domingo, 8 de junio de 2008

JUVENTUD BANCARIA -II-


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Alternativas



De día en día Queimadelos fue mejorando la estima en que se tenían sus servicios, y también la simpatía –primero- y cariño –más tarde- con que se le acogía en la familia de los Rancaño. Su laboriosidad, su interés por superarse y por ser útil a la empresa le granjearon la absoluta confianza y estima de su jefe, pero también el celo de sus compañeros al observar que les ganaba terreno, y así se originaron algunas discusiones en las que fue acusado de adulador, de hipócrita y de mal compañero, defendiéndose con razones de este tipo:

-No obraría noblemente si adulase a mis superiores, o si anduviese con enredos y chismes; mas nada de esto ocurre puesto que si me dan atenciones es porque hago los medios de merecerlas poniendo interés en los asuntos que se me encomiendan. ¿Qué tenéis, pues, que objetar?

En toda agrupación siempre existe algún individuo que sea la fruta dañada y dañina de la cosecha; allí también habría alguien que gustase de apurar las discusiones:

-Bueno, Queimadelos, no nos vengas con historias, que la hija del jefe no se camela con modales de ángel; ¡le gusta la juerga y el trapío; vaya si le gustan!; así que no nos cuelan tus confesiones! El caso es que supiste jugar la partida, y si lo hiciste limpio, eso ya no nos consta.

Queimadelos optaba por callar, aunque le quedasen alegaciones, porque comprendía que las enemistades entre compañeros de trabajo son algo horrible al verse diariamente las personas enojadas, y que de estos enfados no resulta más que nerviosismo, despego por el trabajo, desconexión en los servicios de la empresa y, muy especialmente, recelo para los clientes de entidades que necesitan constantemente la confianza del público –banca, seguros, agencias de negocios, etcétera-, quienes, al observar discordias interiores, piensan mal de la disciplina y de la formalidad de la empresa cuyos servicios utilizan.

El jefe de Compras, ya entrado en años, delicado, y dueño de algunos ahorros y de una propiedad en una aldea próxima a Lugo, decidió retirarse al caserío para vivir en reposo los años que le faltasen de existencia. No tenía hijos, y en la aldea contaba con familiares próximos a los que confiar su ancianidad. Queimadelos pasó a sustituirle.
   


Al principio no le satisfacía su cometido, principalmente por lo que respectaba al trato con los compradores delegados, gente ruda, embrutecidas por su continuo bregar con las reses, y maleados por haberse apropiado a lo largo de sus andanzas del receloso tratar de los campesinos; lo animó más que nada, aparte de su amor propio por lucirse ante Chelo en una categoría superior, el aliciente de los continuos viajes de entregas, recogiendo ganado en los puntos más dispares de las carreteras de la provincia, a los que concurría en las ocasiones de confidenciar nuevas normas a los delegados o de hacer pagos importantes en las localidades donde no existiese corresponsalía bancaria.

El nuevo jefe de Compras de Rancaño pronto se hizo popular en los medios ganaderos por la sagacidad que empleaba con los delegados, a los que traía intrigados con su política de contraórdenes desconcertantes para el campesino e incluso para los compradores rivales. Le motejaron de reviravoltas por sus cambios de posición respecto a precios y condiciones, inexplicables para aquella gente que no reconocía otro plan financiero que la estabilidad de cotizaciones y los beneficios obtenidos por fraudes en el peso estimado, por el machacante regatear con los labriegos y, claro está, el rendimiento que le proporcionase a Rancaño la diferencia de tarifas entre el precio que les pagaba y el que obtuviese en sus remesas.

Reviravoltas para los ganaderos era el novio de la hija del amo, un chico demasiado joven y demasiado fino para meterse en negocio de reses, un inexperto que no sabía decidirse por una pauta mercantil para seguirla después con fidelidad religiosa. De él se decían:

-Somos (y hablaban así con toda propiedad) los compradores más fuertes de la provincia, y también, al tener un mismo amo para muchos, los más unidos. Cuando comunican baja de precios compramos barato porque la competencia se guía por nosotros al interesarle la diferencia, lo cual está claro; pero lo que no tiene razón es que al subir nosotros también lo hagan otros ganaderos. ¿A qué vendrá esta tirantez, esta competencia alocada, si con ser los más unidos y adinerados ya manejábamos una parte considerable del negocio?

A juicio delos compradores delegados bien absurda era la administración de Queimadelos; pero desconocían que bajo aquellas especulaciones se realizaba un plan medio diabólico pero muy transcendente para la conversión de la empresa Rancaño en monopolizadora de las transacciones ganaderas locales.

A Rancaño no fue fácil convencerle de que el plan mercantil de su encargado de compras, en el mercado que a él le interesaba, daría óptimos resultados; y lo decidió un ruego de su hija, amante de la aventura, creyente y ansiosa de la fácil ganancia que predecía Ernesto, pidiéndole dejase cierta libertad de acción a Queimadelos ya que este se comprometía al buen fin de sus propósitos. Perder unos cuantos miles no representaba gran cosa para el patrimonio Rancaño; los perdió, en efecto, a veces, pero fueron compensados con las diferencias que producían los inesperados bajones que ordenaba Ernesto a sus delegados.

A los pocos meses de vigencia de aquella política de compras la empresa ganadera Porfirio Rancaño había conseguido sacudirse la competencia de pequeños tratantes en varias comarcas de la provincia, y en algunas otras se producían síntomas de relajamiento en agrupaciones ganaderas de escaso capital, que si bien no amenazaban desaparecer, por lo menos se les había colocado en difícil situación de competir con la firma Rancaño en los mercados de absorción.

Esta fue la primera parte del plan de Queimadelos. Los compradores mediocres se habían retirado en mayoría al no poder soportar las alzas que el provocaba en el mercado con frecuencia acelerada; y los que seguían pegados a su profesión corrían el riesgo inminente de arruinarse en cualquier baja de cotización de venta que les cogiese con existencias de ganado superiores a sus posibilidades de alimentación o de inmovilidad de capital, puesto que el mercado se abastecía con reses de Rancaño vendidas por debajo del margen de compra y gastos.

