prisa, que hablarás de fotografía con Pepín Martínez...; de objetivos, de revelados...; ¡de todo eso! Pero la revelación va a ser la mía, que con la Iglesia, con el Páter, otro cliente de Martínez, aquí no toparás, pero lo que es conmigo...!

Y tanto que así fue, que bajó en un tris, colorada por las prisas, sólo por eso; escotada, donairosa..., ¡oliendo a Rêve d´Or, que lo pusieran de moda las francesas, en aquellos tiempos de apogeo en su Zona!

Sin otros saludos que los de sus ojos de gata en celo, se acercó al mostrador, un mostrador de época, alto, que a poco que se aproximase le servía de bandeja para depositar sus prominencias mamarias, ¡en su lugar, descanso, que son mías!, efecto logrado con un doble movimiento de aproximación a las tablas; y luego que, con aquellas prisas, bajara en simples babuchas. ¡La medida justa! Exigió, que no pidió:

-¡Ola, Pepín! Quisiera ver eses aros…; si, esos de estilo antiguo, que los tienes ahí fuera, en el escaparate...

Medio girándose, pero sin desasentar las mamas, ampliadas incluso por la rigidez de su escote, le bisbisó discretamente a Orlando, que, ¿casualmente?, le caía de lado:

-¿También aquí...? ¿No vendrás en busca de otros aretes, para Felisa..., haciéndome la competencia...?

El aludido, que tampoco era santo:

-No, Paloma, que tienes las existencias disponibles, todas en por ti y para ti..., ¡por más que no precisas realzar tu natural belleza! ¿No se dice así en las crónicas de sociedad?

-¿Y luego, tú, qué haces; de fotos..., no?

-¡Ya ves que sí, que estoy ponderando estas cámaras modernas, de alta definición o sensibilidad, que me dice el amigo Pepín que acaba de traerlas de Canarias, del Puerto Franco...!

-¿Te vas meter a fotógrafo profesional, tal y como hace el teniente Velázquez en su tiempo libre?

Cumplía ser discreto pues la tienda, a la hora del cierre, estaba llena, desde la puerta a la trastienda.

-¡No exactamente! Pero si algún día, dicho sea como hipótesis imaginativa, perdemos este Territorio, o se produce su canje, las fotografías de este sitio tan singular…; del sitio, de las casas, de los nativos, de los últimos colonizadores..., tendrán una demanda increíble, empezando por el propio Ministerio del Ejército, Museos, etcétera. Pero yo, de momento, las hago para encuadrarlas, entre tapices, en las paredes de mi pazo..., ¡que les va chocar a mis aparceros tanto exotismo!

Con la premeditación establecida, aquel primer asalto, de aproximación, preparatorio, le fue fácil a Paloma en su papel de Diana Cazadora, aparentemente espontánea y siempre ocurrente:

-¡Vaya, vaya! ¡Qué marido tan roñoso tiene tu Felisa, con la de cosas que tenemos aquí, que le suben la fiebre a cualquiera de nosotras! ¡Gallego tenías que ser!

Orlando, estando, o haciéndose, el despistado:

-¿Cómo dices...?

-¡Con todas las novedades que acaba de traer este Martínez, y ni le llevas un detalle a tu esclava…!

Orlando, gallego sí, pero ante un toro no desechaba la capa:

-Mujer, algo bruto soy, pero aún recuerdo aquel pasaje del Génesis: “Ahora esta es igual que yo, el mismo hueso, la misma carne…”. ¡Si tu Valerio, no, yo, de momento, si!

-Al verte por aquí me imaginé que buscabas algo de joyería, como para darle una sorpresa, de esas de marido afectuoso, como se hace cuando abunda el cariño..., ¡o por el contrario, en presencia de una traición, que a las mujeres se nos ciega simplemente con el brillo de un diamante!

-Paloma, encanto, no me provoques con esas bromas! Estoy aquí, a tal momento, sólo porque Felisa llevó los niños de su hermana al Parque de las Palmeras. Entonces, yo, al quedar solo, aproveché para esta distracción de la fotografía, ¡aunque más rentable me sería pintar, como hace Acosta, el de las acuarelas...! –Al ver que Pepín volvía de su trastienda: -Martínez, de esto que estamos hablando, de esta Woiländer...; pero mejor lo dejamos para otro día, con más tiempo, que ya veo que te preparas para cerrar... Hoy ponme un carrete, aquí, en esta Paxette 1: 1.3..., y que sea un ISO 200!

La Cazadora, por mucho que ojease, aún no cobrara su pieza, y ello era impropio de una Diana:

-¿Orlando, ya te vas...? Aguarda un momento, por favor... ¡Es para que me auxilies, para ayudarme a decidir en estas cosas!

Neira retrocedió, que ya estaba llegando al umbral:

-¿Yo, que decida yo? ¡En buen compromiso me pones! En obras de arte, ¡cero! ¿Ya no te acuerdas de mí incapacidad..., artística? –Y le guiñó un ojo para subrayar su indirecta.

El tendero, servicial y amable, presto al arbitraje, y naturalmente pragmático:

-Señora, permítame. Mi consejo es que se lleve los dos pares, los dos, que se los doy baratos, ¡como clienta vip, que por tal la tengo! Llévelos sin compromiso, que así se los muestra al capitán Valerio, y le da la satisfacción de elegírselos!

Se mostró encantada; lo de encantadora era otro tema:

-En ese caso…, lo haré, pero..., ¡igual pierdes una ocasión de venderlos por culpa mía, que Valerio no baja de Tiradores hasta mañana, y para eso, de tarde!

-No se preocupe... ¡Tenga, con sus estuches!

El teniente, a tal momento, candidez pura; sólo por broma, por tener algo que decir en aquella situación tan…, inusitada:

-¡Mujer, haz como te dice, que este Pepín siempre tiene razón, que escoger para uno mismo es difícil! Y luego que, si no le satisfacen a él, igual se los devuelves por vía aérea... –Bromeó- ¿No vivís ahí enfrente, en esas casas de Boaida?

Según iban saliendo, ya en la acera de la calle Seis de Abril, con unas bombillas microscópicas en los faroles, del tamaño de una luciérnaga.

 -Sí, aquí seguimos, aquí mismo, que me gusta más que un pabellón de esos de planta baja. Aquí tenemos independencia, total, que ningún vecino nos controla, ni desde las azoteas ni desde su jardín... A ver si venís una tarde, que así hago las paces con tu colchón..., ¡con tu Felisa!

Al observar que Orlando se desviaba hacia la derecha, despidiéndose, le aplicó la palmeta, en castigo colegial:

-Tratándose de un caballero, creí que me acompañarías, por lo menos hasta el portal, que a estas horas, con esas escaleras de boca de lobo...; y luego que Valerio no baja hoy, que tienen una reunión con el Coronel, de alto secreto, que viene Alcubilla... ¡Ya sabes, ese general del Alto Estado Mayor, que suele venir de noche en su DC-4! Valerio dice que lo hace para no llamar la atención de los moros, para pasar desapercibido, ¡que ni le forman la Guardia! El mío, con unas cosas y otras, se va a quedar arriba, en el cuartel, en la Residencia; para no tener que madrugar mañana, supongo!

¿Picas, o no picas, merluzo; donde está tu vitola de teniente de la Academia?

-Sí, Paloma, si me lo pides…; ¡o por mejor decir, si me lo exiges, que por algo eres capitana!

Pero ella, donairosa y decidida, no entró en el primero de los portales de aquella manzana de casas, que se suponía correspondiente a su vivienda.

-¿Eh, Paloma, a donde vas, que te pasaste de portal...?

-¡Ah, sí, que no te lo dije! Tú sígueme, que es cosa de un minuto. Están de colonial los Sanjurjo de Mendoza, y por eso tengo sus llaves... Al cruzar la calle observé que mi asistente, que les abre las ventanas a diario, para ventilar, dejó un par de ellas abiertas... ¿Las ves? ¡Pues esas! Si mañana se presenta otro siroco, con esta presión que tenemos hoy..., ¡ese piso se les pondrá hecho una duna! ¿No te importará acompañarme arriba...? –Adivinando la ineludible respuesta, y ya en el portal, lo cogió de ganchete, en afectuosa compañía. –Esto de dejar los portales abiertos, sin luz en las escaleras, y con eses morangos esparcidos por todas las calles, en todos los barrios...

Orlando se dejó querer, que aquella oscuridad, peldaño a peldaño, sólo servía para eso, besos incluidos.

¡Galleguito, te he trabado definitivamente! Aquí te daría mi virgo, si aún le tuviese, que me tienes, que me sigues teniendo, coladita. ¡O es que todo el zumo de tu fruta va a ser para esa Felisa, para esa “Petra”, que incluso se parece a la osa de Oviedo, aquella que me enseñó “papá” cando estuvo en el Simancas!

El caballero andante, con tanta dulcinea en los labios, dudó, pero no reculó; ¡no reculó pero dudó!

-¡Mi querida Paloma, esto de entrar aquí, a estas horas, solitarios...! ¡Mujer, esto no estaba en el programa de nuestra conversación, ahí fuera! ¡No sé si deba acompañarte, tanto por ti como por mí mismo!

Se separó bruscamente, desencantada, decepcionada:

-¡Marica, capón de Vilalba...! ¡No mereces ni el culo de un moro!

Era demasiada provocación para aquel marcial, ¡para un futuro general!

-¡Vale, mujer, vale! Pero si nos vio alguien, o si nos ven salir..., puede haber nuevas complicaciones, y sabes que ya llueve sobre mojado!

-¿Vernos, a estas horas...? A tal momento sólo anda por la calle algún que otro morito, que suelen cruzar por aquí para ir a la mezquita...

Lo tenía bien estudiado, con argumentos para cortarle la retirada:

-En la otra puerta también están de colonial, que por eso no les dejaron las llaves los Mendoza... ¿Tanto miedo le tienes a tu Felisa, a esa cateta celosa...? Creo que nunca mejor dije lo de ca-teta... ¡Al lado de mis margaritas, ella, una vaca!

¡Caíste, chulito! Ahora verás qué abrazos..., a puerta cerrada! ¡Así es la vida, querida rival, que ayer fue por ti, pero hoy, todo para mí, de cuerpo entero! Te lo devolveré con los epidídimos secos..., ¡para que no te manche la cama!

-Estar aquí, a solas contigo, querida Paloma, en este nido tan grande..., la verdad es que me produce vértigo! ¡Tengo la sensación de estar en un sitio incorrecto a una hora intempestiva!

Pero ella, dispuesta a todo con tal de salirse con la suya, mitad pasión, mitad venganza, le guiñó un ojo, como última mensaje, y echándole la guerrera para atrás lo apretujó con todas sus fuerzas, como quien traba una anguila para evitar que se le escurra…

-¿Si; de veras, encanto; qué clase de vértigo? ¿Te doy miedo, o es que no resistes la tentación de tenerme en tus brazos, dispuesta a yacer contigo, uno, dos, tres toques de corneta...; o más, si los resistes?

Haría falta ser de hielo, así que, Orlando, más hidalgo que héroe, ¡caput! En el exterior, siroco no había, de momento, pero aquel remolino interior, aquel vértigo, les arrebujó las ropas, ¡y menos mal que ya cerraran las ventanas! A tal momento, aquel teniente se sentía por encima de los capitanes: ¡Le preferían a él!

-Igual me confundes con otro, con otro que te haya decepcionado. ¡Para mí, tres toques son un silbido!

En un entreacto:

-Cariño, ¿te acuerdas de aquel día que me quisiste llevar al Suerte Loca, a tu habitación..., antes de que dieses en mirar para abajo? ¡Pero primero me tenías que prometer casorio, que es lo usual! Con simples intentos, a lo bruto, sin negociaciones previas, sin promesas, ¡no se rinde una fortaleza! Un estilo demasiado directo el tuyo, de señorito mimado, acostumbrado a conseguir cuanto se propone... Con las mujeres hay que ir suia-suia, amigo; mano y beso, beso y mano, que así es en tierra de moros...; ¡y en la de cristianos, también!

Se sentía tímido, primerizo, pecador, pero las circunstancias no le permitían recular. A sus objeciones, ella le había afirmado que estaba en días estériles…

-¡Me molestan esos retratos de los Mendoza…; nos están viendo! ¿No hay otra cama?

-¡Si les tienes vergüenza, bájate de la guagua y les das una vuelta! Lo que pasa es que ni aquí, en esta oscuridad, te atreves a ocupar tu posición, una cota que te la doy preparada, ¡bombardeada de antemano!

Con tales órdenes, y con aquellas facilidades, con aquellos arrumacos y desafíos, la posición fue ocupada y sometida; ¡izada la bandera en terreno enemigo!

-¿Mañana, otra vez, sí; aquí mismo, de tarde..., o tienes guardia? A Valerio le diré que tengo jaqueca, que vaya el solo al Casino, que de estas llaves de los Sanjurjo no está enterado... Pero  trae casquillos para las balas..., ¡por si nos falla el Ogino! ¿A dónde vas tan de prisa? ¡Orlando, Orlando el Breve, ocúpate menos de tus calzones, y más de tu amor...! ¿Cómo dijiste aquel día...? ¡Ya lo tengo, platónico!

-Entiendo que es mejor, más prudente, que nos pongamos, ambos, a enfriar, que otras ocasiones habrá... Que lo paso bien contigo no te lo puedo negar, pero los dos tenemos otros compromisos, ¡y luego que esta ciudad es tan chiquita...!

Paloma no estaba por el racionamiento: moza voluptuosa, y acaso decepcionada, que su Valerio estaría cansado de lidiar, ¡pues dos guerras efectivas, y otra en visible preparación, era tajada suficiente para un Marte!  En ella era perceptible que amaba el riesgo, el coqueteo, la sobredosis del placer:

-¿Entonces, pasado mañana, a la misma hora, entre lusco y fusco, como decís los gallegos? ¡Si ves que dejo abierta una ventana, de estas, de los Sanjurjo...! ¡Para no confundirte, fíjate que es la puerta de la izquierda...! ¿Entendido?

-En ese caso..., ¡vale! Y en la próxima ocasión te daré otra lección de Kamasutra..., ¡para que veas que no he perdido el tiempo en Zaragoza! Baja tu primero, amor, y desde que llegues a tu portal, aguarda, abajo, ¡pero dentro! Yo, al pasar, quedaré de guardia en tu portal, un ratito, mientras subes..., por si hay moros en la costa!

-¡Anda que tú, ahora, con las dos..., otro moro! ¡Orlando, cuídate!

Orlando se dispuso a regresar de la calle 6 de Abril al Casino, en la Plaza de España, pero lo hizo con las dificultades de un borracho que acabase zampar media botella de whisky, con la mente tan nublada que apenas distinguía las aceras del trayecto: ¡Orlando, que eres un demonio! ¡Lo que acabas de hacer! He leído, creo que fue en el Génesis, que el diablo tentó a la abuela, pero lo único bueno que hice hoy fue descubrir que está mal explicado: ¡Fue Eva la que tentó a Lucifer!

-.-

...

En casa de los Neira, después del carnaval, la cuaresma:

-Volviste a tardar, Orlandiño, y menos mal que me entretuve con los niños... En vista de que no ibas a buscarme, al cerrarse la noche me vine para casa, pasando por el Casino desde luego, pero no me dieron razón de ti.

-Mujer, en aquel momento estaría en los servicios, o en el billar, o en la biblioteca...

-En la biblioteca cierto es que no miré, y eso que pasé por delante de la puerta...

Felisiña, ¡si no llegas a ser una iletrada, una enemiga de la lectura, hoy me cogías en un renuncio!