A su proyecto audaz y egoísta sumó, en segunda parte, la ética que corresponde a un negociante ilustrado y religioso, capaz de distinguir hasta donde llegan los fueros mercantiles y en donde empiezan las obligaciones morales del comercio: rehusó la admisión de empleados de la calle y dio toda clase de facilidades para que se sumasen a la empresa aquellos tratantes que estaban en peligro de quebrar, impotentes ante los manejos de la casa Rancaño. Así que en realidad su obra consistió en cerrar la gestión privada de pequeños capitalistas y abrirles las puertas de su empresa, admitiéndoles como compradores suyos a condición de que invirtiesen su dinero en acciones de Rancaño, siempre que lo tuviesen, depositando los títulos en el negocio como garantía de su labor, aunque en realidad lo estuviesen para evitar futuras desviaciones de aquel capital.

Una vez dado el gran paso de disminución de la competencia concentró su atención en reformar el sistema mercantil de la empresa y en dar facilidades y mejoras económicas a los empleados de la oficina y también a los delegados rurales.

Deza, a propuesta de Queimadelos, sustituyó al jefe de la sección de Ventas por traslado de este para la delegación de la zona catalana, en la que contaban con importantes distribuidores. Aceptó con sumo grado aquel empleo, liberatorio, por su excelente remuneración, de las complicaciones que le proporcionaban sus pequeñas finanzas por inexistencia de normas regulares que las hiciesen llegar a buen fin.

Entre el jefe de Ventas y el de Compras existía un cierto paralelismo profesional, con márgenes no siempre bien definidos, que con los antiguos titulares habían ocasionado serias disconformidades de influencia. La casa Rancaño no se regía por reglamentación interna alguna, basándose la serie de derechos y deberes de los trabajadores en el recuerdo de las manifestaciones verbales del patrono, no siempre claras y precisas, ya que a don Porfirio Rancaño, dueño de cuantiosa fortuna, no le apremiaba una organización minuciosa de su negocio. Mas Deza y Queimadelos, considerando que mercantilmente son insuficientes las reglas de cualquier armonía amigable para evitar digresiones que puedan repercutir en el feliz desarrollo de la empresa, presentaron a don Porfirio unas Bases de Gestión y de Personal, comprensivas, entre otros apartados, de las atribuciones de cada uno de los jefes de sección de la oficina central, de los delegados regionales de ventas, de los compradores comarcales, y del personal administrativo. Rancaño, receloso como siempre ante cualquier innovación de su negocio, vaciló en darles su aprobación, pero, una vez convencido de la oportunidad de la propuesta, se alegró de haber depositado su confianza en dos hombres capaces de imprimir una mayor productividad a su empresa, despersonalizándola al dotarla de un excelente engranaje entre los diversos servicios y funciones de la casa.

Queimadelos, particularmente, aún propuso más: que se le proporcionase capital para establecer una pequeña fábrica de embutidos, conservas y otros derivados del sacrificio de ganado vacuno y de cerda, a condición de que el sólo percibiría los beneficios que se produjesen, destinando un elevado porcentaje de los mismos para reintegrarle a Rancaño su desembolso original. La finalidad de esta empresa sería que Queimadelos fuese en pocos años propietario de la tal fábrica, constituyéndose en capital respetable para aportar al matrimonio una dote que no desmereciese demasiado del patrimonio de su futura; siéndole aceptada esta injerencia por su empeño en realizarla, pero no por agrado de la familia Rancaño, quienes abogaban por un próximo enlace, ofreciendo a Ernesto, para suplir el proyecto de la fábrica, darles a él y a la hija un capital idéntico (a él, contablemente, como gratificación por servicios especiales prestados a la firma), y que lo invirtiesen en cualquier actividad productiva, incluso fuera del círculo tradicional en la familia de negociación con reses.

En esto estaban al sucederse episodios imprevistos; mas no en el negocio, donde todo marchaba con ritmo acelerado de prosperidad.

Chelo Rancaño era joven, demasiado joven para que perdurase en su mente la idea de que son incomparables la laboriosidad e ingenio de ciertas personas con la arrogancia, galantería y abolengo de otras. Esto presionaba bastante, y su complemento lo halló en el medio social frecuentado: exceso de vitalidad mal dirigida, abundancia de dinero para permitirse cualquier capricho, formación incompleta y libre, amparada por los postulados de la nueva libertad juvenil.

Queimadelos había traspasado, demasiado bruscamente, su período de juventud, ignorante de las diversiones y de las actividades que le son inherentes aún en su forma más metódica, para abismarse en circunstancias propias de la madurez, en abnegada concentración hacia las finanzas, hacia todo lo que fuese práctico, productivo y durable.

El paralelismo se inició cuando Ernesto empezaba a comprender la paz interior que da el trabajo, el provecho material de este, y su imprescindibilidad para hacer frente a las necesidades del individuo; cuando se impuso en el conocimiento de que trabajar honradamente en la profesión de cada uno no es más que cumplir una ley de Dios, al propio tiempo que se beneficia el actuante, la patria y el orbe en general. Los dos llegaron a profesar verdadero fanatismo por su inclinación respectiva, y esta divergencia, acentuándose paulatinamente, los llevó al rompimiento inevitable.

Ocurrió una noche de febrero. En el Círculo de las Artes se celebraba el tradicional baile de disfraces, en conmemoración carnavalesca. Chelo había decidido asistir, y como quiera que Ernesto, acercándose ya la hora, no acababa de llegar para ir a la fiesta, ella bajó a las oficinas:

-Oye, ¿es que no se te ocurre pensar que te estaba esperando? Ya es tarde, y no quiero que seamos los últimos en llegar; ya sabes que estreno, y cuando más se fija la gente es al entrar, en los saludos.

-Sí, querida; lo sé. Pensaba subir ahora mismo; mejor dicho, hace un instante, pero se presentó una diferencia en balance, y como es fin de mes no debe quedar descuadrado; tal vez aparezca pronto porque debe estar en las comisiones de los delegados, últimos documentos que se registraron, y como este mes tiene pocos días no hubo tiempo de hacerlo con orden. Vete subiendo, que ya voy enseguida.

Latía el deseo de enfadarse, así que Chelo no quiso, o no supo, desaprovechar la oportunidad:

-¡Que te crees tú eso! A mí no se me hacer esperar como a un paleto que venga a cobrar unos terneros… Si prefieres los papelotes a tu novia, quédate con ellos, que a mí no me faltará quien me acompañe en el baile.