-¿No se les ocurriría a los de la Vigilancia buscarme, como aquel día…? Les tengo dicho que, si no me localizan, que dejen un papelito por debajo de la puerta... ¿Había recados?

-¡Nada he visto! Orlandiño, yo tengo que dedicarme a hacer algo, que si no, en este anaco de Territorio no llevo el tiempo, y todo se me vuelve pensar en ti, por donde andarás, si te pasará algo con esos moros de xuncras, que están repitiendo esa feria que tuvieron en la Zona francesa: insolencias, banderas, manifestaciones, paccos...; ¡qué sé yo!

Neira apenas entendió de qué iba la conversación, que su magín escapara de su control, volando de nuevo en dirección Norte, cara al pazo de Sarceda:

¡Manolita, ay mi Manolita, no sabes de qué pájaro te libraste, que con sólo apagar una bombilla, y cerrar una ventana..., me fui por las pajas, con otra de tus rivales!

Felisa, al no recibir contestación de su propuesta, insistió en el mismo tema:

-¿Que podría hacer yo para no aburrirme, salvo pasar la vida en ese Casino, jugando, bebiendo, o criticando, con la pierna cabalgada para hacerme notar de esos oficiales, la mitad de ellos solteros, y los otros, tal vez malcasados; con lo gordas que las tengo…? ¡A ver, hombre, dime algo, que conmigo nunca hablador fuiste, pero a tal momento ya me parece que te cortó la lengua un moro!

-¿Decías...?

-¡Lo dicho, dicho está, así que, atendieras! Lo que me queda en el papo es que estuve dándole vueltas a la idea de que podía pedir una plaza de cocinera en ese Grupo Escolar de las niñas, que sé por nuestra Bertita que tienen un comedor para las moritas que viven lejos, o que su madre anda por ahí trabajando, ¡pero...!

-¿Cuál es el pero? ¡Cuando se expresa una idea, hay que precisar el sujeto, el verbo y también el predicado! ¿En tu caso, qué predicas?

-¡Que tu gente, los señoritos, me van a tomar por una niñera profesional, por una chacha, que los veo venir! ¡Y encima de eso, te pondrás de morros, que te conozco!

El marido estuvo callado un buen rato, como barajando posibilidades:

-Tengo la receta que precisas, ¡pero le tendrás que echar voluntad!

-¿Que voluntad, de la buena o de la mala?

-¡De las dos, que tu manejas bien esas cualidades, mejor que otras artes que yo me sé, y que callo! ¡Me lo tienes que jurar…!

-Si es para bien, juro lo que quieras, que también juré delante del Páter, en la iglesia, y las cosas, hoy por hoy, nos fueron regularcitas...; más o menos como el Territorio! ¡Por estas, que son cruces!

No se dio por aludido.

-Esa superstición de cruza-los dedos ya te la he visto hacer más veces; ¿a qué viene eso?

-¿Esto? En Verín les hacíamos así a los carabineros cando dudaban de nuestra palabra, pero lo que no sé es quien lo inventó. En los últimos años espabilaron, ¡que ya ni el Jiménez cree en estos juramentos! Últimamente les aplicamos la higa... ¿Sabes cómo es?

-La higa te la haré yo, yo mismo, como me vuelvas a dar quejas de tu matrimonio...! ¡Pero hoy no tengo ganas de rifar! Mira lo que haremos: Compraré un magnetófono, y también un curso de francés en discos, que lo he visto anunciado en una revista. Se lo encargaré a nuestra Representación, en Las Palmas…

-¿Que es un magnetófono?

-¡Mujer, ni eso sabes! Es un aparato para grabar la voz, con el que repetiremos las lecciones de francés. Así, con ese chirimbolo, te oyes a ti misma, y yo te ayudo a corregir la pronunciación!

Sorprendida:

-¡Esas Canarias son el embudo del mundo! Oyes, trastos de esos nunca los he visto en Chaves, ¡y después dicen que es un foco de contrabando…!

Orlando, aún aturdido por las escenas de la tarde, hizo por distenderse tomando a broma aquella ignorancia de su consorte:

-Ese invento no tendría aplicación en Riós, que allí hablan solos... ¿Solos?  No, que lo he dicho mal, pues en Riós habláis con las vaquiñas: ¡Ei, Marela, fuxe, que viene un carabinero!

-¡Trapacero! En Riós hablamos con Dios, mientras que los de Verín nada lle din. Hay un refrán que lo dice de esa manera, y si te lo paso al castellano pierde la sal. Pero tú, ¡cómo no sea con el diablo...! El otro día le contaste una trola al Páter, que le dijiste que no vas a Misa en Tiradores…, porque oyes la de los Oblatos, aquí abajo, en la Misión...

-No es exacto, que por veces voy contigo...; por acompañarte, pero también para presumir de pareja! Si lo entendieses, te cantaba el Romance de Rilo...

-¿Que no entiendo yo un romance? ¿Y luego, el nuestro, qué fue?

-En cualquiera de los casos, te lo voy a recitar, hasta donde recuerde: Pa Misa diva un galán..../..../ que non diva por oír Misa/ ni para estar atento a ella/que diva por ver las mozas/mayormente las que van guapas y frescas. No sigo, que es algo verde, y además no estoy seguro de la letra, que tal y como lo digo, poca rima hace.

-¡Este Orlandiño, lo que sabe! Me tienes admirada... ¡Si no fueses tan pícaro…, tan pícaro y tan chulo! ¡Claro, mamaste de una marquesa...! Casar con un señorito tiene sus consecuencias, que ya me lo previno mi hermana, entonces, pero, aun así, ¡mucho te quiero, mi Rey!

¿Tu Rey...? ¡Como me dé por soñar con esa Paloma, adiós al mundo, que esta contrabandista tanto quiere como odia, llegado el caso!

...

La conspiración, la complicidad, el resentimiento de aquellos dos capitanes con respecto a su subordinado, al Neira, seguía latente, pero en fase de rescoldo:

-¿Valerio, no me dijeras que ese Neira y su cónyuge ofendieron a la tuya? Pues la última es parecida a la anterior, que le dio por quebrar la disciplina.

-¿Otra vez? ¡Tenemos que achantarle!

-Ahora les dio por estudiar francés, y ayer, cando lo fue a buscar la Vigilancia para llevar refuerzos a Tiliuin, les contestó, ¡en francés!, que lo dejásemos en paz, que estaba ocupado. Y mandó al cabo a la merde, cuidando que no lo entendía. Subir, subió, y en Tiliuin va, pero esas no son formas... ¡Si no precisa del Ejército, que se vuelva al terrón!

-¡Ah, sí, eso de Tiliuin! Parece ser que un avión de los de reconocimiento detectó unos camiones sospechosos, por la parte de Gulimín... Neira es de mi compañía, así que, cuando vuelva, de su correctivo me encargo yo! Voy apuntar el nombre de ese cabo, por si me lo niega. En cuanto a su mujer, ahora va menos por el Casino; y luego que mi Paloma tampoco tiene pelos en la lengua...

-Sin embargo, Valerio, por esa parte no creo que llegue la sangre al río, pues un día de estos, al anochecer, he visto al Neira salir de Casa Martínez, e iba en animada conversación con la tuya...

-¿Los dos, solos?

-Yo pasaba por allí, lejos y de prisa, que iba llevar a la Radio un despacho cifrado, del coronel, pero tuve la impresión de que no discutían, ¡en absoluto! Mejor así, que celebro que hiciesen las paces con vosotros, que para tensiones nos llega con los moros...

-Las discusiones de mi Paloma fueron solamente con la tetuda, con su Felisa, que parece odiar, colectivamente, a todas las damas del Casino. Neira, por el contrario, cuando ve sayas, se vuelve un maestro de ceremonias, que luego parece un francés. En cualquier caso no les vendría mal una temporada en algún Destacamento, ya que les sobra la sociedad, ¡para que aprendan lo que es vivir en soledad!

-¡Oyes, qué oportuno: Ya que le gusta el gabacho, mandémoslo para Tabelcut, en la raya del Marruecos francés!

A Valerio poco le faltó para aplaudir aquella idea soplada por su colega:

-¡Por supuesto! ¡Qué mejor para un marqués que una marca fronteriza…, y por ende, peligrosa!

-Luego es cierto que es marqués... ¿Marqués de qué?

-¡No lo sé! Cuando vino destinado a Tiradores me habló de un señorío...; ¡no sé que de Las Huelgas, pero me lo dijo con el nombre gallego!

-¿De Las Huelgas...? ¡Mentira, que eso está en Burgos!

-.-

...

Después de aquel segundo arresto, y de esta vez por puro azar, se cruzó con su Paloma en la mismísima Plaza de España:

-Orlando, ¿viste a Valerio, no bajó contigo?

-¡No; en la primera de las guaguas, en esta que aún está aquí, no bajó! Me pareció verlo arriba, con el Mayor... ¡Espérale en la segunda, que está a llegar!

-¡Acércate más, acércate a mi oreja, que no te he oído, y tengo que recordarte algo! ¿Me olvidaste...?

-Paloma, hay demasiada gente todo por aquí, y no los puedo vigilar a todos, que alguno puede escuchar, al pasar... ¡Esto no es el piso de los Sanjurjo de Mendoza!

-Estuve esperándote en aquella ventana, más de una tarde... ¡Cobarde, desagradecido, eunuco...!

-Mujer, bien que lo siento, ¡que a nadie le amarga un dulce!, pero esas ventanas no son cosa mía, que yo tengo encomendadas otras guardias…

-Entonces peor para ti, que tendré que seguir intrigando, y ya llevas dos o tres arrestos, indirectamente por culpa mía, ¡en un mes!

En aquel instante llegó la segunda de las guaguas, con la mala ventura de que Valerio ya los vio por las puertas de vaivén del casino, que alguien las había dejado fijas.

-...

-¿Teniente Neira, tiene algún recado que darme...?

-No, capitán; es simplemente que su señora estaba preguntándome si bajara usted...; ¡eso, en la primera!

-Entonces, retírese, que ya me ve.

-¡A sus órdenes; y también a las suyas, señora!

A dos pasos de la fatídica puerta, Orlando se topó con su asistente, que iba a buscarle al Casino.

-¿Qué haces aquí, que este no es lugar para ti; no te cansas de subir la mano?

-¡Me mandó doña Felisa a preguntar por usted, que como suele venir en la primera..., y no daba llegado...!

-Un asistente no tiene nada que husmear, en parte alguna, y menos aquí, en esta puerta de los cocodrilos...

-Daquella ya me voy, si no manda algo... ¡Ah, mi teniente! ¿Tengo que ir con ustedes para Tabel-kuct..., con lo bien que estaba aquí?

-¿Que dices, chalado? ¡Y luego que no se dice “daquella”; apréndete el castellano, que es obligatorio! ¡Largo, a paso ligero!

-¡Es que..., como usted va destinado a Tabel-kuct..., entonces pensé que yo..., como soy su asistente...!

Orlando empezó a tomarle en serio, pero se resistía a creer que tal fose posible. ¡Un bulo más de “radio macuto”, de aquellos que circulaban a toda velocidad por el cuartel!

-¿Que voy destinado, qué? ¿Quién te metió esa trola, payaso?

-Me lo dijo, hace un momento, el propio asistente del capitán Valerio, que su jefe lo estuvo hablando con un teniente coronel, sin guardarse de que lo tenían cerca, aguardando por no sé qué, y les oyó que hablaban de su sustituto en la compañía, que usted va destacado... Eso me dijo, que yo, lo que es levantar falso testimonio...! ¡Aún no olvidé el Catecismo! ¡En cosas del Estado, Dios me libre!

-¿De qué Estado, del Estado Mayor? ¡Tu estado es el de la idiotez! Rapaz, a ti este último siroco te tupió las orejas. ¡Anda, vete a la enfermería, a reconocimiento, mañana mismo!

...

-.-

Al día siguiente, arriba, en Tiradores, en la oficina de la Tercera Compañía del Primer Tabor:

-...

-Capitán, le quiero presentar esta solicitud, por conducto reglamentario, para un curso de Automovilismo, al que tengo derecho, que aquí le va el baremo de mi puntuación. ¡Renuncié al anterior porque me casé por aquellas fechas, así que ahora tengo preferencia, absoluta, según la convocatoria...!

Valerio le clavó en sus ojos, ¡y menos mal que los ojos no disparan, pero si devuelven!

-¡No puede ser! Además, usted tiene dicho, y en público, que no le interesaban esos cursos... ¡Todo Ejército tiene, y debe tener, sus sátrapas, que vienen a ser los ojos, pero también los oídos, del Mando!

-¡Lo consulté con la almohada, que si algo falta en el Ejército suele ser la reflexión! ¡Como mejor se sirve a la Patria, actualmente, es preparándonos para la tecnificación, para la mecanización que se nos viene encima, que eso de avanzar a rastras por entre los cactus empieza a estar obsoleto!

-No puede ser, le repito, porque..., ¡porque usted sale para Tabel-kuct, indefinidamente, como refuerzos, como agregado! ¡Es una orden de arriba, de muy arriba, o de muy abajo, según se mire, que no es mía, que viene del Estado Mayor, de las oficinas de abajo, de las de la Plaza de España!

El subordinado, a un paso de insubordinársele:

-De metido en esta coyuntura, ya haré constar, donde y cuando proceda, que aquí hay tenientes recientemente incorporados, ¡y sin familia!, circunstancias que me dan preferencia para residir en esta plaza. Usted tiene que darles curso a las peticiones fundadas para cursos de sus subordinados, valga la redundancia; ¡y luego está que me sé de memoria las Ordenanzas…!

-No entiendo cómo pudo informarse, salvo que practique eso que dicen de la telepatía, ¡que yo no lo comenté con nadie!

-En lo de la telepatía no yerra, que esa virtud o condición tengo; ¡esa también!

Esto último no lo entendió Valerio, pero tampoco era preciso, pues aquel mano-a-mano estaba yéndose en favor de su teniente.

-Bien, cursaré esta instancia…, si está en forma, pero esto es un golpe bajo, una insubordinación, ¡otra!

-¡No, señor, de golpe, nada; esto es un contragolpe, pero de naturaleza defensiva; séase, un golpe de instancia, con todos los derechos en el guante, en el de boxeo..., donde otros usan herraduras!

...

Días después, a la noche, problemas domésticos:

-...

-¡Felisa, prepara as maletas, que salimos para Madrid, en el avión de Iberia de este domingo!

Su reacción fue inmediata, fulminante, una resurrección:

-¿Para Madrid? ¿Ya? ¡Ay qué bien! ¡Adiós Territorio; por mí, así te borren del mapa, querido Ifni de mis disgustos! Lo único que siento es quedarme sin los sobrinos...

-¿Por qué lo dices; te has vuelto loca?

-¡Hombre, y aún me lo preguntas! Sólo tuvo de bueno que te encontré, y para eso te pagué bien caro, que no fuiste fácil de amansar, de amoldarte a lo que debe ser una vida hogareña!

-Paso porque tengas quejas de mí, de mi relación contigo, pero, del Territorio...? ¡Aquí mejoraste, aprendiste…!

-Aprendería lo mismo viendo una película, y de puestos así, yo haría cuatro partes de esta gándara; como quien dice, cuatro cuarterones: Los militares de graduación, que os ahumáis en ese Casino donde os tenéis por ministros del mismísimo Pardo, sin percibir que el vuestro, vuestro Pardo, el de aquí..., ¡es el señor Pardo de Santayana! Después vienen los suboficiales y los civiles, siempre al rabo vuestro, que ya parecen la escolta de Franco! Y luego están esos nativos, manejados por los españoles, ¡de abajo arriba, y de arriba abajo!, pero más bien por sus Notables, ¡que son unos notables piojosos, igualitos que un rebaño de ovejas pardas, esos de la chilaba parda! En eso, como las ovejas de Riós, que primero había que descubrirlas por entre las urces, y después separarlas de las portuguesas, ¡que ni el diablo distinguía cuales eran las de cada país!

-¡Vaya, mujer, algo aprendiste, que esa faceta sociológica no estaba en tu repertorio! ¿Cal es la cuarta, la otra porción?

-El resto que lo lleve el siroco, que ahora ya sé que está casado con la plaga de la langosta! Algún día, cuando os desengañéis, unos y otros, de la inutilidad de estas fincas comunales, ya se verá el reparto: ¡langostas y sirocos! Mira, rapaz, en este aburrimiento, de fracasada en eso del francés, llegué a la conclusión de que todo esto es un invento de nuestra España farandulera... ¡Otra tierra de hidalgos!

-¿Qué es eso de invento? ¡Si te oyen los de la Policía, ahora que se están reorganizando...! ¡Territorio de Soberanía, mujer, que te lo dije mil veces!

-Yo también te lo he rebatido, por lo menos otras mil, que tiene razón ese Carlos, que soberanos, lo que se dice soberanos, sólo son los Reyes, tal que los ingleses! Soberana voy a ser yo, yo misma, ¡una reina!, allá en Madrid, contigo, ¡que tú eres mi Rey, el único que tengo! Lejos de esta colmena loca, asirocada, holgada, del Casino, donde todo son reinas...; ¡reinas y zánganos, que las obreras están fuera de ese enjambre…! En Madrid nadie sabrá si soy la mujer de un sargento, o la de un teniente..., ¡o la del general Pim-Pam-Pum-Fuego!

-Mujer, un Casino cívico-militar, social y recreativo, como es el nuestro, no se puede conceptuar así. ¡Algo aprendiste, pero más te falta…!

-¡Ya está el reviravueltas…! Lo único en que me equivoqué fue en llamaros abejas...; ¡avispas, debiera decir, que de holgados, ni compañerismo ni trabajo! Los que me dan pena son esos soldaditos, tan escocidos que andan, y lo poco que participan de los impuestos que paga su familia, que todo lo metéis en balas! ¿Haciendo Patria…? ¡De esa Patria me río yo: con los niños a hombros, o apaciguando en ellos, todo por aquí, en tierra o en la playa, mañana por tarde, para después dormir en un catre!

Orlando se cansó de aquella diatriba, tan habitual en ellos:

-Felisa, corta con esa verborrea, que para que no sigas divagando tendré que sacarte de esas ilusiones infundadas: Es cierto que salimos para Madrid, pero sólo por tres meses, lo que dura un curso de Automovilismo, que por fin me lo concedieron!

Con esta inesperada puntualización, la cónyuge se vio metida en un eclipse. Se sentó para no venirse al suelo:

-Siendo así, ¿yo...? ¡Por tres meses no me voy, que a la vuelta, después de la buena vida madrileña, no seré capaz de acostumbrarme, de nuevo, a este maldito Territorio!

El marido, que no contaba con aquel dilema:          

-Puedes irte para Verín, que así el cambio no es tan radical... –Propuso, creyendo que le agradaría.

-¡Ni Madrid, ni Verín! Yo te espero aquí, aquí mismo, haciéndome a la idea de que soy la mujer de un emigrante, que me quedo con mi hermana, ayudándole a cuidar de Miguel, y de Bertita, que ella, mujer de un sargento, no tiene niñeros por cuenta del Gobierno!

Rotundamente sorprendido:

-¡Cando yo digo que eres una veleta...! ¡Pero si acabas de saltar de gozo, con eso del viaje...!

-Orlandiño, de veras, hazme caso, que lo único que te pido, y deseo, es irnos de vez, definitivamente, así te manden a los Pirineos! Para tres meses, y luego volver, desde que me acostumbre a la buena vida, y máxime en Madrid..., que ni allí estaría a gusto, contando los días... Y luego que también te beneficio, que así te concentras en lo tuyo, en lo que tengas que estudiar... ¡A ver si llegas a piloto de los aviones, que eso de los autos para ti se me hace poco!

Aquella separación no entraba en sus planes, pero se percató de que incluso le tenía que estar agradecido.

-Tu ignorancia no tiene remedio, pero, ¡dejémoslo así! En este caso, ¿quién se acostará contigo? ¡Como llegue a saber que se te acerca ese Carlos...?

-¡Bobo! ¿Por quién me tomas? Dormiré con la niña, con Bertita, que por algo es mi ahijada...

-¡Te meará de cuando en vez..., con el gusto de estar en mi sitio!

-Anda que así, con estas vacaciones, que para mí lo serán, aprendo a criar hijos…, para cuando podamos tener los nuestros! Tú pórtate bien en los madriles, que yo, de los señoritos, ya sabes que desconfío, ¡y quizás menos de lo debido!

-¡Felisa, por estas, que son cruces...; te lo juro!

-¡No sé, no sé, que yo, tal como los carabineros, que ellos, así fuese por debajo de la saya, siempre encontraban algo!

-.-

En Lugo, la ciudad bien murada...,

que por algo lo será, lo sería!

 

 


 

Lugo. Paseo de los Cantones.

 

En el corazón, más bien oblongo, o, por mayor similitud, en ese pomerio renal, cerrado sobre sí mismo por si los nativos..., ¡que otro tanto le cumpliría al Ifni español!, se internó Orlando, con aire marcial, y al apearse de aquel taxi que lo subiera directamente desde el coche cama del expreso de Madrid, en la mismísima Plaza de España:

-¡Ya sabes lo que te dije: En esta hora haz lo que quieras, pero después salimos para la Olga, a cien, que quiero llegar a tiempo de comer con mi madre..! No es que me espere, pero cogeré una empanada y pasteles, de aquí, en la Madarro, que le encantan... ¡Hasta luego, Castiñeira!

-Don Orlando, pero..., ¿no lleva esta cartera?

-Aquí no preciso nada... ¡Déjala quedar en el maletero del coche, junto con la maleta...!

-En ese caso, ¡hasta luego! Ya le dije que estaré ahí, en esa parada que hay por detrás de la librería Balmes...

...

Orlando no pretendía tomar Lugo, por supuesto, una ciudad inaccesible, amurallada, singular en su idiosincrasia, de avance lento pero sostenido, seguro: ¡un cañón sin retroceso! Lo suyo era deambular por el centro, recordar, cuestión de minutos; oler los negrillos de la Plaza de España, y tomarse un cafetito debajo de los soportales. Después cogería la empanada y los pasteles, para, con eso hecho y disfrutado, volver al taxi de aquel vecino de Hermunde, viejo conocido de la familia, que lo llevaría a la Olga, donde sólo podía permanecer una semana, puesto y supuesto que sólo le dieran diez días de permiso, una vez rematado, y aprobado, en Madrid, aquel curso de Automovilismo. Curso, especialización, que le añadiría una insignia a la suya específica, a la de Tiradores, aquella media luna con el letrero “Ifni” incrustado, frontera de una estrella salomónica de cinco puntas que hacía de sostén o de apoyo de dos “fusilas” cruzadas, ¡y con la bayoneta calada!

En el Madrid, en “Madrid” café, ¡oh casualidades lucenses, que si quieres esconderte no traspongas su muralla!, se encontró con su gran y viejo amigo Felpeto. Uno entraba y el otro salía, así que por poco se dan de narices:

-¡Imposible! ¿Pero, eres tú, aquel rapaz del bigotito incipiente, aquel de los Maristas? ¡Hoy, un tío con toda la barba...! ¡Venga, Felpeto, un abrazo!

Tan en la puerta estaban, que tuvieron que hacerse a un lado, por la parte de dentro, para que circulase la clientela.

-¡Chico, qué uniforme; ni el Correo del Zar! ¡Quien te vio y quien te ve! Y luego, ese fez...; ¡supongo que es de reglamento ya que lleva tus dos estrellas…!

-¡Ah, sí, el tarbus; este gorro troncocónico, de origen turco, bermejo, tirando a granate! Lo usamos en Tiradores de Ifni...

-Con la independencia del Marruecos francés, entiendo que ya estaréis evacuando los cuarteles, los nuestros... ¿Vienes para aquí, destinado, para esta Guarnición de Lugo?

Orlando, que no le sentó bien aquella ignorancia de su amigo:

-¡Ifni no es Marruecos...!

El otro, que captó la objeción:

-¡Ahora que lo dices: Territorio de Soberanía..., en el A.O.E.! ¿No si?

-¡Pues claro…!

-¿Nos sentamos? ¡Esto hay que celebrarlo!

-Mejor aquí fuera, que hoy no hace frío...

Pero apenas acomodados en uno de aquellos veladores de la terraza, Orlando se echó las manos a la cabeza:

-¡¡Dios, Manolita!! ¡¡La misma!!

-¿Que dices, Orlando; qué te pasa, a quien viste para que te excites de esa manera?

Pero Orlando saltó de la silla con la velocidad de un mortero, y fue contestando según se alejaba; sus últimas palabras ya no fueron audibles:

-¡Perdona, Felpeto, pero acaba de pasar una estrella...! ¡Precisamente la mía!

Felpeto, para sí, pues tampoco fue oído:

-¿Precisas escolta? ¡Mira que en Lugo, con ese fez…! ¿Y la capa…?

La capa medio quedara en la silla, que la otra media alfombraba el pavimento. ¡Se cumplía el dicho de que Lugo, el Lugo intramuros, era, que aún lo es, un salón familiar, un auténtico campo de concentración, sólo que gratificante!

A grandes zancadas, Orlando alcanzó aquella ¿aparición?, cuando ella doblaba para la calle de la Reina, de la Reina Golfa, de Isabel II. Con la sorpresa imaginable, la cogió del brazo, llegando a la iglesia de La Nova, donde se disponía a entrar, seguramente para asistir a Misa de doce, y tan nerviosa se puso que tartamudeó:

-¡Orlando! ¿Tú…; pero, ocurre algo...? ¿Dónde está tu madre...?

-Soy yo, el mismo, de cuerpo presente, pero sin alma, que la tenía destrozada; la recuperé, ahora mismo, exultante y trémula..., al verte de nuevo! ¿Me tomaste por un aparecido...? ¡Pues, sí; lo soy!

-¡Adiós, Orlando, suéltame, que aunque seas tú, y aunque trajeses el alma contigo, nada tenemos de que hablar...! ¡Simples conocidos!

-¡Si, mujer; tenemos! ¡Espera, aguarda un poco, aquí, conmigo...; o mejor, volvamos para atrás, entremos en el “Madrid”, que allí dejé mi capa cando salí corriendo...! Hablemos un poco, sosegadamente, discretamente, pues, de lo que no, me pego un tiro! ¡Te lo juro! ¡Ahora mismo! Mira que lo hago, que llevo una pistola, aquí, ¡en la sobaquera! ¡Toca y verás!

Ella, más asustada que complaciente, accedió. En aquel retorno hasta el “Madrid”, aparentemente callados, aquellas voces interiores de Orlando, largo tiempo silenciadas, le gritaron en un tono aún más fuerte que las propias badajadas del reloj consistorial, que a tal momento anunciaba las doce:

¡Dios, esta sí que es un alma fuerte, empapando un cuerpo de porcelana! ¡Como tira de mí, de la mía, que estoy en pena, en aquel purgatorio de Ifni...! La mía, ¡si es que la tengo!, dejó de ser alma para convertirse en ánima... ¡Eso! Soy un ánima purgante, y como tal, en busca de socorros, que por algo Dios, o el diablo, tiraron de mí cara a Lugo, precisamente al encuentro de este ángel vengador…, que ya pude partir para la Olga, directamente, desde la Estación...

Acomodados en un ángulo muy discreto del “Madrid”, elegido por la propia Manolita, Orlando dejó salir su alma para mostrarse tímidamente:

-Manolita, gracias por escucharme, que a ningún condenado se le niega la confesión... En este caso, déjame decirte que me siento como un alma en pena, y muero de soledad, pero a estas alturas de mi suplicio tanto me dá morir de esto como de otra cosa! Aquel tropezón, aquella ceguera carnívora, fue, y sigue siendo, mi calvario... Déjame decirte, aunque ya no sirva para nada, que estoy colado por ti, ¡como nunca! ¡Perdido en la distancia, harto de vivir, y casi aborrecido de mi propia madre! ¡Oh, Dios, que me trague la tierra, aquí mismo, de lo arrepentido y de lo despreciable que me siento!

La chica hizo ademán de levantarse de la mesa al acercárseles un camarero:

-¡Para mí, nada, que ya me iba!

Orlando pidió un coñac. Y después de ausentado el camarero, le tiró de la manga a la chica, invitándola a sentarse de nuevo. Sentar, se sentó, pero insistiendo en la despedida:

-Orlando, ya me hablaste, ya nos hablamos..., ¡en tiempos! Y bien que te divertiste a costa mía…, ¡ya que ni hubo una explicación formal! Todo mentiras y trapisondas, ¡sarcasmos, en definitiva! Para colmo, te abriste tarde, que me escribiste después de casado, con felonía..., ¡que todo se sabe, que los cuños de las cartas, data tienen, o se la ponen!

El Teniente, con su tarbus en la mano, que ni a los colgadores fue para que no se le escapase su ex-:

-Mi explicación, la verdadera, te la quiero dar ahora, como mínima reparación, de rodillas que sea; ¡y si traes un Notario, mejor que mejor! Quiero que sepas lo que me pasó; de mis propios labios, por humillante que me resulte: ¡Pequé con Felisa, y por eso tuve que reparar, debía reparar! Para que me entiendas: sopesa lo que es un cuartel perdido en los yermos de África..., rodeados de chumberas, y de..., ¡de cuñadas!, que las llevan para ofrecérnoslas en auténtica subasta, ¡mayormente a los mozos que consideran de porvenir! Casi todos procedentes de Academia; de todas, y no sólo de la de Zaragoza; ¡nada, que es algo así como abrir un toril...!

Manolita seguía inmóvil, inexpresiva, como anestesiada, y su cutis, normalmente sonrosado, se había vuelto ictérico. Con gran esfuerzo algo pudo decir:

-Orlando, todo eso ya lo sé, pero a ti te educaron en cristiano, en la más estricta moral, ¡que me consta!, y te prepararon para resistir las tentaciones. ¡Tu desvarío, tu resbalón, fue imperdonable, imperdonable y golfo, de puro paganismo! Allá en Ifni, ¿querías un harén?

Con esto desembuchado, quiso irse de nuevo.

-¡Para un momento, mujer, otro; sólo un instante, que por Dios te lo pido!

Ella, exhausta, hizo un profundo esfuerzo para complacerle:

-¿Por qué insistes si de mí sólo vas a recibir reprimendas y censuras? Acaso algo que no quieras oír... Estás casado, y supongo que por la Iglesia, así que ya no eres libre, ni siguiera para hablar conmigo, ¡y menos de ese pretérito que el Sacramento archivó! ¡Orlando, son dos situaciones bien distintas, y ambas irreversibles, pero, a la vez, y por paradoja, excluyentes!

Neira le cogió la mano y se la besó con frenesí, con las lágrimas corriéndole infantilmente por las mejillas, en dos hilos largos y continuos, pero él, asumiéndolas, ni se molestó en secarse.