Y no bien hubo terminado de hablar cogió el teléfono para llamar a Ferreiro, un chico con el que antaño había salido algunas veces, precisamente al que más temía Queimadelos como rival por constarle que Chelo lo mentaba con harta frecuencia; le preguntó si iba al Círculo, y el tal Ferreiro, viendo la oportunidad que se le presentaba de proseguir su flirteo, no vaciló en contestar afirmativamente, pidiéndole a Chelo que le reservase algún baile.



Queimadelos escuchaba desconcertado la conferencia de su prometida; su faz estaba gris y ceñuda. Tan pronto colgó ella el auricular la miró frente a frente, con un gesto retador, con intenciones de abofetearla; pero se dio cuenta de que era una infamia maltratar a una mujer, así que se limitó a decirle:

-Chelo, no está bien lo que hiciste; pero yo te prometo olvidarlo desde este instante. Hazte cargo de que tu padre me tiene encomendados unos intereses que son precisamente los que permiten que tú estrenes hoy, ¡y tantos otros días! Mi deber es que esos intereses aparezcan claros cuando tu padre coja el balance, signo evidente de mi fidelidad y de la de todos los que aquí trabajan. Si me quedé solo con esta tarea es porque me incumben estas operaciones para evitar que los demás empleados se enteren de ciertas cosas cuya divulgación pudiera favorecer la competencia de los otros ganaderos.

Pero ella sintiéndose en la cúspide de la empresa familiar:

-¡Cuento y más cuento! ¡Eso es lo que tienes tú! Simular un celo extraordinario por los asuntos de la casa, que ignoro si realmente existe, pero en el cual yo no creo. ¡Que procedimiento más infalible para camelarse a la familia, y luego te importan un comino mis cosas, mis ilusiones! Si te importase el negocio porque es nuestro, también yo te importaría, y me dedicarías más atención; pero sólo te importa por ti mismo, por tu beneficio, por…

Queimadelos no pudo contenerse por más tiempo:

-¡Calla, por favor te lo pido! Estás diciendo necedades que contradicen la honradez de mis actos, pero éstos ya te lo demostrarán cuando pienses en ellos sin ofuscaciones.

Se lo dijo presionándola ligeramente en un brazo.

-¡Suéltame, hipócrita redomado, chupatintas! –Se enfureció ella.

Queimadelos, soltándola:

-Aquí te dejo para que medites a solas en lo que acabas de injuriarme, y puedes quedarte así todo el tiempo que desees porque mi presencia te estorbará escasos minutos.

Pero ella se marchó presurosa, escaleras arriba.

Queimadelos buscó afanosamente la diferencia del balance, y una vez que la hubo localizado y corregido, se puso a mecanografiar unas líneas en las que le decía a don Porfirio Rancaño que había tenido una pequeña discusión con Chelo, y que, sin perjuicio del agradecimiento que conservaría siempre por haberle proporcionado aquel trabajo, y otras muchas atenciones y confianzas recibidas, le presentaba la dimisión irrevocable en su empleo. Retiró de la máquina la cuartilla mecanografiada con un nerviosismo que la hacía vibrar en sus manos y, junto a las llaves de la oficina, la cerró en un sobre; llamó con el timbre del servicio y entregó el sobre y las llaves a la muchacha que acudió a su llamada.

Ya desde la calle se volvió para mirar la puerta de las oficinas de Rancaño, en ademán de despedida, y no alzó los ojos por miedo a divisar a alguien en las ventanillas del piso, que pudiera llamarle. Murmuró quedamente:

-Por ella me dieron lo que no esperaba, y por ella lo dejo. Don Porfirio no podrá recordarme con enojo ya que siempre cumplí con mi deber. Buen escarmiento me llevo; como para fiarme jamás de una mujer egocéntrica y caprichosa.
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Reemprendiendo

En casa de Queimadelos tardaron en saber lo ocurrido pues Ernesto, al día siguiente, primero de marzo, se marchó para Coruña con el pretexto de tener que pasar allí unos días para hacer unas gestiones de la empresa Rancaño. En realidad lo que pretendía con este viaje era borrar de su mente el recuerdo atormentado del rompimiento de sus relaciones y de su dimisión, así como buscar algún trabajo productivo lejos de la mujer que amó inútilmente, y de la empresa que hubo de abandonar porque su amor propio no le permitía exponerse a que después de la rotura de sus relaciones con la hija del patrono éste pudiera considerarle como un aprovechado que se había elevado en parte por su noviazgo y que continuaba disfrutando su posición una vez roto aquel.

Deza se mostró vacilante en aconsejar a su amigo y compañero, que le llamó ya desde la herculina. Su mentalidad misógina le hacía invulnerable a los problemas amorosos, y por tanto no daba a éstos más que una importancia relativa, considerando que la atracción de dos sexos nunca puede ser tal que suponga otros trastornos el rompimiento de unas relaciones; creía más bien que sólo era de lamentar el enamoramiento, y que todo lo que ocurriese posteriormente era una consecuencia de aquél sin valor propio, puesto que el acto fundamental y fatídico lo constituía el iniciamiento de las relaciones.

Para Deza era un disparate enojarse por una ofensa de mujer, y, por consiguiente, otro aún mayor alejarse de ella, pero consideraba que era de honor renunciar a los privilegios obtenidos por un noviazgo que tocaba a su fin. Por otra parte le asustaba el provenir de Queimadelos al dejar la empresa Rancaño pues necesitaría buscar nuevo empleo y empezar a ganar categorías, en lo que perdería varios años para ponerse a una altura similar, remunerativamente, de la ocupación que dejaba.

Le envió a Queimadelos una carta de presentación para un amigo suyo de Coruña, establecido con una agencia marítima; en la carta más se recomendaba que se presentaba, pero no cabe llamarle de recomendación porque las cartas de esta índole han dejado de surtir el oportuno efecto al tornarse impopulares por su abundancia, pasando a ser simples presentaciones que sólo dan una referencia de conducta a favor de aquel que espera ser seleccionado para cualquier cometido.       

Queimadelos se hospedó en el hotel Palmeiro, un figón con trazas de taberna barriobajera, que de confortable alojamiento no tenía más que el rótulo de “Hotel”, pero económico, y esto es lo que le interesaba pues quería que sus ahorros le permitiesen subsistir indefinidamente, hasta que encontrase un trabajo satisfactorio, al propio tiempo que pasaba a sus padres la acostumbrada aportación mensual.