-Mira que te lo pido por tus difuntos, incluso por los que no hemos conocido: ¡Dame, en limosna, un ratito de tu tiempo, que la Misa de hoy ya la tienes perdida, o acaso, ganada, y puedes conmutarla por esta caridad! ¿Cinco minutos, que eso no es nada comparado con lo que me queda de purgatorio!

-¡Vale, pero suéltame la mano! ¡No seas ridículo, que empiezan a fijarse en nosotros! A fin de cuentas, para llorar a río, como lo estás haciendo, no precisas de mi presencia; ¡ni yo de la tuya!

Volvió el camarero con aquel coñac, que bien lo precisaba Orlando. Ella, ahora, pidió un agua mineral, que también la necesitaba, que sus lágrimas corrían por dentro, y tan amargas, o más, que las del teniente, ahogándola.

-Orlando, de puestos a hablar, lo haré…, ahora que tengo agua..., pero no me interrumpas, que te voy a soltar lo que tengo dentro, y a partir de eso, cada lobo a su cubil! Tú eras libre, pues yo no estaba pedida; ceremonialmente, solemnemente, se entiende. Prometida, sí, pero eso es otro concepto. Lo nuestro, aquel amor purísimo, infantil, de cuna, entrañable, por mi parte tan espiritual como el de los propios ángeles, pudo terminar en eso que llaman refrescos de juventud, pero debía ser, tenía que ser, con franqueza y sin apremios, de buenas maneras, sin herir a los nuestros…; en una conversación, en una mutación, que no sé cómo llamarle…, ¡fraterna, supongo!

Libres, los dos, -prosiguió después de un mínimo aliento, sin darle opción para rebatirla, -no teníamos un compromiso..., digamos que, insalvable; ni estaba públicamente definido, que lo nuestro, como digo, siempre fue una fraternidad limpia, amigable pero profunda. Sólo hubiera promesas, planes familiares, ilusiones acaso cándidas, que tales eran las mías. Lo peor fue que, contra toda apariencia, tú no fuiste un hombre, lo que se entiende por un hombre; ni hombre ni amigo, que los varones de nuestra clase siempre dieron su cara en las ocasiones, que en eso estriba precisamente su sentido del honor. Dan explicaciones, ¡previas! Y máxime habiendo una intimidad tan grande, tan..., familiar, entre nuestras casas respectivas, entre dos familias consideradas de alta dignidad. ¡Caso como este, comportamiento como el tuyo, todo por aquí..., ni el hijo más descarriado del casero más inculto e insociable!

Volvió a beber, seca como unas pajas, pero Orlando, ahora más calmado, no se atrevió a utilizar aquella pausa. Su “ánima” en pena le pedía penitencia, y estaba teniéndola, recibiéndola.

Manolita siguió con su confesión:

-Aquel disgusto me tuvo traumatizada, enferma, por meses, que meses pasé sin sentir el suelo debajo de mis pies, con un vértigo paralizante, ¡que incluso temieron que me quedase tullida! Bien sabes, o debieras saber, cómo soy de creída, de creída y de sensible con la gente de mi entorno. Sabes, o debieras saber, que no sé disimular, así que, ahora, en este momento, en este encuentro inesperado, tampoco puedo hacer el papel de indiferente; no me sale la comedia de que estoy por encima del bien y del mal, o lo que es igual, que no me he sentido herida, ultrajada, abatida. He sufrido por mí Orlando; si, muchísimo, pero si pudiese desagregar los sufrimientos, creo que aún fue más, bastante más, por nuestras progenitoras, que se juntaban, y aún lo hacen con frecuencia, aquí, en nuestro piso de Lugo, y siempre lloran, a dúo, cada vez que te mencionan, o le viene a tu madre carta tuya, poco menos que maldiciéndote. No les preguntes por qué lo hacen, que nunca lo dicen. Lloraban, y lloran, pienso yo, porque, para ellas, éramos una promesa de continuidad, o incluso de incremento, del esplendor y de la honra familiar, clasista si quieres, en estos tiempos en los que, por poner un ejemplo, un albañil cualquiera, metido a promotor de viviendas, nos manda apartar con la bocina de su Mercedes. Ellas sienten, viven, una especie de ocaso, el de su época, el de su civilización. Entrañablemente unidas, confiaban en el porvenir; unos nietos y todo eso. ¿Qué les queda, hoy; donde está la tierra que pisaban, donde se apoyan? Para su mentalidad, cayeron en un abismo, en un ambiente reivindicativo, irrespetuoso, invasor, agresivo..., ¡que las deja aisladas en sus tradiciones, pero también en sus valores! Para ellas fue tanto como quemar sus naves, quemar los pergaminos de las progenies respectivas en la pira de un traidor... ¡Un traidor de su propia casta, de su propia sangre, para más inri! Y con esto, callo, que me estoy quedando sin voz; ¡de seco el corazón, ahora se me derriten los pulmones…!

Aquel aspecto, aquellas consecuencias de su felonía, en su atracción física, en su obsesión por Felisa, no llegara a sopesarlo, ¡aún no! Lo descubrió de pronto, en Lugo, con el impacto de aquel encuentro inesperado, y lo apreció en toda su extensión, en todo su alcance, con las palabras cálidas, o más bien hirvientes, de aquella chica tan sensible, pura y sincera. También él tenía un nudo, gordiano, en su garganta, así que tampoco le fue fácil confesarse:

-¡Manolita, comprendo, asumo y abarco todo eso; ahora si, por lo menos algo, y bien que me afecta, pues me siento molido, cernido, esparcido...; todo a la vez! Pero te pido otras razones, otras, que tu naciste razonando, mientras que yo siempre he sido más torpe... Esa reacción tan dramática que acabas de pintar, ¡más en negro que en grises!, no fue lógica, pues yo, en vuestro caso, particularmente en el de las tres, despreciaría olímpicamente a ese tal Orlando. Le cogería aversión, eso sí, pero diría para mí: ¡Anda, que se lo trague el diablo, o que le entierre el simún del desierto, que fue una suerte perderle..., a tiempo! Perderle, perderme, antes de formalizar un vínculo sacramental con semejante traidor, con ese..., con este cobarde, con ese conejo del monte, que bien poco le conocen aquellos que le dieron el despacho de Oficial! Tan vil fue ese tipo, que ni se atrevió a informar de sus planes, huyendo, evadiéndose de sus compromisos más sagrados, con dos familias guardándole las ausencias... ¡Que lo chape un moro! ¡Pues eso, mujer, exactamente eso, que ese tal soy yo, un indeseable!

Manolita le vio tan abatido que tuvo dolor de él; le cogió una mano y se la apretó fraternalmente, más o menos como le hiciera en cierta ocasión, que de eso se estaba acordando, en el pazo de Sarceda, una vez en la que el niño de la Olga se subió a una colmena para desde allí alcanzarle una rama de higos maduros... En aquella ocasión los higos estaban a punto, puro néctar, y las abejas, pinchándole en las manos y en la cara, se llamaron a sus derechos de proximidad… ¡No escarmentó!

-En todo caso, esa podría haber sido mi reacción si realmente te tuviese por un traidor, por traidor y por cobarde, como antes insinué, que se me escapó, pero bien sé que en el fondo tú no eres así, que todo fue un eclipse mental, de señorito calavera, irreflexivo, ¡para todos nosotros de consecuencias nefastas!

Neira la miró a los ojos, con mirada sostenida por ambas partes, hondamente estremecido y desconcertado:

-¡Mujer, eres sublime; considerada conmigo, aunque me tengas por un criminal! ¿Entonces, ahí fuera, por qué no querías que hablásemos, teniendo, los dos, un atasco semejante, en el pecho? ¡Me siento enloquecer!

La chica volvió a apretarle las manos, más aún, cada vez más, transmitiéndose sus propios latidos:

-¡Te lo digo bien, que tengo dos luchas! A mí, a todos nosotros, no nos falló aquel Orlandiño de la Olga, que quien nos traicionó fue un tal teniente Neira..., ¡Dios sabe en qué ambientes metido, en qué guerras luchando!

Orlando, por su parte, tuvo el arrebato de besarla, así fuese a la fuerza, pero..., ¡aquella mujer era una santa, una santa incorpórea, distante, ajena a todo indicio de lascivia! Y luego que había mucha gente en las inmediaciones, dentro y fuera del local. Acaso conocidos de ella... ¡No, no podía escandalizar, ni escandalizarla! Le abrió su pecho, con toda sinceridad, con toda espiritualidad; eso sí:

-¡Que lista eres, Manolita; pero qué lista y qué comprensiva! Mas, en esto, en este caso, no tienes piedad, que hablándome así, tal y como hablaría una virgen desde su altar, ¡me alucinas! Si ahora, hace un rato, cando te he visto pasar, y corrí detrás de ti...; si cuando te detuve por el brazo, en vez de intentar huir de un apestado, me dieses un par de bofetones, allí mismo, en público, yo me sentiría purgado, aliviado, redimido, ¡y hasta feliz! Pero esta comprensión, estas palabras divinas, sin dejar de ser humanas, y tan hondas...; ¡mujer, con eso me abrasaste, que ardo en el infierno de los remordimientos! ¡Afellas que sí!

La maestrita, con psicología innata, a mayores de la estudiada, percibió que la gente de su entorno les notaba vehementes, excitados, alterados, así que le retiró las manos a su flamante, pero febril, milite.

-¿Piedad, dices? Tampoco la tienes tú, conmigo, apareciéndote así, de sorpresa, sin avisar, aquí por Lugo, por el mismísimo centro, donde todos nos conocemos, y nos encontramos, como poco, una vez al día... Haciéndome regurgitar, como hacen los pájaros, unos recuerdos agridulces, que ya los tenía archivados aquí dentro, aquí abajo..., ¡como quien dice, medio digeridos! Pero cambiemos de conversación, o separémonos, ahora mismo, ya, cortando este masoquismo en el que estamos cayendo... Y sólo una curiosidad de mujer: ¿Tienes..., tenéis..., esperáis..., familia? ¡Conste que lo digo pensando en tu madre, que la pobre mucho lo necesita!

Para Neira aquello fue un enésimo latigazo:

-No; por hoy, no, que Felisa no quiere complicaciones, por lo menos hasta que salgamos del Territorio, pues cabe esperar que tengamos guerra..., ¡sabiendo cómo es Franco de cabezón, y a pesar de su enamoramiento con los moros! El Istiqlal, ese partido de la Independencia, ¿sabes?, al que primero ayudamos en contra de los franceses, y ahora, desagradecidos que son, se vuelven contra nosotros. Entiendo que estéis desinformados, con ese bozal que tiene la prensa...

Gradualmente más calmados, siguieron de conversación; ¡tanta que tuvieran en tiempos, cuando Manolita no se cansaba de escuchar las bravatas de su chico! Cómo le hurtaba cuartos a su madre para invitar a los amigos, creyendo que ella no se enteraba; qué trucos tenía para copiar en los exámenes; aquellas llaves de judo con las que siempre vencía en las peleas...

-De las cosas de África, aparte de que estáis en el mapa, aquí, casi nada. Tan sólo que los soldaditos regresan contando burradas, ¡que incluso presumen de acostarse con las mujeres de los moros por un chusco de pan…! Pero volviendo a lo nuestro, ¿cómo es que estás aquí? Me dijera doña Marisa, hace tiempo, que tenéis los permisos retenidos...; ¿o es que ya vienes destinado?

-Esa fue otra de mis trolas para ver si conseguía que fuese ella, no viniendo yo. Estuve en Madrid haciendo un curso... Y al terminarle, me dieron diez días, lo justo para darle un abrazo a mi madre, y poco más.

-Pensé que venías destinado…, al verte de uniforme... Por cierto, tendré que mandarte, devolverte, aquellas fotos..., ¡que dárselas a doña Marisa igual no es oportuno, ni oportuno ni correcto!

-Si no las quieres, rómpelas, que mejor será eso que romper mi corazón con tus rehúses.

Se hizo entre ellos, de nuevo, un silencio espeso, frío; ¡más frío y más espeso que una niebla miñota! La maestra decidió cortar, suprimir, definitivamente, aquel embrujo paralizante:

-Orlando, me parece que ya lo tenemos dicho todo, todo lo importante y también lo secundario, así que, de hoy en adelante, ¡bajemos el telón! ¿Te quedas con ese señor de ahí fuera, ese que nos hace señas, que yo, al salir de aquí, no pienso hablar, ni con él ni con nadie?

-Sí, ya lo veo; y tiene mi capa… Es Felpeto, aquel de los Maristas. Tú le conocerás bien, aunque sólo sea de verle conmigo, aquí por Lugo... ¿Te acuerdas?

-Sí, y también por referencias más actuales. ¡Ves como son las cosas! A él le dejó Merche, una compañera mía, de las Josefinas, de las Pepas, que era como les llamabas. Lo dejó, al parecer, porque consideró más práctico acomodarse con un Médico en ejercicio que con este Abogadito de secano, que sigue de aspirante, de opositor crónico…, ¡creo que a Notarías!

Orlando le sugirió, a pesar de lo que acababa de expresarle ella:

-¿Quieres que te lo presente? Ese sí que es un buen chico, y con él no harías mala pareja..., ¡dos beatos!

-¡No, por favor; mejor, no! En cuanto a ti, a ti mismo, esta ocurrencia que acabas de tener, demuestra lo poco que me conoces. Y con tan poco conocimiento, ¿una boda, nosotros...? ¡Sería un fracaso! Por lo que dijiste, y por tus actos, tengo que deducir que nunca he sido novia tuya, pero lo que es de mí, que yo sí tengo la obligación de conocerme, puedo asegurarte que fuiste mi chico, mi novio, mi único y absoluto amor; por tanto, aunque tenga papeles de soltera, no soy célibe, pues estoy..., ¡eso, amortizada! ¿Lo quieres entender, moro Muza? ¡Pienso que nunca de mejor forma te he llamado!

Orlando, que seguía desconcertado, desintegrado:

-Manolita, ya no sé qué decirte, afellas que no, que tus filosofías, esas místicas, no se me alcanzan. ¡Sinceramente, no! Lo que te pido, o propongo, o como porras se diga, es que te tomes un tiempo, pero sólo un tempo, que aún eres moza, una cría…; ¡eso, una moza proporcionada, perfecta en cuerpo y en espíritu, ilustre e ilustrada...! ¡No te puedes, no te debes, malograr! Piensa que no todos los hombres somos tarambanas! ¿No comprendes que es una parvada guardar un recuerdo humillante, una ausencia idiota y estéril?

-¡Gracias, Orlandiño!

-¿Gracias, por qué? ¡Sólo te dije lo que siento! El caso es que siempre hago lo mismo, a corazón abierto, pero luego viene el abaneo de una minifalda, terciada por unas nalgas de ceba, y en esas ocasiones..., ¡allá voy, al animal, tal que hacía aquel contrario de la parada de tu tío Manuel! Siendo como soy, tan animal y tan carnívoro como tengo demostrado, ¿puede saberse por qué me das las gracias?

Tardó en contestarle, que aquello se le escapara, y ella no sabía mentir:

-Pues..., por esta punta de felicidad que me das, de presente, al ver, o al comprobar, que aún te queda cierta estima...; ¡de mí, pero también de ti mismo! Orlandiño, insisto, despidámonos, cuanto antes, y por Dios te pido que no me digas nada, absolutamente nada, que este momento es válido, aceptable, que me quedo con la certeza de que tienes un corazón excelente, ¡sólo que envuelto en una guerrera!

-¡Por lo menos, un beso! ¿Sí? –Y le hizo un gesto, poniendo los labios en forma de higo.