El día que llegó a la herculina, y también el siguiente, no salió del hotel; se le fueron las horas en ordenar un poco su equipaje y en meditar profundamente acerca del paso que terminaba de dar; final de una etapa y principio de otra; desengaño amoroso y vacío en un corazón sentimental y noble, que no sabía vivir sin darse plenamente a aquellos en quien cifrase su simpatía; derrumbamiento de una situación económica de amplias perspectivas, para levantar en sus ruinas un conjunto de esperanzas nebulosas e inciertas.

No tenía otro aliciente para conformarse que su fe en la Providencia, y las posibilidades de la carta recomendatoria del Deza; en cambio le atormentaba imaginarse el desencanto de su familia cuando se enterasen de que había perdido una colocación sumamente productiva, así como el malogre de un matrimonio de plena conveniencia, y también el regresar a Lugo si no conseguía emplearse, o en vacaciones, sin ostentar una categoría social y una situación económica que pudiera semejarse a la de la familia Rancaño.

Al tercer día fue hasta la playa. Era la primera vez que veía el mar, y el impresionante espectáculo de la líquida llanura, el misterio nebuloso del horizonte lejano e impreciso, el jugueteo de las olas en la arena, absorbió toda su atención. No le extrañaba la visión porque se la había imaginado en mil ocasiones, pero si le resultaba más grandiosa en su presencia y realismo. Mediando en esto comprendió el porqué de la gesticulación al hablar cuando no hay palabras o cuando no se domina el léxico para decir infinidad de cosas representativas de ideas profundas o de maravillas de la creación; pero no siempre basta la gesticulación ya que, por mucho que se abran los brazos no es posible expresar la inmensidad del mar, ni por mucho desencajar los ojos se exterioriza la sensación de impenetrabilidad, de recato, de ocultación de lejanías, que se percibe al mirar fijamente un horizonte marino, al intentar descubrir el más allá a unas líneas borrosas que figuran un apretado besarse del cielo y la tierra.



Queimadelos bordeó la milenaria torre de Hércules y unos metros más allá se sentó en un pedrusco acariciado suavemente por el vaivén de la última ola; el agua mordía la suela de sus zapatos trayendo y llevándose una aureola de posos con la que los ceñía en variable zócalo; unos metros mar adentro avanzadillas de agua iban elevándose, elevándose, hasta formar una barrera que amenazaba dominar las arenas de la playa, que parecía envolverlo todo, y cuando más perfilada era su cúspide, empezando por un extremo –el más vulnerable- se deshacía en espumarajos de impotencia, de rabia incontenible, al verse abandonada de la fuerzas que la incitaban en su avance. Queimadelos se creyó ante una lección práctica de filosofía en el aula de la Naturaleza: la última ola, la agonizante, la que evolucionaba pegada al suelo, del propio fango de su composición ceñía a sus pies una diadema de arenas y de pompas; se la ceñía porque estaba sentado en su campo de acción, en una roca firme a la lucha constante del mar, a sus cambios de situación, a su babilonia de deseos, y porque era más fuerte que el impulso de aquellas olas periféricas. Un poco más adentro, más hacia lo infinito, un golpe de agua pretendía encumbrarse, pero se desintegraba porque su impulso era finito, vacilante, débil para tamaña empresa; mas no por su fracaso quedaba el mar en calma pues detrás venían nuevas generaciones, que es lo mismo que decir un nuevo oleaje dispuesto a recuperar todo lo perdido, a superar aquello o aquellos que se sentían decadentes. Más lejos ya apenas se percibía un suave rizo de la superficie, una serie de sustituciones que empezaban a acunarse, a ensayar el ritmo de las grandezas pasajeras.

Traduciendo de la Naturaleza, que es la escuela de la ilustración porque es la obra perfecta del Gran Autor, Queimadelos vio y evocó algunos casos que él conocía, de familias que se levantaban de la nada en uno de sus vástagos, que en sus hijos amenazaban imperar, pero que en los nietos se deshacían ruidosamente como las olas quebradas, que en nuevas generaciones iban besar la tierra –avanzadillas del mar de la vida- para retornar luego mar adentro en espera de oportunidad para salir a la superficie e iniciar un nuevo avance. Tenía la certeza de que en él había de obrarse un engrandecimiento de su apellido, lo presentía fanáticamente; pero, razonándolo, comprendía también que su grandeza había de medirse por el esfuerzo que le costase, y por la iniciativa que pusiese en su obrar; recordaba que las últimas generaciones de antepasados suyos habían sido relativamente pobres, y en él era presumible que se lograse cierta resaca; si no toda la recuperación, al menos una parte, y el resto quedaría para su descendencia. Bueno, esto de la descendencia no lo veía muy claro una vez fallidas sus relaciones con Chelo Rancaño pues no deseaba volver a las lides amorosas, problema que consideraba el más complejo de todos los tiempos. Había leído en alguna parte –lo de menos era el texto y el autor, lo que más el fruto de las obras puesto que, de publicadas, pasan, salen, del autor y pasan al lector- que para el hombre, rey de la creación, máquina capaz de encauzar el trabajo al mejor fin, no existen dificultades absolutas sino escollos más o menos frágiles a su fuerza y a su talento, que siempre resultan vencibles, sea por una generación o por varias. Se decía, pensativo frente al mar aleccionador:

“Yo, como todo el mundo, como las olas lejanas, tengo posibilidades de triunfo, de ser lo que quiera dentro de las limitaciones humanas y circunstanciales, dentro del campo de la vida. Para ello necesito dos cosas: saber prepararme y saber actuar; y antes que eso, o al mismo tiempo, encauzar mis actividades a un fin concreto, pero sin pretender abarcarlo todo, porque a los lados del camino hay rocas y abrojos que desde el centro no puedo vislumbrar para esquivarlos. Es bien poco lo que debo hacer, pero muy delicado porque no me conozco a mí mismo lo suficiente, ni sé que obstáculos habrá a lo largo de cada uno de los caminos a seguir; si me conociese bien, si supiese qué actividad me iría mejor, si conociese los caminos de la vida, con sólo especializarme adecuadamente y actuar con oportunidad, todo estaría resuelto”.

Pasó varias horas en sus reflexiones, hasta que la caída del crepúsculo fue emborronando el horizonte y los destellos del faro de Hércules empezaron a dibujar corbatas fugaces de luz en la neblina tibia, que se extendió suavemente al ponerse el sol.