-Vale, pero en la mejilla. De buenos hermanos…, ¡y sin palabras!

-Mujer, una, una sola: ¡Mira que aún me queda un suspiro, aquí, en el pecho, por detrás y por debajo de la guerrera!

-Dime cual, pero abrevia.

-¡Déjame retirar eso que dije de tu impiedad; y de paso, perdón, aunque sea sub conditione!

-En lo de plasta, en lo de pesadito, no cambiaste. Estás perdonado, quedas perdonado, sí, pero también olvidado..., ¡hasta donde yo pueda ser capaz de ello!

-Capaz era un desconocido tuyo, un follonero, que se metió donde no le llamaban, allá en África... Pero en serio, sin bromas, ¡concédeme un milagro!

-¡Ya eres grandecito para soñar! Los milagros son cosa de los santos...

-¡Mujer, el milagro de seguir siendo novios..., allá por dentro! ¡Nada deseo con tanta vehemencia como eso de ser tu novio, aunque sea a distancia, mismo por telepatía, que si tengo que despegar mi alma de la tuya, en ese caso tanto me da ir al Cielo como al infierno!

-¡Ya está bien de locuras, Orlando, salvo que seas poeta, pero eso nunca lo demostraste!

-Manolita, ¿qué mayor locura que la de perderte, y de perdida, seguir loco, loco perdido, por ti, por culpa de la mayor locura que vieron los siglos?

-¡Orlando, definitivamente, basta, que si sigues diciendo, y yo tolerando, tales parvadas, acabaremos en el manicomio de Castro! Lo que tenemos que hacer es rezar, rezar uno por el otro..., ¡que falta nos hará para salir de este abismo, de esta locura incurable! ¡Adiós; ahora sí!

-.-

...

Aquel amigo, que por algo lo era, seguía esperando por Neira en uno de los veladores de la terraza, medio de bruces en la mesa y con un periódico al lado, ya aborrecido.

-¿Felpeto, aún estás aquí? ¡Claro, guardándome la capa, pero la pudiste pasar para dentro, dejármela en el colgador!

-¡Me quedé por si precisabas árnica? ¿Hubo heridas? Os estuve observando, medio de refilón, y para ser viejos amigos, la verdad es que hablasteis con cierta tensión, con una tensión de heridas abiertas, ¡visible a distancia!

Orlando, para calmar un poco sus nervios, que los traía tensos, rígidos como escarpias, sin importarle lo que dirían o pensarían en las otras mesas, se puso a hacer que silbaba la: Negra sombra que te alonxas / ... / cando pensei que te foras / aos pés dos meus cabezais / tornas facendo mofa.

En vista de que el amigo seguía expectante de su relato, se explicó, un algo por pura cortesía, que nada le apetecía menos que referir aquel encuentro, tan dramático como inesperado:

-¡Pobrecilla, es un ángel, que ni casi me riñó! Si llega a casarse, me gustaría que lo hiciese contigo, y tu no irías mal...; ¡en absoluto, que te lo digo yo! Inmaculadas como esta..., ¡en los altares, y poco más!

La vida de Felpeto, su carrera vital, tampoco era envidiable:

-Yo pasé al retiro, al más perfecto de los ostracismos... Y no tengo apetencias para rebobinar, ni me parece ocasión para lucir mis crespones, que creí tener el sol en la puerta y me salió una luna menguante, ¡de esas de cuernos! Otro día, un día menos denso, que con mi historia no hay peligro de olvidos, ya te relataré un capítulo! Hoy el que estás de actualidad eres tú, ¡hecho un Napoleón!

Orlando medio se rio, pero solamente por la alusión imperialista:

-Por allá ando, pero más abajo, y con otra diferencia, que en Ifni hay chumberas y no pirámides... Las temperaturas, las diurnas, que de noche nos trasladamos a Burgos, o peor aún, pueden rondar los 40 centígrados. ¡Quizás sea por eso que me casé con la luna!

-¿Debo entender que no sois felices...?

-¡Ni yo, ni ella, pero más verdad es, como decís los abogados, que no le doy la talla! Felisa es un tarugo, una contrabandista de la raya portuguesa, pero tan natural y tan ácida como..., ¡como una manzana esperiega! No ayuga con este Neira, con esta calabaza espuria, ¡y eso que procedo de una huerta paceña! Igual no me entiendes, pero..., ¡son cosas, maleficios, abortos de la propia naturaleza, que por veces, de tan viciosa que es, engulle a los propios hijos! ¡Otro Neptuno!

Felpeto cogiera la onda; ¡más o menos!

-Sí que te entiendo, “más o menos”, que es como me gusta decir cuando un pleito se me escapa, pero hay que arar, amigo mío, ¡pues mal buey es aquel que no puede con la canga de su arado!

-¿Con la canga…? ¡Ah, sí! ¡Lo malo es que nuestros surcos, Manolita, Felisa, y también yo, son triangulares, pero no equiláteros…, pues de masonería, de analogía, cero!

En esto, Felpeto se dio una palmada en la frente:

-¡Neira, perdona, que con este ambiente, con tus secreteos, se me fue el santo al Cielo! Anda por ahí un taxista buscándote, y se paró aquí, supongo que al ver tú capa en esta silla... Ya vino tres o cuatro veces, que me dijo que está aguardando por ti en el Campo Castillo... En la última se enfadó, que dijo que no te quiere faltar pero que está perdiendo otros viajes... ¿Orlando, atiendes? Por un momento tuve la impresión de que subieras al Ceo, ¡sin despedirte!

-¡Perdona, pero al Cielo no voy, por lo menos hasta que haga penitencia, pues tal y como tengo el ánimo supongo que no me dejarán entrar! La verdad es que estoy en Babia, ¡y no precisamente de caza! ¿Qué, que dijo ese taxista?

-Que se larga si no acudes..., que tiene otros clientes...; y no sé qué de una maleta...

-¡Que se vaya solo, y que le diga a mi madre que estoy en Lugo; y que, cuando venga ella, si no me encuentra, que mire abajo, por junto del viaducto de la Chanca, por se quiere hacerme el entierro, aunque lo dudo, pues, según su criterio, voy a ser la deshonra del panteón de la Olga!

-¡Orlando, otros empezaron así, con bromas de mal gusto, y acabaron de cabeza, precisamente en la Chanca…! ¡Contrólate, por favor!

-Después de la tormenta que tuve con esa chica, con Manolita, no me siento con fuerzas para asegundar, para enfrentarme a mi propia madre... Necesito coger bríos, recargar las pilas..., ¡que se me agotaron!

-Te repito que se larga...; ¡el taxista, digo! ¡Anda, vete hablar con él, que yo te espero, aquí, aquí mismo, que hoy no estás para dejarte solo!

-Lo que preciso no es un taxi sino un caballo, un corcel fogoso, y un par de espuelas, de esas de erizo, de puntas afiladas... Camarero, cobre; ¡lo de aquí, que dentro ya pagué! Levanta, Felpeto, que marchamos...

-¿A dónde? ¡Yo quiero llevarte conmigo a mi casa, que es la tuya, pero eso será después de hablar con el taxista y de comer algo, tal que en el Paramés...! Allí para un amigo mío, don Antonio Fraguas y Fraguas, catedrático de Historia, que de seguro le agradará que le hables de eso de África, y a ti te conviene, que te distraes.

-¡Vale; pero, primero, a la taberna del Lerchán! ¿Te acuerdas de aquellas tazas de Ribeiro...? ¡Nunca tanto necesité de ellas!

Felpeto, previendo que esa desviación no era oportuna dada la situación anímica del milite, trató de cambiarle los planes.

-Hombre, no, que eso está en la Rúa Nova, por cerca de la Plaza del Campo, y no es hora ni ocasión de ruar. En este caso pedimos otra copa, aquí mismo, y te vas, de seguido, que te acompaño al taxi, aquel u otro, para que llegues con día a la Olga. Que te vean los caseros con tus estrellas doradas, con esas insignias, con este uniforme color garbanzo..., ¡tan marcial, que casi pareces un general, sólo que aún más precoz que el mismísimo Franco!

No le gustó:

-¿Que me vean de día, conteniendo las lágrimas, tal y como si fuese un recluta acojonado al que le tocase África...? ¡Chacho, que hay clases, y tendré que mantener la compostura, aunque esté sangrando por dentro, que eso es lo que me pasa en este momento! ¿Para qué habrá mujeres en este mundo, mi madre incluida; para qué, Señor?

-¡No seas animal! ¿Dónde viste rosas sin espinas?

Tan ofuscado estaba que ni cogió la metáfora de aquel amigo:

-¿Rosas…, sin espinas? ¡Las hay, que alguna tengo visto! Sí, fue en Valencia, en unas huertas, al borde del Júcar...

-Orlando, te estoy hablando de otros rosales…

Refunfuñó, echándose la capa al hombro:

-Pues no tengo ganas de parola; ¡ni de rosas, ni de espinas! ¡Arranca, que este sitio parece tener hormigas; suben del hormigón, por las perneras, y de las perneras me pasan al espinazo, y del espinazo al cerebro, que me van a perforar el cráneo!

-Entonces te haré caso, siquiera sea por acatamiento de tus estrellas..., ¡que yo, en Monte La Reina, no pasé de sargento!

-¡Mejor para ti! –El teniente, de amargado, le echaba las culpas de sus males a cuanto le rodease.

Daquella, iré; iré contigo! Por complacerte, que conste, que ese “Lerchán” nunca fue de mi agrado, que por algo le pusisteis ese calificativo...También lo hago por si te sirve de medicina, pero sólo una copa, que después de eso, nos recogemos; tú coges el taxi, y yo, si no te quedas en Lugo, en mi casa, me voy de lectura, al despacho, que tengo que buscar jurisprudencia para cierto caso..., ¡que ya se me olvidaba!

...

-¿A ver, Lerchán, envenenador de medio Lugo..., aún no te jubilaste? Deja quedar esa botella, que esta sí que es de Portomarín, ¡y no aquellas de cando éramos estudiantes!

El Tabernero, cogido de sorpresa en aquel bombardeo de improperios, atrincherado por detrás de aquel mostrador alto, corto y maloliente, bramaba. ¡Si no fuese por las consecuencias, en un día de tanta concurrencia..., se le tiraría a las solapas, por de caqui que fuesen! No obstante, para empezar con diplomacia, se encaró con el milite, con el africano, con aquel tipo de la capa blanca, que así, de uniforme, le costó reconocerlo. ¡Tantos mozuelos que iniciara, que se le iniciaran, en el alcoholismo!

-Señor teniente, mi nombre es, sigue siendo, Apolinar, y creo que no se le olvidó, que así me llamó siempre...

Lanzado el guante, de parte a parte del mostrador, el duelo ya era inevitable:

-¡Yo no te retraté, yo no te puse ese apellido...!

-Cuando le apuntaba los fiados, digamos que, a diario..., ¡hasta que venía su madre para darle la teta, y de paso, a traerle cuartos!, usted siempre me dijo “señor Apolinar”, ¡con estas letras, y ninguna más!

Orlando, que no estaba para razones, le sostuvo la mirada, de gallo a gallo, provocadores ambos:

-¡Me salió así, machito, que bien me acuerdo de cuando nos apuntabas el doble de lo consumido! ¿Y tú, conejo de monte, con esos antecedentes, te vas a molestar por lo que dije? Este billete, ¿lo ves?, es de mil pesetas; y estas cosas relucientes que llevo en la manga, ¡son estrellas!

-¡Pues, enhorabuena! Goce de esta consumición, y después pague, y váyase, ¡que por aquí sólo viene gente de paz!

Nuestro “milite” no precisaba ni la mitad de aquella invitación para quedarse. ¡Faltaría más!

-¡Has de saber, Lerchán, que no olvidé que atendías con preferencia a los estrellados del Cuartel de San Fernando! Entonces cagabas mixtos por complacerles, ¡del miedo que les tenías!

El tabernero iba a retirarles la botella, que la dejara en el propio mostrador, pero Orlando se le anticipó y la agarró con firmeza. Al ver esto, Felpeto apartó el vaso de su amigo, mediando:

-¡Por favor, contente, que estamos llamando la atención! Hazme caso y calma tus nervios; ¡no desahogues donde no debes!

Fuese que el teniente estuviese mejor de fuerzas, o por la prudencia del Apolinar, la botella de Portomarín quedó en manos del cliente; ¡botella y vaso!

-Bebe y calla, rapaz, que esta es buena, y no aquel vinagre que nos servía..., ¡a precio de Oporto! ¡Ahora cambiaron las tornas! ¿No sí, Apolíneo! De presente, conmigo, con dos estrellas, tienes que joderte; ¿no sí, trapacero?

El tabernero de malas pulgas era, y de buenas palabras tampoco; en canto a las intenciones, siempre supo a quien tenía que darle mercancía de la buena, o licor avinagrado, así que el duelo se presentaba interesante..., ¡para el resto de la clientela!

-¡Señor teniente: Estoy aquí para servir, pero a mí, los señoritos de aldea subidos al trono, hace tiempo que me la rechiflan! Si les apetece, beban, a reventar, pero paguen...!

El milite, en aquella postura, desafiante, arrogante, volvió a poner en la barra aquel billete de mil pesetas con el que comenzara su incordio, pero el Tabernero rehusó aquel trapo.

-Paguen o no paguen, más prefiero que no armen guerra, que ya estuve en la de España, y ahora tengo la licencia, ¡absoluta!

-¿Ves, Felpeto? ¡Unos dándole gloria a la Patria, sangre, sudor y lágrimas, si tal fuese necesario, y los otros tirando de la teta, aprovechándose de esta paz de Franco para su medro! Este es un badulaque, que ni respeta al Ejército de África, la flor de todos los Ejércitos, ¡habidos y por haber!

El abogado, Felpeto, hizo los posibles por abogar, una vez más; por calmar, por atemperar.

-Señor Apolinar, por favor, que usted es un hombre que se debe al público, ¡vengan como vengan! Le pido una consideración con mi amigo, que acaba de tener un penoso incidente, pues..., ¡perdió un pleito! ¿Sabe? Y tú, Orlando, hazme un favor, siquiera uno, que con estas copas vas que ardes... ¡Anda, salgamos en busca de ese taxi...!

Pero el Neira, obstinado en aquella ofuscación, e invencible en su propia derrota, se zafó de un tirón y se apegó a la barra, de nuevo, tal que una lapa. Las vueltas no las recogió, y eso que Apolinar acabara por aceptarle aquel billete verde, inofensivo en sí mismo pero ofensivo por la forma chulesca en que le fue presentado.

-¡A ver, Apolíneo...; porque te llamas Apolíneo, no? Basta de matarratas, y saca un Wat...

El tabernero, que a estas alturas ya le importaba menos aquello de los motes que atiborrar de alcohol al cliente para que cayese tumbado, que alguien se ocuparía de sacárselo de la taberna, echó mano de un coñac fuerte, rasposo, pero Neira le desplazó la botella.

-¡Whisky, animal!

El otro, tal y como le convenía, impasible:

-¡Lo siento, pero de eso no tengo! Le traeré otra marca, ¡a escoger!

El abogado siguió abogando en lo único que le era posible:

-¡Te pido por última vez que salgas conmigo..., o te dejo quedar solo, con todas las consecuencias! -Pero ni con esas, así que adujo otros argumentos: -Repara en cómo te observan esos chicos...! ¡Esto es ridículo, en ti, un oficial; aparte de que igual me conocen! ¡Saldremos en la prensa…!

Fue peor, que así se le ocurrió imprecar a los mozos:

-¿Que miráis, quintiños? A alguno poco le falta para caerse por África, en mi Campamento, en el Ronson, en el de las piedras... ¿Os suena...? ¡Entonces va a ser la mía...! –Y se frotó las manos, como gozándose en aquel martirio anunciado.

Los chicos contemplaban la escena sin entender cosa; lo único que se les alcanzaba es que tenían delante un teniente matón, embriagado. El tabernero aprovechó aquel paréntesis de los mozos para ir a la trastienda, al teléfono... Felpeto, en aquella impotencia, optó por sentarse, dejando al amigo en la inestabilidad más absoluta: ¡que si me tengo, que si me caigo…! Aquellos rapaces del otro ángulo siguieron en animada conversación, un par de rondas más, pero...! ¡En la mismísima puerta, taponándola, se paró un jeep de la P.M.! Felpeto se puso en pie, sobresaltado:

-¡Orlando, la hiciste buena: este Lerchán hizo honor o su mote, y avisó a la Policía Militar...! ¡Aquí no hay puerta trasera!

-¿Que avisó a quien...? ¿Estos? ¡Que pasen, coño, que son los míos! ¡Estáis invitados, que aún me queda dinero: barra libre, que tengo flus a granel! ¡Hoy, aquí, en honor mío, todo gratis, de barakalófik!

Se le aproximó el sargento, tan sólo el sargento; y cuadrándosele:

-¡A sus órdenes, teniente! Telefoneó este señor para decirnos que le está alborotando el establecimiento, que por eso entramos..., ¡por si usted precisa de nosotros!

El sargento no era torpe, en absoluto. Saludaba con la derecha pero tenía buena izquierda, ¡mejor que la del oficial, a tal momento con los cables cruzados, tan loco como borracho, y tan borracho como loco!

El eufórico los arengó:

-¡Claro que os preciso, chicos! ¡Preciso que le enseñéis a este paisa a tratar con respeto al Ejército de África; y de paso, que aprenda a ser barman! –Se volvió de cara al tabernero: -¡A ver, tú, cómo coño te llames: Barra libre para todos, y para los imberbes, también, que paga Franco! ¡Pero primero lávate las manos, o ponte guantes para servir al glorioso Ejército Nacional!

Giró otros ciento ochenta, en equilibrio cada vez más inestable:

-¡Sargento, que se acerquen esos infantes!

El tabernero, que seguía enterizo, un eterno inconforme:

-Sargento, haga el favor de atenderme; ¿no oyó eso de “cómo coño te llames”? ¡Antes de venir ustedes, me apodó Lerchán…! ¡Me está injuriando, de mil maneras!

Pero el sargento prefirió amainar en el teniente; por vía pacífica, eso sí:

-Teniente, entiendo que aquí nada nos queda sin hacer, que este bar no es de su categoría... Suba con nosotros a Garabolos, y ya verá qué whisky... ¡Pura reserva!

Felpeto dio aquel pleito por perdido; ¡aquel también!

-Neira, lleva contigo esta tarjeta del café Madrid, con su teléfono, que la tengo conmigo porque a veces me envían clientes... ¡Si precisas algo, llámame al café, que estaré por allí, unas horas, aguardando por ti…, y también hablaré con el taxista!

-.-

De vuelta a su casa, a Manolita la aguardaba otra sorpresa, una visita habitual, pero en tal ocasión le pareció un fatalismo:

-¡Oh! ¿Usted..., aquí? ¡Pero, doña Marisa...!

-¿Manolita, qué te pasa, que ni que vieses un fantasma? –La reprendió su madre, doña Placeres, interrogativa y desconcertada por aquella exclamación de su hija. –Marisa está, y estará, con nosotros, como tantas veces que viene a Lugo...! Teniéndonos, nunca le consentiré que coma en otro lugar. ¡Discúlpate por esa sorpresa injustificada, impropia de ti!

Pero la disculpa de la hija consistió en que dio en llorar a lágrima viva, y se iba para su cuarto si no llega a retenerla su propia madre.

-Mamá, y Marisa, perdonadme; ¡a tal momento no sé lo que digo, ni lo que hago! Me emocioné, supongo, y he perdido los nervios de esta manera tan estúpida, que no desconsiderada, porque..., ¡acabo de estar con Orlando, en los Soportales!

Se levantaron al unísono, clavándole con la mirada, expectantes, desconcertadas, a cual más.

Habló, cuando lo que realmente deseaba era soltarse a llorar, enroscarse en su cama, volver a ser un feto:

-Le dejé con un amigo suyo…, y piensa coger un taxi que le lleve a la Olga…, que viene de hacer un curso... ¡Comprended mis nervios, y mi pasmo, que vengo ciega, que incluso me pasé dos portales..., buscando mi propia casa!

Doña Marisa fue la primera en reaccionar, y la dio un abrazo fortísimo, entrañable, de conmiseración:

-¡Pobrecita mía! ¡Te entiendo, niña, te entiendo, que si viste a mi hijo fue tanto como ver al diablo, en persona! ¡A lo que llegué, Señor, a tener que avergonzarme de los actos de mi propio hijo!

Después de unos cuantos suspiros, y pestes también, a doña Marisa le entró la inmediata preocupación de toda madre:

-¿Le pasó algo, viene herido, está enfermo?

-No, señora, que ya le dije que estuvo haciendo un curso, supongo que en Madrid. Viene muy guapo, muy moreno, ¡y de uniforme! Ahora imagínense mi reacción, que me cogió de un brazo en el instante en que subía las escaleras de La Nova para ir a Misa...

-¡Pobre niña; -doña Marisa más afanada con la chica que interesada en su propio hijo; -no llores más, que ese pillo no te merece, que es un mal hijo, un mal hombre! ¡Perdiéndolo, ganaste!

Con un esfuerzo considerable, la ternura de Manolita se sobrepuso a su propio dolor:

-¡Doña Marisa, nos tenemos que hacer cargo de sus circunstancias, de su aislamiento, que los hombres sólo son duros en la piel, protegidos por sus barbas! Allá abajo, en ese yermo de Ifni, en eses cuarteles tremebundos, oliendo a borra de los jergones, los peroles de la comida... Y en el caso concreto de Orlando, un huérfano prematuro que asumió las glorias de la familia casi desde la cuna, un Oficial brillante en estudios, presumiendo de sus estrellas, que también aquí en Lugo son como imanes para las chicas... ¡No es fácil juzgarle!

Las madres estaban tan atentas y conmovidas que ninguna de las dos se atrevió a interrumpirla, así que continuó exteriorizando sus reflexiones personales:

-En esa tal A.O.E., tan difícil de explicar en las escuelas, jugando a tiranos, o a colonizadores, vaya usted a saber; correas de transmisión de este imperialismo nuestro, trasnochado, de vía estrecha...; ¡miles y miles de hectáreas, todo eriales, como si Castilla no estuviese necesitada de inversiones, y no fuese suficientemente ancha para satisfacer a ese enano de la voz atiplada, a ese pardillo del Pardo, siempre rodeado de esos zaragüelles morunos...! ¿Qué hacen nuestras golondrinas, donde anidan? ¡Sólo les interesa África para librarse de las heladas!

La señora de la Olga no la soltaba de sus manos, como ayudándole a soportar aquel peso, aquella angustia tan densa:

-Santiña, bien sé que le sigues queriendo, a pesar de los pesares que te dio, que por eso le disculpas, pero aunque tú lo comprendas, aunque le disculpes, los errores de mi hijo no tienen nombre, ¡que ni se lo sabemos dar! ¿Pero, a todo esto, donde está ese fachendoso? ¿Se marchó para la Olga…?

-Supongo que sí, que esperaba por un taxista, que por eso también me desconcertó encontrarla aquí, y él de viaje, para su casa...

La hidalga sufría lo indecible, pero no se acobardaba. ¡Venía de gente noble, altiva, acostumbrada a mandar!

-Si se marchó para la Olga, allá él; ¡que me avisase! Yo de aquí no me muevo; ¡por lo menos, hasta mañana! Que vaya y que vuelva, que le está bien empleado, a ver si siente algo de lo que es la soledad de las personas cuando le quieren a uno, tantos y tan a fondo, para resultar luego engañadas, abandonadas, olvidadas... ¿Es, o no es así, Darío, que de tan callado ya pareces esa estatua del Parque?

El aludido, que aguantara aquella catarata familiar, imprevista, emotiva, mismo dramática, sentado en un ángulo del salón, en un discreto segundo plano, al ser aludido se acercó a las mujeres:

-Marisa, querida Marisa, estuve callado, sí, pero también participo, ¡cómo no!, de los problemas que nos lleva dado tu hijo; sin embargo, ahora no tienes razón. Piensa que los hombres somos más atolondrados que las mulleres, y podemos hacer daño, incluso mucho, sin otra malicia que nuestra tosquedad, o..., ¡ni sé cómo decirlo! A veces pecamos por omisión, por simple omisión, que después se convierte en actos, en obras, sobrevenidas; quiero decir, ni deseadas ni deseables... Y vuelvo a callar, que con mis palabras, acaso torpes, estoy embarullando las cosas..., ¡en vez de arreglarlas! Lo que tenemos que hacer, lo único que se me ocurre, querida Marisa, es echarnos a la calle, para ver de encontrar a tu hijo antes de que se nos vaya en ese taxi, que ya que quedaba con un amigo, igual demora su salida… Manolita, ¿dónde estaban, donde les dejaste?

-Ahí, en los Soportales, en una terraza... Con un tal Felpeto, que fueron compañeros en los Maristas...

-¿Felpeto...? ¡Va a ser el hijo de un Veterinario del Corgo…! ¡También lo conozco! Marisa, si tiene marchado, te llevo yo a la Olga, en el Lancia, que con este coche pronto llegamos... Tú, como madre, bien sabes que no le puedes dar un plantón..., ¡por enojada que estés!

-Darío, en ese caso..., cuanto antes, que te lo estimo, que me estás demostrando que no le guardas rencor..., ¡cosa de la que yo sería incapaz viéndome en tus calzones!

Ya en la terraza del Madrid:

-Camarero, por favor, ¿estuvo aquí un teniente, con un uniforme de...; vaya, con un uniforme muy raro, de esos de África?

-Sí, señor, pero ya se marchó. Iba con el abogado Felpeto, don Lois Felpeto...

-¡Gracias...! Marisa, propongo que vayamos a la parada de los taxis, a esa donde tiene el punto ese Castiñeira, que como le conoce... ¡Lo más a prisa que puedas caminar!

Pero aún bien no le dieran espaldas al Camarero, éste les llamó:

-¡Eh, esperen, que se fueron para abajo! Algo decían de la Rúa Nova...

-¡Gracias otra vez, amigo!

En aquel momento, que estaba visto que era el día de las brujas, o de las coincidencias, en el ágora de Lugo:

-Aguarden, que ahí vuelve el señor Felpeto, pero..., ¡viene solo!

-En este caso ya hablamos con él. ¡Hasta luego, chico, que nos fuiste muy útil!

-.-

-...

-¿Usted es el señor Felpeto, no?

-¡Servidor! ¿Y ustedes...?

-Soy amigo de su padre, que ya tiene estado en mi finca... Soy Rancaño, de Sarceda, en el distrito de Castroverde... Esta señora es la madre de Orlando. Nos dijo ese camarero...

-¡Señora...! ¡Es que ni sé cómo decírselo! –Felpeto se aturulló aún más que si tuviese que redactar una alegación para el Supremo.

-¿Pasa algo, algo grave? ¡Por Dios, no me asustes!

-Grave, no, señora; ¡en absoluto! Más bien estúpido, que incluso vengo pesaroso, que no estuve a la altura de las circunstancias: Orlando me insistió en que tomásemos unas copas, ahí abajo, en la Rúa Nova..., y no debiera acompañarle, que él solo, sin mí, seguro que no se movía de aquí mismo, del Madrid. Fuimos, como tantas veces, al barzucho de ese que llaman, de mal nombre, Lerchán, pero Orlando iba nervioso, mucho, demasiado, de la entrevista que tuvo con..., ¡con su hija! La segunda parte fue que se mareó, ¡a la primera copa!

-¡Se lo pido por Dios, empiece por el final, que las copas siempre acaban mal!

-Señora, tranquila, que el incidente no llegó a ser accidente. Orlando dio en meterse con el tabernero, en una especie de venganza por las mixturas que nos tiene servido, de chicos. Pero a ese chispas de la taberna, que ahora debe ser rico y no aguanta la más mínima, le dio por telefonear a la Policía Militar...

-¿Eso no es grave? ¡Por Dios, abrevie...!

-Mejor sentémonos aquí, que ya poco me queda por decir. En definitiva, que el Sargento le llevó consigo, engañado, y por eso vengo dispuesto a dejar aquí un recado, y luego coger un taxi, para subir a Garabolos...

-¡Eso me gusta; y voy con usted…!

-Pero el caso es que de los oficiales que están ahora en ese cuartel, no estoy seguro de conocer a ninguno de ellos…

El, no, pero Rancaño, aquel relaciones públicas del pazo de Sarceda, sí:

-¡Conozco al comandante Rivas! Ven, Marisa, que vamos los tres... O mejor, no: Tú nos esperas aquí, en el café, y te tomas una tila, por si…, ¡para que no le riñas delante de sus colegas! ¿Me entiendes la intención…?

Dona Marisa fue de otra idea:

-¿Oyes, Darío, y no sería mejor dejarle por allá, pase lo que pase, a ver si escarmienta, que a tu amigo igual le parece mal que intervengas en un arresto…, si es que le tienen retenido? Por otra parte, si Orlando está..., eso, mareado, tampoco es cosa de llevarle con nosotros por Lugo adelante, aunque sea en un taxi, que es una vergüenza si le da por hacer gansadas. ¡Imagínate que le da por insultar al taxista…!

-Quédate tranquila, mujer, que tengo confianza con ese comandante, bastante como para decirle algo de lo que pasa, y seguro que comprenderá, que él también fue mozo..., ¡y tiene hijos! Marisa, desde que tomes algo, y te entones, espéranos en mi casa... Felpeto, tú y yo iremos en mi auto, que lo tengo cerca, ahí por junto del Gobierno Civil...

En Garabolos le creyeron a Rancaño, así que se lo llevaron consigo, sin dejar constancia de la retención, en el Lancia, directamente para la casa de Darío. La sesión amonestadora del comandante le había devuelto al andador:

-¡Mamá guapa, aquí me tienes! ¡Hoy, para que el día sea completo, sólo me faltan tus azotes! ¡Pues aquí estoy; no te prives! Lo malo, digo, lo bueno, será que no estás adiestrada, que haces poca gimnasia...

-¡Orlando, picarón, que ya no llego a tus nalgas, y bien que siento no habértelos dado en su tiempo...! ¿Estás bien? ¡Mucho, no, que te verdea la cara, que se te puso del color de la bilis...!

-¡Mamá, es el sol del Magreb...!

-¡El sol del infierno es lo que te mereces, mas, con esa cara tan dura...!

-Sí que estoy bien, ¡de veras! Ahora sí, pero prefiero sentarme, con la venia de estos...; quiero decir, de tus amigos, que yo los he perdido, ¡nada más estrenar esta varita de mando!

-...

Manolita observaba aquella escena, entre dramática y ridícula, desde un segundo plano, sentada en la última de las butacas, sin atreverse a intervenir ni a comentar. ¡Había más fuego en aquel salón que en la propia chimenea del pazo de Sarceda!

Por su parte, el hijo del veterinario, Lois Felpeto, que los acompañara, notando aquellas cargas de electricidad estática, inquietantes, allí posadas, expandidas por aquel salón, abobando en las personas, se ofreció para un, ¡rompan filas!