Regresó despacio al hotel Palmeiro, sin apetencias de llegar, sin acordarse de que faltaba poco para la hora de la cena. Y cual si ojease los folios de un catálogo de productos universales, con avidez de poseerlo todo, fue repasando los escaparates del trayecto que tenía que recorrer. Aquellas manufacturas variadas, tentadoras en su mayor parte para la generalidad de los transeúntes que las mirasen, también le hablaban a Queimadelos del poder satisfactorio de la moneda, de sus fines insustituibles para todo país civilizado al permitir y posibilitar la posesión de aquello que se desea o se necesita. Veía en los artículos expuestos el fruto de la humanidad productora, la recompensa del trabajo, la creciente globalización del comercio, y la confortabilidad obtenida de la transformación de unos cuantos bienes naturales regalados por el Creador a la criatura. ¡Cuánto deseó ser rico en aquellos instantes! Si lo fuese compraría infinidad de cosas: compraría una finca en Lugo, un coche igual al que se exhibía en una casa distribuidora de la avenida de Alfonso Molina; adquiriría, en definitiva, todas las baratijas útiles o pintorescas que se ofrecían a su contemplación, pero antes de esto montaría una empresa ganadera, competidora de Rancaño, organizada de forma tal que el trust de la familia de Chelo se viniese abajo en pocos meses. ¡Ay si tuviese dinero!, ya estudiaría la forma de hundir la casa Rancaño para obligarles a solicitar alianza, a mendigar su favor si no querían hundirse en la miseria. Quedaba en su corazón un cierto odio hacia Chelo, motivado por la ruptura de sus relaciones, y en aquellos instantes ni se le ocurría considerar que sus pensamientos detentaban contra el mandamiento “Amarás a tu prójimo…”

Cuando llegó al hotel ya estaban de sobremesa los otro huéspedes; los de costumbre y otros más, un chico de unos veinte años, casi de la misma edad de Ernesto. Queimadelos, abstraído en sus preocupaciones, ni se fijó en el nuevo huésped; pero éste se le acercó nada más verle entrar.

-Perdona si me confundo, pero me parece haberte visto en Santiago, en los exámenes de reválida de hace dos años.

Queimadelos levantó la vista y miró fijamente a su interlocutor.

-¡Claro, hombre; si nos examinamos juntos! Además tu ibas con Antonio Sánchez, que es muy amigo mío.

-Exacto. Pues me alegro de encontrarte nuevamente.

Y se estrecharon la mano con efusividad, como si fuesen dos amigos de siempre que celebrasen un gran acontecimiento.

Aquella misma noche cambiaron impresiones acerca de los motivos de su estancia en Coruña. Queimadelos esbozó el desgraciado final de sus relaciones con Chelo Rancaño, motivo de su paro moralmente obligatorio. Mauro Aldegunde, -el otro joven-, confidenció que iniciara en Santiago la carrera de Filosofía y Letras, pero que desde los primeros meses empezara a esquinarse con algunos profesores porque le resultaban inadmisibles ciertas teorías, y sus controversias con ellos desmoralizaban la clase; era un verdadero renegado de la ciencia tradicional y tradicionalista, del saber arcaico, y no admitía más principios ni más causas, más doctrinas ni más consecuencias, que las motivadas por el interés particular del sujeto. Su tesis favorita era que “buscando los fines que convengan al individuo, y buscándolos todo el mundo –para lo cual es necesaria una preparación universal adecuada- se contrarrestan las conveniencias particulares con sólo apoyar legislativamente al débil, y así la Humanidad vivirá más animada porque cada componente laborará exclusivamente para sí, egoístamente, y este egoísmo personal se trocará en superación y en bienestar general perfectos”.

Claro está que al idealizar esta tesis los demás sistemas y conocimientos que formasen contraposición eran considerados por Aldegunde como necedades indignas de tenerse en cuenta, como lecciones perdidas que privaban, entretanto, de estudiar otras, y por consiguiente, crimen universitario de lesa cultura. Abrumado de faltas de orden y de polémicas inacabables en las que era tratado, por profesores y compañeros controversistas, como fatuo charlatán, decidió plantar aquellos estudios y residenciarse en Coruña, donde estudiaba Comercio, Peritaje Mercantil, por libre para avanzar cursos, y a estos efectos acudía a la Academia de Daniel Melón, famosa entonces. Metido en estudios de auténtica e inmediata practicidad, dejó de soñar con aquellas teorías pseudo filosóficas, que diera en denominar –y así se lo confesó a Ernesto- “Individualismo y reforma social”, pero se guardó de contarle que sus compañeros de estudios contestaban al lema de sus ideas, moteándole de “Pensador Aldegunde, miembro perenne de la sociedad pro surrealismo del pensamiento”.

Aldegunde se había enterado de que en el Banco de Crédito y Ahorro estaban próximas a convocarse plaza de auxiliares administrativos, y también acudía a una academia especializada en este tipo de oposiciones. Invitó y animó a Ernesto a acompañarle en esta preparación y en esta oportunidad. No tenía noción de los temas, aunque sabía, o sospechaba, que tales entidades fuesen un monótono calcular de operaciones, en cuya función, cogida la rutina, quedaba tiempo para pensar en otras cosas, tal que en seguir estudios por libre, así que decidiera probar fortuna en aquella convocatoria. Lo animó, y compartió ese ánimo con Queimadelos, la circunstancia de que aquel Banco, tuviese un gran número de sucursales, cabiendo la posibilidad de optar a una ciudad con centros que le posibilitasen concluir Comercio, incluido Profesorado Mercantil. Habló de esto con Ernesto, sin reservas:

-Pues sí, chico, no es que paguen mucho de entrada, pero si uno quiere seguir en la profesión hay infinidad de categorías a escalar, y si no, con tomarlo de medio para conseguir el fin que a uno le interese, asunto concluido. Mi plan ya te lo dije: concluir el Peritaje, y rematarlo con Profesorado. Después me entregaré de lleno a la literatura; escribiré libros sobre mis teorías, y si sólo saco para gastos me quedará la recompensa de saberme bienhechor de la Humanidad al quitarle las vendas de su retrogradación, de su dormirse en la historia, de aferrarse a doctrinas que fueron útiles a las generaciones de antaño, pero que son fatales al progreso de la era atómica, con la producción y el comercio globalizándose, avanzando en competición fabril y febril.