-Dona Marisa, salvo que tengan interés en ir a la Olga, y ahora que encontraron al taxista para que les entregase la maleta de Orlando, les propongo que se queden hoy, aquí en Lugo, en mi piso, que tengo habitaciones más que suficientes, y equipadas, de cuando se quedan mis padres y mis hermanas. Ustedes cenan juntos, por ahí, y hablan de sus cosas... ¡Aquí tienen las señas, y las llaves!

-Mira, Loisiño, te lo agradezco, de corazón, afellas que sí, pero este hijo tan..., ¡tan mimoso!, a mí no me separa de los Rancaño. Intentó separarme, por aturdido, por su mala cabeza, ¡o por mi mala crianza!, pero yo, mientras Darío no me cierre esa puerta... ¡Id vosotros, los dos! Llévalo contigo, ¡eso sí!, que aquí, en esta casa decente, ¡él está de sobra!

El hijo se levantó para salir, como un autómata, pero antes le dio un abrazo; un abrazo cordial, tierno, con intención sedante, anhelando recuperar terreno:

-¡Mamá, piedad, que aquí tienes el ejemplo de Manolita, que, en proporción, me trató con más indulgencia que tú misma!

-¡Déjame suelta, pillabán, y vete con Lois, a ver si aprendes algo de sus maneras, que yo, lo que es de tus zalamerías, no me fío! Esta Manolita es más santa que yo, y luego que no tiene la responsabilidad de haber criado un señorito fofo, un,... ¡un tragaldabas! ¡Un acabador de pazos, peor que los comunistas!

El teniente, con el uniforme arrugado y con el espíritu en fase tremebunda, con los ojos aún anublados, acobardado, dio otro beso a su madre, a la vez que se sentía aconsejado por el mismísimo diablo:

Naiciña, dame la exclusiva de tu pensamiento, de tus maldiciones, para que mi alma no conecte, desde aquí, con la de Felisa, que así polarizamos nosotros los circuitos. ¡Si Felisa llega a saber lo de este aquelarre, aunque sólo sea por presentimiento, a la vuelta me envenena, o me pega un tiro, o se va a vivir, definitivamente, con su hermana...! En este caso, el Gobernador, que tiene esa potestad excluyente, me desterrará, ¡cómo poco, para Jaca!

-¡Menudos azotes me diste, eh mamá! ¡En público..., para más inri! Pero ya me voy..., ¡y, lamentablemente, sin tu bendición!

-¡Pillastre, que eres un aprovechado, pero cuenta que a solas te sería peor!

-Mamá, esta azotaina que vengo de recibir fue verbal, verbal y tardía... ¡Lo que se dice, miel sobre ortigas!

En el piso de los Rancaño todo quedaba hecho, ¡o más exactamente, deshecho! Lois cogió a su amigo de ganchete, que en aquellas circunstancias era como llevarle preso, o por lo menos, sostenido. La hidalga volvió a sentarse aún bien no le dieran sus espaldas aquellos mocetones. ¡También le costaba tenerse en pie! Manolita, por su parte, en aquel ínterin, desapareció, en silencio, tragada por la puerta de su dormitorio, en el que ni siquiera encendió la luz. Su cena fue un cuenco de lágrimas vertidas en la negra sombra de su almohada blanca.

-.-

 

De nuevo en Ifni

 


-…

-¡Oh, ya estás aquí! Poco tiempo estuviste en la Olga, que yo te esperaba para el próximo avión... ¡Ni se me ocurrió ir al aeropuerto!

-¡Felisiña, amor, venga ese abrazo, y esa felicitación..., o ya me habías olvidado? ¿Ves? ¡Ya traigo la nueva insignia…!

-Orlandiño, lo que hace falta es que traigas un nuevo carácter…

...

-¿Engordaste un poco, no? ¡Ahora tendré que llamarte Felisona…!

-¡Si, un poco, unos gramos…! ¡En este caso no pasó aquello que decían en Verín de que el ojo del amo engorda el caballo...! ¡Ya ves! Pienso que se debe a que en casa de mi hermana no tuve el menor de los disgustos...; pero, tú, ¿no querrás volver a las andadas para rebajarme de Felisona a Felisiña, o si?

Aquella separación, aquella purificación, no les había solucionado todos los problemas, y en algunos aspectos incluso se había cumplido el dicho de que, lejos de la vista, lejos del corazón.

-Ya que tan feliz fuiste, cuando me destinen a la Península tú te quedas con ella..., ¡a ver si revientas de gruesa!

-¿Vuelves a las andadas? ¡En Madrid aprenderías de motores, pero lo que es a respetarme...!

Felisa, sin esperar respuesta, optó por dedicarse a ordenar un poco la casa para reiniciar su habitabilidad ya que en todo aquel tempo sólo fuera a la de ellos para ventilar, y poco más. Orlando, sin siquiera abrir la maleta, se tumbó en la cama de matrimonio, con los ojos clavados en cielo raso de la habitación, y con la mente volando, de la Olga a Sarceda y de Sarceda a la Olga, que ni que estuviese planeando un levantamiento topográfico. Pasara más de una hora cuando Felisa se decidió a cortar aquel tabique de hielo que los separaba:

-¿Qué tal te fue en Madrid, en la Península...? ¡Di algo, o vienes mudo! Después de una ausencia de tres meses, ¡largos!, en los que apenas me has escrito, y ahora, a mayores, ni habla das...! ¿Vienes enfermo?

Aquella pregunta le sacó de su letargo:

-¡Mujer, calma! Es que aún me zumban los oídos, de eso, del avión. Ya te dije por carta que aprobé el Curso, y que iría a Lugo para ver a mi madre, ¡esa vieja amiga tuya…! De aquí en adelante pienso ir a cuantos cursos se convoquen..., ¡de lo que sea!

-¡Eso será si te dejan, que dice Pascual que por culpa de los moros incluso están..., ¿cómo dijo?, espaciando los permisos!

           

-El Ejército no puede espaciar la formación, la tecnificación, de sus oficiales... Al parecer son exigencias de los americanos, para complementar la posible eficacia de sus Bases... ¡En definitiva, cosas de las que no entiendes, así que sobra hablar de este asunto!

Felisa, como siempre, dispuesta a pasar por todas, que era su alquiler, la renta sabida que tenía que pagar por aquel casamiento tan desajustado:

-¡Eso es verdad, que de eso no entiendo, en absoluto!

Pero Orlando, con su propósito de enmienda olvidado; hiriente, machista, hidalgo presuntuoso... ¡Más o menos, como siempre!

-¿Entonces, de qué te quejas; o es que no quieres un marido cargado de insignias?

-Ante todo, ¿comiste? ¡Yo lo hice con mi hermana, como de costumbre!

-Yo también; en el avión.

Ya que no tenían prisa, que todo estaba a punto y en su punto, Felisa se puso de rodillas de par de la cama y rompió a besarle, utilizando todas sus armas, incluso las más secretas, las más íntimas, para insuflarle un poco de armonía y de reconciliación.

-¡Fuera este uniforme, que hasta mañana no lo precisas; además, tengo que planchártelo…!

-Tendremos que ir al Casino…

-¿Al Casino? ¡Dios, ya me olvidara de que existe ese purgatorio, y eso que lo veo desde estas ventanas!

-¡Mujer, tendremos que cenar!

-No lo precisamos, que salgo a buscar cosas..., de paso que le digo a mi hermana que ha vuelto el hijo pródigo, ¡en el avión!

-¿Pródigo? ¡Mujer, que vengo de trabajar, de hacer méritos…!

-Maridito, del Curso, no, que de eso no me quejo, ¡al contrario! Cosa que te sea útil, para mí es gratificante... Lo que me duele, aparte de mi soledad, son las molestias que tendrías en esos Madriles de las largas distancias; y luego que carecías de estos cariños, de estos abrazos…, con lo mujeriego que eres, que siempre te los doy con todo afecto..., ¡por si te sirven para desenfadarte!

Decepcionarla seguía siendo su especialidad, con Curso o sin él:

-En esto no eres precisamente una artista, que los tuyos son..., ¡abrazos de cefalópodo!

Pero no se lo tomó excesivamente a mal:

-Cariño, cada quien hace lo que sabe, o lo que entiende..., ¡que tampoco tú entiendes de cocina, y bien que te gusta comer!

Lo admitió:

-Mujer, algo fuiste aprendiendo, que los primeros días no distinguías entre freír una corbata o planchar un huevo...

-¿Qué hiciste en Madrid? ¿Me lo vas a contar, si, o no?

-¿Hacer? ¡Ya lo sabes, ese Curso…! ¡Así que, no te celes! Y en lo de pensar, además de comunicarme contigo por telepatía, que por eso escribo poco, que no lo preciso, el único extra en el que pensé fue en estas nalgas..., ¡que no las tiene mejores la Cibeles!

-Con esto me dices poco, pues en Madrid también las hay, ¡y bien llenitas, que allí están del cocido!

-¿De parte tuya, que? ¿Te salieron pretendientes...? ¿Acaso algún capitán, por ejemplo..., ese Valerio...?... que lo tengo por vengativo!

¡Menos mal que lo de “vengativo” no lo oyó Felisa, que del latín ya ni recordaba aquello del rosa/rosae, pero sí sabía, y aceptaba, por pura intuición, por fidelidad a su promesa ante el Páter, que, pacta sunt servanda, así que ella, fiel a su matrimonio, no le admitió aquellas dudas, aquellas insinuaciones!

-¡Vete a la porra...; y no juegues a pillarme, que bien te consta que soy más tuya que tus propias botas! Yo, aparte de no encontrar tus pies en la cama, estuve en el Cielo, que incluso me acordé de ti, mil veces, a diario, y sin rencor alguno, tal y como si nunca me hubieses hecho rabiar...! ¡Pasé un trimestre sin trifulcas, sin pelearme con nadie, que ya es mucho, la gloria misma!

-¡Explícate; confiésate ampliamente…, que te voy perdonar, incluso los malos pensamientos!

-¡Orlandiño, no seas pelma, que no soy un sorchi! En dos palabras, que llevo tres meses sin pisar el Casino, y por tanto, sin aturar a tus jefas...; ¡ni sus pamplinadas de la canasta! Como ellas no van al Zoco, que mandan a los asistentes, ¡pues allí tampoco! ¡Te repito que lo pasé tal y como si estuviese en la Gloria!

-Lo que estuviste fue en la brisca, ese juego tabernario...! ¡Cómo si lo viese! ¿Con quién jugabas, acaso con Carlos Louzao...?

-¡Pues sí; los cuatro, y para eso, muy de cuando en vez! ¿O es pecado? Cuanto más trato a ese hombre, más me gusta su seriedad, su forma de ser. Mira que mi cuñado, cuando pierde, tiene mal perder, y eso que nos ganaban casi siempre, pero lo que es ese Carlos nunca se enfadó; ni conmigo, que juego mal, ni con los contrarios. Ya lo dice Pascual, que Carlos es de acero templado…

-Entonces ya puedes ir buscando otra pareja, tal que yo, que para los amigos no soy de acero sino de oro. ¡De oro falso, y si no me crees, pregunta en Lugo! –Después de este pensamiento volvió a coger voz audible: -Yo soy un Oficial, y no de los de cuchara; ¡para bien y para mal! ¿Lo habías olvidado?

Felisa frunció el ceño:

-Teníamos hablado que la gente de tu Casino no va a Misa en mi carro..., así que el curso de brisca también duró tres meses.

-¡O tú en el de ellos! Si te apetecían los galones más que las estrellas, ¡haberte casado con ese Carlos!

-¡Pero, hombre, como eres, que entonces ni casi le conocía! ¡No me vengas con celos tontos, que si hay aquí una Goretti esa soy yo!

Neira, pensando, como lobo, que todos son de su condición:

-Pero sí que conocías a treinta sargentos y a diez brigadas, todos ellos solteros, ¡y tuviste que ponerme la zancadilla! ¡Maldita aprovechada!

Manolita, por favor, conecta tu telepatía; atiende, escúchanos: ¿Ves cómo fue la cosa? ¡Yo he caído, pero la trampilla la puso esta trapacera!

-¡Uih como vienes...! Te sentó mal esa olla a presión de Madrid... ¡Traes peor uva de la que llevaste, y ya la tenías agraz!

-¡Eso de la uva será en Verín, por allá, en aquel Valle de Monterrey, que en Lugo lo que tenemos es leche, del bueno, de las teixas, y no esas vaquitas cornudas de tu frontera...! En cuanto a los suboficiales, por templados y de acero que sean, ahora que regresé, date por ascendida..., ¡si no quieres una separación fulminante!

-¿Fulmi..., qué? ¿Sabes que te digo? ¡Que si quieres una marquesa, tal que para lucirla en tu Casino, y cosas de esas, haberte traído a la collares de tu madre, que esa ayuga con la mismísima Franca!

-A ti, en trueque, te devuelvo a Verín..., para contrabandear, café, wólfram,  uranio…; ¡lo que se tercie, que para eso sirves!

-¿Quieres más contrabando que esto de meterme contigo entre dos sábanas…, a pesar de lo soso que vienes?

-Orlando, ahora que desahogaste conmigo, ¡en todos los sentidos!, vayamos al grano: Mañana tendrás que subir al Grupo, y de tenerte allí, tal y como están doblados los servicios, ¡a saber qué futuro te espera! En esta previsión, voy arreglarme un poco para ir al mercado, al Zoco, y de paso aviso a los míos, que así cenamos juntos, aquí mismo, que tú al Club no quieres ir, y en el Casino no los dejan entrar, ¡fuera de las bodas!

-¿No decías que no tienes comida?

-¡Para eso salgo! Y luego que, para gente de baja estofa, como tú nos llamas, con un simple estofado, cena real!

-¡Sólo eso me faltaba, que llenes de subalternos la casa de un oficial! ¡Merde!

Felisa, que en aquella ausencia reflexionara hondamente en la línea de actuación que le convenía seguir para amansar el toro de la Olga, ¡una de cal y otra de arena!

-Tú eres un oficial, por supuesto, pero también eres, de paso, un señorito de eso que dices, ¡de la mierda!, de aquellos de antes, que antes cobraban los quintos, los quintos de las cosechas, y ahora revientan en los quintos, en los otros, en los soldados. ¡Mucho cuello duro, mucho bastón de bambú, pero todo son artimañas, pamplinas, para avasallarnos, para acobardarnos a los demás!

El teniente, después de aquellas humillaciones de Lugo, traía ganas de mandar, pero en esta ocasión recogió velas en espera de que amainase aquel temporal que el mismo se encargara de agitar quebrando las emociones naturales e íntimas de su reencuentro con Felisa.

-No te pases, sargenta, que por lo menos podías contar conmigo..., ¡y veo que ya lo tenías tramado!

-Ellos vienen gustosos para celebrar tu curso, para felicitarte, ¿y tú les vas a recibir con desprecios...? Las estrellas son tuyas, por supuesto, ¡pero maldito si no las merecen mejor que tú! ... ¡Señorito de la Olga, que te estoy viendo en la maleta estos pañizuelos de mano, bordados con este escudo…, que es el vuestro, supongo, pero huelen a…, yo diría que a lágrimas de bebé!

Con mal gesto, pero le contestó:

-En efecto, este es nuestro escudo actual, el que tenemos en la fachada del pazo, que me los tenía bordados mi madre, tu suegra; según ella, para que no olvide quien soy, ni de donde procedo... ¿Te gustan?

-¡Menudos son, de seda natural! Yo, de esto de los escudos, ya sabes, ¡cero! Lo que te iba decir es que bien sé que no te va esto de sentarte a la mesa con dos canes de palleiro..., ¿cómo les dices?..., ¡ah, sí, sin pedigree!,  pero ellos te estiman, ¡más allá de lo que acaso les mereces! Si hubieses nacido con su pobreza, en otra familia..., ¡ya hablaríamos, ya!

Pero al Neira, ocurrente como todos los señoritos, que no hay señorito sin facundia, le quedaba otro flanco, el de su intimidad pospuesta, aplazada. Ironizó:

-¿Has oído hablar de la intimidad matrimonial...? ¡No, seguro que no, que ese concepto es más amplio que tus nalgas, todavía más!

-Ya tuvimos una hora de eso..., ¡y si precisas más, después de la cena volveremos a quedar solos, Dios mediante! Rapaz, la vida es convivir, con los de dentro y con los de fuera, por tiempos. Con los de arriba y con los de abajo, y si no, dime: Si no hubiese gente inferior, de esa clase que tú llamas inferior, ¿quién te labraría las tenencias, quien te guadañaría las hierbas, a quien le cobrarías las rentas...?

-Los de la nobleza siempre fuimos sus protectores, o sus comendadores, que sin protección, enzarzada la plebe en luchas tribales, ¿quién puede trabajar?

-¿Luchas? ¡Qué risa me das, maridito, y con esto dicho, me voy, para que me dé tiempo de hacer esas cosas... ¡Cuanto más Ejército, más grandes las guerras! ¿Sí, o no sí?

-.-

...

-¡Hay que ver cómo crecieron estos niños, en tres meses...!

-¡Pues sí, tres meses, que pasaron todo este tiempo aguardando por tus regalos! ¡A ver que les trajo de Madrid su tío Orlando...! ¿No me irás a dejar mal...?

-¡Mecachis con la bruja...! ¡Pues..., olvidé el paquete en el avión, pero eso tiene fácil arreglo: ¿Cuánto os parece que vale este billete?

Al unísono, Miguel y Berta:

-¡Mil! ¡Quinientas pesetas para cada uno...! ¡Gracias!

-¡Qué tíos; ya saben dividir…!

-Orlando, eso es más fácil que sumar...! ¡Tú, como fuiste hijo único…!

-...

-¡De buena te libraste, cuñado!

-¿Por...?

-¡Hombre, por la brisca, que la pusimos de moda en el Club, y las tuvimos rifadas, con capías y todo!

Con un punto de sarcasmo, como era habitual en Orlando cuando hablaba con gente a la que consideraba inferior:

-Esas capías de vuestra baraja a mí me dejan entero; y de vuestras timbas ya estoy informado, que a esta Felisa, como no tiene otras aficiones, la mantienen esas vulgaridades!

Pero Pascual trató de desviar aquellas saetas envenenadas de su cuñado, con las que ya estaba familiarizado:

-Nuestras “timbas” bien distraídas y bien inocentes fueron, que de algún modo hay que calmarse cuando suenan los tambores de la guerra... ¡Fueron inocentes, y sin dinero de por medio, cosa que no suele pasar en tu Casino! Tampoco fueron muchas: Entre servicio y servicio, que ahora, con esas algaradas de los moros, tenemos funciones dobles. ¿Lo sabías…? Las partidas fuertes son las que tenemos con los nativos, sobre todo desde abril, con eso de la interdependencia que les dio Francia... ¡Desde eso, aquí entraron las meigas! La última, de las que sepamos, fue la de ese Oficial del Banco Exterior de España, que salió de colonial con su mujer y su hijo, y en esa recta que hay antes de llegar al cruce de Safí con Marraquex,  poco después de Tiznit..., ¡zas! Un camión del Istiqlal, con gente armada y con banderas, que al conocerle, le embistieron, ¡en una recta! Tres o cuatro vueltas de campana, la mujer, debajo de una rueda, con heridas por todo su cuerpo, etcétera.

-¿Murieron…?

-¡Poco les faltó! Su suerte fue que acertó a pasar por allí un matrimonio francés, que los socorrió, llevándolos para Safí. Ella, Josefina, con abundantes heridas, pero el marido y el niño sólo con mazaduras. ¡Si no fuese por la fortaleza de su coche, un De Soto, de los de 20 H.P., que luego parece un tanque...!

-¿Adrede; contra un civil...?

-¡Por todas las referencias, sin la menor duda! Y para más, nuestras autoridades impusieron silencio: ¡que no se comente, y que tampoco se contacte con ellos, con los nuestros! Versión oficial: ¡Un simple accidente de circulación!

-¡Eso es muy grave! ¡Por parte de los moros, un crimen; y por la nuestra, una cobardía…, en no socorrerles, en no mandarles, por lo menos, uno de nuestros informadores, uno de nuestros agentes, por si precisaban algo, dinero o lo que fuese!

-¡Para los del país, para todos ellos, todos somos colonizadores, seamos militares o civiles, y por ende, enemigos!

-¿Cómo se supo, entonces, desde aquí?

-Ellos mandaron radios desde Safí, vía París, tanto al Banco como a la Policía, creo, pero ya te digo, cuñado, que el asunto está tapado, ¡con una alfombra de nudo!, que aquí pasaron esa consigna; y los del Banco, lo mismo, ¡obedientes al poder! Alguien dijo en las alturas que era vergonzoso para España que se divulgase semejante atentado, y lo dicho, ¡un tupido velo, o más que un velo, una alfombra!

-¿Vergonzoso? ¡Vergonzoso para ellos, para los atacantes, que en el fondo lo que buscan es invitarnos a una retirada deshonrosa; y de primeras, los directivos del Banco…, para que los militares no cobremos! –Orlando, por esta vez, y sin que sirviese de precedente, quejoso de su Alto Mando.

           

-¡Hombre, claro, pero los nuestros, estos mandantes de Ifni, a los que Dios me libre de llamarles mangantes, porque..., porque tengo hijos, les dejaron salir, a esos del Banco, digo, por la ruta de siempre, sin ninguna advertencia ni consejo previo, tal que si fuesen cobayas para sus experimentos!

Orlando se resistía a creerlo; todo aquello distaba mucho del pundonor enseñado, estimulado, en Zaragoza, pero…, ¡El Pardo era más importante que Zaragoza; El Pardo era el Olimpo español! 

-Estuve en el Ministerio, antes de salir, precisamente con africanistas, y nadie me habló de ese incidente, de ese atentado...

-Cuñado, tú, como viniste en avión, no aprecias las distancias. Madrid está lejos, ¡lejos, y muy arriba! ¡Que te lo digo yo, tu cuñado, un simple sargento!

Pero el archipatriota no admitía fallos, o por lo menos, los disimulaba:

-Se hubiese gravedad, cerebros tiene nuestro Estado Mayor, que nos mandarían refuerzos, armas pesadas, pero también automáticas, y nos darían las pertinentes instrucciones...!

-Los refuerzos ya vinieron..., ¡tú, tú mismo!

Louzao apenas habló en toda la tarde pues, perteneciendo a la Policía, estaba más obligado al secreto profesional; y luego que le notara a Orlando un tic de celos.

-Déjate de mofas, cuñado, que tú, cuando ni cuñado eras, me resultabas un gallego bastante serio. –Orlando, a Pascual, poco menos que ordenándole.

-Cuando mandan las circunstancias, serios lo somos todos en el Ejército, gallegos o castellanos. Pero que te lo confirme este Louzao, que sólo es gallego por parte de uno de sus abuelos. ¿No ves qué cara se le puso? ¡Este ventea la langosta antes de que sople el siroco!

El aludido, a estas alturas del tema, tuvo que salir de su mutismo:

-Bromas son bromas, pero el caso es que en la Policía ya estamos de alertas y de sobresaltos hasta la mismísima teresiana. De los detalles hablaremos en otro momento, que ahora estamos preocupando a la señora de la casa sin mayor motivo, y hoy es el día de sus tornabodas, ¡con tres meses de cuaresma!

Felisa, que también compulsaba la crisis, tanto en las actitudes de los nativos como en su inquietud por aquellos profesionales de la guerra:

-¿Cómo que sin motivo? ¿Y luego, eso que decís...? En días pasados unos y otros nos vimos varias veces, pero me ocultasteis esos secretos; ¡por lo que ahora decís, todos, todo!

-Cuñada, tenías a tu marido ausente, y no era cosa de complicarte la vida, que con saber esto, o lo de más allá, lo único que podías hacer era preocuparte y sufrir. La verdad, Orlando, es que te dejaron rematar el Curso porque alguien opinó que no había que exportar el pánico, pero otros trataron de que vinieses para reforzar Tabel-kuct, que ese era tu destino inicial, aquel que esquivaste tan hábilmente con ese truco del Automovilismo…

El aludido dio un buen cachete en la mesa, como para apachurrar aquel mal recuerdo:

-¡Seguro que fue ese cabrón de Valerio, para tronzarme la especialidad!

Pascual, su cuñado:

-A ciencia cierta, no lo sé, pero es mejor dejarlo así. Lo que te digo es que yo, en tu caso, huiría de su mujer, que está todo corrido que se cela de ti. ¿Lo sabías?

Felisa, al tun-tun, pero algo maliciada:

-Cuando el río suena, ¿eh, Orlando?

Pero Orlando, entre la espada y la pared, hizo por tomarlo a broma para desviar la conversación:

-¡Mi cónyuge, para no perder su costumbre, de una paja hace un pajar! ¿Qué vas a saber tú de cómo suenan los ríos, si el más caudaloso que viste de cerca fue el Támega?

A Felisa le hizo gracia, y se rio:

-¿De ríos…? ¡Anda este, pero si he nacido en Riós, en el país de las aguas!

Orlando, por su parte, igualmente chungón:

-¡Entonces lo mejor será que vayas a verterlas, pero no lo hagas en la cisterna de la lluvia, por si tenemos un asedio de estos morangos! Y de lo otro..., ¡la mujer de Valerio no me sonríe a mí más de lo que a cualquier otro que porte estrellas! ¡Maldita zorra...!

Felisa, ignorante, pero intuyendo algo:

-Lo que es a mí, bien que me enseña los dientes, que siempre está rumiando, ¡y será por algo, digo yo!

Neira, un experto en balística, aplicado que fuera tanto en física como en matemáticas, procuró desviar aquella trayectoria que ya se hacía sospechosa:

-Eso lo hace para que veas que se los pule y cepilla a menudo, y no otra que yo me sé...

-¡Sí, lo hará con una escova, que es como dice mi mäi!

El Sargento López, Pascual, deseoso de sacar a su cuñada de aquella discusión absurda:

-Cuñado, que hoy no es día de rifas. ¿Por qué no jugamos una partida...? ¡Para no hablar de lo que no debemos, o de lo que no sabemos!

-¿A la brisca? De eso nada, que me lo prohíbe el médico..., ¡para tener familia!

-¡Pues no hace tanto que dijiste que eso de las capías del juego te dejaban entero!

Felisa que no, cogiendo la broma a su manera, que ese era asunto suyo, personal e intransferible:

-¡Eh, alto ahí, que también tengo algo que decir al respecto! Tal y como decís que andan las cosas en el Territorio..., que incluso puede haber guerra..., ¿yo, viuda, y con hijos...? ¡Cuando se le acaben las gomas, aquí, al nuevo chofer, que se pase por el veterinario de Caballería, y que le castre!

El teniente se rio, cosa inhabitual suya, aunque sin mucha convicción:

-Esta Felisa, tanto me quiere, que ni de viuda deseará un retrato mío. Pues, en este caso, tendré que hacer testamento, mas, ¿para qué, o para quién...?

López, que todo lo tomaba en serio, como buen sargento:

-Tú, vosotros, o cualquiera de nosotros, todos peligramos, igual estando con la tropa que en nuestras propias casas, que aquí en Sidi Ifni, con las viviendas mixturadas con las de los moros, peligramos todos, y máxime en las noches sin luna, con esta porquería de alumbrado público…, ¡que nos pueden agumiar en un plis-plás, uno por uno! Fijaros en lo que pasó con esos bidones de la gasolina, ahí mismo, en esa playa desembarcadero, que huyeron como ratas después de pegarles fuego...

Carlos, o sabía la verdad, o la conjeturó:

-Es muy posible que los recogiese una lancha rápida, esa que suele pasearse de cuando en vez por esa zona donde está el barco hundido...

Felisa, que no era tan calladita como su hermana, sentenció:

-Para esa lancha había que tener preparados unos reflectores, a lo largo del acantilado…, que algo así tienen en la frontera, en el río Feces, y entonces, tan pronto como estuviesen a tiro, ¡metralla!

A Carlos Louzao, el Brigada de la Policía, que estuviera callado, habitualmente prudente, le pareció oportuno echarle agua al fuego, pero sólo consiguió extender el rescoldo, pues con Neira presente no era fácil acertar:

-Pero, tú, Orlando, ¿cómo le consientes esas lecciones de táctica a tu señora? ¡La tendrían que consultar esos cerebros del Estado Mayor…!

Neira, el impredecible Neira, se revolvió bruscamente, como para saltarle a las solapas del uniforme, pero, afortunadamente, se detuvo, y contuvo su amago:

-¡No sé si tú, Carlos, le enseñarías demasiado a mi mujer, de holgado que pareces estar, que con tantos incidentes en el Territorio no debierais tener tiempo para briscas! ¡La Policía está para evitar, y los Tiradores para eso, para tirar, para rematar…, donde vosotros falléis!

El Policía, a lo suave pero tenso:

-No hace falta enseñarle nada, que bien inteligente es, y tiene ojos en la cara, bien hermosos por cierto, ¡dicho sea con todos mis respetos! La intuición femenina puede llegar a valer más que un curso de Estado Mayor, pero eso será algún día, ¡que algún día habrá mujeres en el Ejército! ¡Segurísimo, tal y como estudian y se preparan las de ahora!

Pero las miras de Orlando eran de cercanías:

-¡En vida de Franco, no, que por tener, incluso tiene un cocinero varón; por cierto, un oficial de la Guardia Civil…!

-...

La noche avanzaba, y en los cuarteles se madruga. Ya en la cama, Felisa rezó en acción de gracias por aquel retorno, relativamente pacífico, de su hombre. Podía ser más, podía ser mejor, pero..., ¡la esperanza es lo último que se pierde, o tal dicen!

Orlando, por su parte, se concentró en su propia mística, en aquella pseudomística que le iba minando el cerebro, ¡y no precisamente poco a poco!

¡Manolita, mi amor, mi único y absoluto amor, vente para aquí, conmigo, a mi cama, aunque sólo sea en espíritu! ¡Acuéstate conmigo, que esta gordinflas luego coge el sueño, y después, como la cama es ancha, si me pongo en medio no notará tu presencia! ¡Ven, vuela, que para los espíritus no hay distancias! ¡Te pones de lado, que nada te haré, que te quiero virgen…! Me conformaré con trabar tus manos y nuestras almas, tanto como puedan estarlo los dos átomos de una molécula de oxígeno! Te acariciaré con pureza, sin tocarle a tu himen, que a nosotros nos desposó Dios, virginalmente, desde la cuna, y no ese Capellán de Tiradores..., pues así nos criamos, juntos, dos cuerpos compartiendo un alma, la misma, inconsútil aunque heterogénea!

En definitiva, que ni Orlando propuso ni Felisa propició, así que les sobró aquel tercio de la cama! Precisamente la parte central de aquel espléndido colchón colonial, de crin vegetal para más frescor!

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Pasa a

OPERACIÓN: CUÑADA

-V-

Xosé María Gómez Vilabella

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