Queimadelos se vio inmerso, por el influjo de su compañero, en aquella tormenta científico-revolucionaria, plagada de utopías y de divagaciones, pero como su ánimo no estaba para meterse en discusiones, y menos para admitir deliberadamente cuanto osase argüir su interlocutor, se despidió de Aldegunde hasta el día siguiente en el que le prometía continuar la conversación.

Reflexionó un buen rato antes de dormirse acerca de aquella catarata de ideas del Aldegunde. Sus filosofías no le preocupaban lo más mínimo; le era indiferente en sus circunstancias que el mundo fuese de pies o de cabeza por la ruta del progreso; lo que si le interesaba era aquella perspectiva de ingresar en Banca, que nunca se le había ocurrido. Ya cuando le habló Mauro de tales oposiciones le pasó por la mente un destello de esperanza, una inquietud de probar fortuna en aquel o en otro Banco; ahora, en el silencio controlado de su alcoba, le acució más imperioso el deseo de estudiar las perspectivas de sueldos y escalafón. Su capacitación en la empresa Rancaño, y una preparación especializada en aquella academia a la que asistía Mauro… ¡Lo pensaría! También tuvo presente la carta de recomendación de Deza, que aún no la había entregado, así que se decidió a gestionar primero en la Agencia a la que era presentado una colocación de iniciativa, en la que el rendimiento fuese proporcional a su experiencia, a su trabajo y a su ingenio. “Así –se decía él- trabajaré y estudiaré día y noche, todas las horas que pueda resistir, tratando de hacer capital para luego establecerme por cuenta propia”. Si le fallaba la recomendación de Deza, entonces sí que estaba dispuesto a estudiar lo de las oposiciones, alegrándose de tener dos caminos a seguir.

En definitiva, que ambos jóvenes se aferraban a las oposiciones de Banca por fracaso en otros estudios o en otros empleos; llegaba hasta ellos el concepto legendario de considerar al empleado de Banca como un ser mecanizado, carente de espíritu de lucha por un porvenir mejor; obrero de lápices copiativos con los que enladrillar interminables y aburridísimas sumas, amargado y seco tenedor de libros que consumía su vitalidad inclinado constantemente sobre tomos gigantescos y olientes a papel viejo. Empleados de Banca, para la generalidad, eran los refugiados del laborar activo, alegre y libre de las demás ocupaciones, que se acogen a los muros –prisión y fortaleza- de las sucursales bancarias para evitarse la molestia de pensar por cuenta propia ya que en los Bancos todo lo dan encasillado, siendo así más fácil el trabajo. Esto es, o era, la opinión pública, no siempre infalible.
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Otros derroteros


Almacenes portuarios de Coruña

Queimadelos fue recibido amablemente por el dueño de la agencia marítima a la que estaba recomendado. Era un señor de porte impecable, tal vez un poco amanerado en su esfuerzo por resultar agradable; de gran verborrea y dotado de esa sonrisa perenne y forzada con la que los negociantes atraen a la gente poco versada en ardides mercantilistas. Le hizo sentarse en su despacho, y ojeó la carta en un instante dando la impresión de que ya conocía aquello de antemano, acaso por un telefonazo de Deza, y después de numerarla con marcado ademán para demostrar que la iba a guardar cuidadosamente, y que lo abundante de su correspondencia le obligaba a llevar un control oficinístico de la misma, preguntó a su visitante por Deza, del que dijo profesarle un gran afecto.



Estación Central. La Habana

-Fue allá en Cienfuegos, encantadora ciudad de Cuba. Yo era inspector de ferrocarriles en la línea Habana-Matanzas-Cienfuegos, y un buen día subieron al tren en Matanzas un coro de “españolada”, como decían allí, ¡okey! –Quiso patentizar sus palabras con una afirmación americanista-. Procedimos al visaje de billetes, ¡y no lo tenían! Alegaron que la premura del tiempo para coger el tren después de su actuación, no recuerdo en qué teatro, no les permitió hacerlo; pero que como faltaban a las normas del ferrocarril involuntariamente les parecía un abuso satisfacer el doble billete. Yo les mostré el cuaderno de tarifas y condiciones, y entonces Deza, pues su amigo de usted era entonces director de aquel coro, me propuso una actuación gratuita para animar el viaje. Claro, la verdad, yo tomé aquello a broma porque tal forma de pago no podía considerarse válida; pero el Deza, que sin duda me había notado mi acento gallego, empezó a dirigir una muiñeira, la muiñeira más emotiva que oí en ni vida, y entonces se reveló en mí el sentimiento regionalista, y falté por única vez al reglamento de los ferrocarriles cubanos, dejándoles viajar libremente. Ya en Cienfuegos me invitaron a una función en el Coliseo, de la que salimos para correr la gran juerga por los cabarets de la ciudad…, hasta la mañana siguiente! ¡Qué tiempos aquellos –exclamó con ponderación y nostalgia-; qué bien lo pasé con Deza y con los chicos de su coro! Allí le conocí, y allí nos hicimos grandes amigos; después yo me vine para establecerme aquí, y Deza no tardó en seguirme; él no resistía la morriña, y dejó aquella plata para residir nuevamente en su terruño, que es Lugo. Ya hacía algún tiempo que no tenía noticias suyas…

Ambos siguieron hablando de Deza, de su inexplicable transformación al dejar las “mocedades” de Cuba para convertirse en un ciudadano tranquilo, en un misógino acérrimo; de varias cosas asociadas al tema de aquella charla. Agotados los motivos de aquella conversación, el agente hizo recaer ésta sobre el asunto del empleo de Queimadelos.

-Bueno, y a todo esto aún no hablamos de lo suyo, que tal vez tenga usted prisa…

-No, ciertamente ninguna; pero lo que siento es que le estoy robando un tiempo que puede ser precioso para sus ocupaciones, que supongo serán innumerables.

-Nada de eso, querido joven. El tiempo de los mayores vale poco, porque es matemático y sin emociones; perderlo sólo significa aplazar cálculos, pero nunca ilusiones.

Meditó un momento, y prosiguió



Terminal de contenedores en el puerto de Coruña

-Veamos que le conviene: Si usted está dispuesto a trabajar en firme, necesita algo a lo que pueda dedicar el mayor tiempo disponible y que tenga un rendimiento proporcional. Ahora recuerdo una cosa que puede estudiarse: recibimos en consignación, para un industrial de esta plaza, una remesa de material electrónico aplicable a instalaciones de anuncios luminosos, que no lo pudimos hacer seguir al destinatario porque falleció en aquellos días. Este material obra depositado en nuestros almacenes en espera de que la casa remitente nos amplíe instrucciones acerca del fin que hemos de dar a su remesa. Tengo entendido que consta de juegos completos de instalaciones de diversos tipos, y que su contravalor en pesetas es reducido, lo cual da margen para negociarlo. ¿Le agradaría explotar este asunto? Nosotros podemos comunicar a nuestros comitentes que la mercancía fue realizada por nosotros al precio que consta en el crédito documentario que la ampara, solución de más interés para ellos, y usted abona su importe, según vaya colocando la mercancía, con amplia perspectiva de duplicar el costo en cuestión de semanas.

Queimadelos se vio apurado al considerar que aquel negocio, aquella intermediación, tenía sus inconvenientes, pero que no aceptarlo podría enojar a su benefactor y declararse inepto en gestionar algo que le servían en bandeja.

-Agradezco mucho su atención y su confianza, pero es que, ¿sabe? –No acababan de salirle las palabras precisas- No tengo idea de electricidad y desconozco la aceptación que pueda tener esa clase de material. Además no ando sobrado de dinero para trabajar por cuenta propia… -Hubiese seguido enumerando razones puesto que todas le parecían insuficientes para denegar con dignidad la proposición de aquel negocio si el agente, dándose cuenta del apuro por el que pasaba, no se apresurase a facilitarle medios.

-Todo eso tiene arreglo. Y haciendo paréntesis al asunto que nos ocupa me permito aconsejarle que si piensa dedicarse a los negocios, trate de concentrar sus facultades en el momento en que se los propongan, o en que usted decida proponerlos, para ver simultáneamente, y en el menor espacio de tiempo posible, todos los pros y contras de la operación a realizar. El hombre de negocios, como el político o el diplomático, debe pensar contra reloj, a toda velocidad, para prever las consecuencias de sus actos, para evitar esperas molestas a los contratantes, y también para no olvidar extremos que si no se tienen presentes en el acto del pacto o de la contratación, más tarde tendrán nula o difícil solución. Pero a lo que íbamos: se lleva, que también se los podemos facilitar, y que usted debe pedirnos como primera medida, catálogos e instrucciones de la instalación y utilidad de estos anuncios luminosos; los estudia, y si les encuentra interés, mejor dicho, el interés de las mercancías hay que considerarlo, no desde el punto de vista personal, sino imaginándose a qué sector del público convienen, y qué capacidad de absorción tiene ese público; si usted cree que existen en la plaza, o en sus inmediaciones, establecimientos adecuados y suficientes para consumir y utilizar ese material, con margen de venta remunerativo, entonces contrata los servicios de un electricista competente, que le resultarán económicos porque sólo le hacen falta para cuando necesite poner alguna instalación, y el resto de los días se podrá dedicar ese señor, ese especialista, a sus ocupaciones habituales.

Su misión es simplemente lograr compradores, a los que hará la debida propaganda. Y en cuanto al dinero yo le podría hacer lo siguiente: se lo adelanto, y mis cobradores se encargarán de realizar las facturas. La mercancía que reste por vender queda en mis almacenes como garantía de su propio valor; en este supuesto llegará un momento en que, por virtud del beneficio, se habrá cancelado el anticipo y aún quedará material que ya será de su libre disposición y, por consiguiente, ganancia pura. Si en este tiempo necesita algún dinero para sus gastos, también puedo prestárselo. Conste, claro está, que todo esto sólo me proporciona riesgo y trabajo improductivo, pero me animan sus referencias y el que usted muestre tantas ansias de trabajar.

Queimadelos agradeció un poco torpemente porque la emoción de aquella ayuda inesperada le turbaba el ánimo, pero lo hizo con toda su alma. Y el agente, por su parte, le despidió con amabilidad:

-Nada, jovencito, no hay que preocuparse; en los negocios todo es juego: se estudia la partida, y si se ha hecho bien, se gana; y si no, ¡paciencia! No tienes nada que agradecerme. Aquí están los catálogos, y espero que me digas pronto, mañana mismo si te es posible, qué te parece el asunto y si estás dispuesto a trabajarlo.

La carta de Deza parecía haber surtido efecto, pero no precisamente como recomendación sino como presentativa, puesto que el interés que mostrara el agente por Queimadelos nacía más bien de que había observado en su visitante, por experiencia sicológica, capacidad de trabajo y nobleza de ánimo.

Estudió detenidamente aquellos folletos de los anuncios fluorescentes. En principio le resultaron novedad, artísticos e impresionantes, novedosos en el país, con lo cual supuso asegurada la originalidad necesaria a todo sistema de propaganda para conseguir que el público, con preferencia a las atracciones de otros establecimientos, se fijase en ella. El precio de coste de aquella importación permitía adicionarle los jornales del electricista que hiciese las instalaciones, así como un alto margen de beneficio neto para Queimadelos, sin que por ello resultase inasequible su precio de venta al público.

Todo lo veía claro, lucrativo y fácil; todo menos la oferta de aquellos artefactos, que le daba verdadero pánico: si para distribuir un artículo no fuese necesario hacer acto de presencia en los establecimientos con posibilidades de adquisición, o si hubiese certeza de que en cada visita lograse suscitar interés por su mercancía, todo iría bien; pero enfrentarse a estos dos problemas no es cosa sencilla para caracteres tímidos, inseguros del éxito de su gestión personal. Pensó también, como procedimiento para eludir sus visitas de primeros contactos, en hacer impresos para trabajar potenciales clientes, cuyas direcciones podía obtener del Anuario de Estadística Mercantil, pero al reflexionar en esto más detenidamente le encontró el inconveniente de que a las hojas volantes de propaganda suele concedérseles poca atención y seriedad, resultando infructuosas en su mayor parte. Decidió dar a este sistema tan clásico de publicidad una adaptación más práctica: calle por calle iría revisando toda la ciudad, y tomaría nota de aquellos establecimientos que tuviesen letreros o anuncios anticuados. Seguidamente, por sectores de población, enviaría las hojitas informativas con una antelación de dos o tres días a la fecha de su probable visita personal; así organizada la gestión, esto tenía la ventaja de que sólo se necesitaban impresos para las casas con cierta probabilidad de adquisición, y de que su visita ya no resultaba tan violenta al anunciarla en las hoja de propaganda, además de que los destinatarios de aquel tipo de propaganda le concederían cierta importancia y previsión, estudiándolos detenidamente para estar preparados ante la anunciada visita de Queimadelos como distribuidor de unos anuncios luminosos tan modernos.

Trabajando en este plan mercantil transcurrieron un par de meses sin grandes resultados: los beneficios repartidos proporcionalmente a los días de trabajo, habida cuenta de los gastos de representación procedentes de viajes y alternancia social para relacionarse con probables compradores, apenas si daría margen para subsistir en una mala fonda. Unitariamente por cada artefacto colocado el lucro era importante, pero cada venta costaba el esfuerzo y la dedicación de varios días para ultimarse; y este esfuerzo tenía con frecuencia decaimientos entorpecedores puesto que a Queimadelos empezaban a finársele sus ahorros, mientras que del beneficio de las ventas no había percibido lo más mínimo puesto que aquel dinero, según contrato, iba a engrosar el fondo de cancelación del anticipo que le concediera su protector, así que temiendo un agotamiento de sus reservas, y cerciorado de que no terminaría de saldar el anticipo al tiempo en que necesitase dinero, fue desmoralizándose paulatinamente y se aminoró su entusiasmo propagandístico. Con todas sus ganas hubiese renunciado a la distribución de aquellos anuncios que amenazaban no terminarse jamás debido a que los establecimientos de cierta importancia tenían ya instalaciones de publicidad luminosa satisfactoria, más o menos adecuadas y modernas, mostrándose reacios en sustituirlas, y los comercios de barrio no podían permitirse, ni casi lo necesitaban, otro lujo que un modesto escaparate en el hueco de una ventana callejera; pero su honor, su palabra de compromiso, -la prenda social de más valía-, estaba empeñada en este asunto, y Queimadelos temblaba ante la sola idea de buscar otro trabajo, dejando para ratos libres la propaganda de aquellos artículos, lo que equivaldría a aplazar la última de las realizaciones para el día del juicio, y para poco antes la total cancelación del anticipo concedido.

De improviso, sin que jamás se le hubiese ocurrido proyectarlo, cuando salían de una farmacia, el electricista de poner la instalación y Queimadelos de comprobarla, comentó éste oficiosamente:

-Ha sido fácil de colocar este aparato; anteayer visité al farmacéutico, ayer se decidió por el modelo, y hoy se lo instalamos, con cuatrocientas pesetas de beneficio. ¡Así que salió bien el asunto!

Siguió una pausa diplomática. El electricista pensaría para sus adentros en lo fácil que se ganaban algunos los cuartos, mientras que él, para sacarse un pequeño jornal, tenía que encaramarse una y otra vez a los postes conductores, a escaleras inseguras y a infinidad de lugares y de posiciones peligrosas.

Queimadelos, hecho ambiente, asestó el golpe de gracia:

-Lo peor en mi caso es que quisiera preparar unas oposiciones y aún me queda material de este para unos veinte anuncios; el dinero me hace buena falta, pero las oposiciones me interesan más aún, así que tengo que buscar alguien que me compre, aunque sea sin beneficio sobre el costo, lo que tengo disponible en el almacén.

Por la mente del electricista pasó un chispazo de lucro, animándolo a conseguirlo.

-¿Y dice usted que esto de hoy le dejó cuatrocientas pesetas libres, aparte de mi jornal?

Esa era la verdad, aunque para comprenderla mejor habría que añadir que no todas las ventas le resultaran tan fáciles como aquella.

-Exacto; ochenta duros.

-¿Sabe usted que estoy pensando: que a horas libres yo me podría encargar de esto, siempre que lo deje!

-Tratándose de ti, que estoy seguro lo sabrás manejar, además de las instalaciones… ¡Vaya, que te lo dejo, pero como he de pagar a los proveedores el importe del material pendiente, eso, lo que hay en el almacén, me interesa cobrar al contado; así liquido lo que debo y me centro en mis oposiciones. ¿Hace?

El electricista cada vez se interesaba más por el traspaso de aquel negocio.

-¿Y cuánto le costó ese material; quiero decir, en cuanto me lo vende, así, al contado?

Con esta pregunta de dos filos pretendía averiguar los dos extremos sin exponerse a que se le negase uno de ellos.

-Calcule usted: ya ha visto la factura del anuncio que acabamos de poner; réstele su jornal y las cuatrocientas de mi beneficio, y eso es exactamente lo que me costó, y en lo mismo le cedo a usted cada uno de los veinte que me quedan disponibles, con todo su material completo. ¿Le conviene?

-Algunos ahorros tengo en la cartilla, así que miraré si hay bastante, y si lo hay, cerramos el trato.

-¡Como guste; y tan amigos!

Tan amigos, y tan contento Queimadelos cuando le hizo entrega al electricista del material almacenado; de liquidar cuentas con el agente, y de percibir, en concepto de beneficios por la distribución parcial que llevaba efectuada una suma de dinero que le permitía, junto a los pocos ahorros que había llevado de Lugo, permanecer varias semanas en Coruña para preparar unas oposiciones de Banca. Ciertamente aquella representación electrotécnica iba mejor para el electricista, que unificaba en una sola persona todo el margen de beneficios, pero tampoco le iba a ser fácil agotar las existencias en breve tiempo puesto que el mercado de los anuncios ya estaba muy atendido.

Queimadelos se desengañó con pleno conocimiento de que los negocios personales, sin aportar a ellos capital propio que permita dar flexibilidad a la empresa efectuando libremente las transacciones que sean oportunas, no suelen proporcionar un lucro satisfactorio, compensador de la actividad empleada.

Veía clarísimo que el trabajo aislado se defiende únicamente, y para eso con limitaciones, en el ámbito artesano. Veía los componentes básicos de la gran producción, el capital y el trabajo, fecundos tan pronto se les vinculase, tan pronto se fundiesen en una empresa a la que sólo era necesario unirle inteligencia directriz; sencilla era esta triple comunión, pero potente en proporcionalidad a la adecuada mixtura de que se formase: capital suficiente para afrontar todas las operaciones de interés que aconsejase el negocio; trabajo, energía humana, capaz de producir evoluciones adecuadas en la hacienda y de asistirla protectoramente en cada una de ellas; y el tercer elemento, la chispa animadora, la gestión de técnicos activos, inteligentes y conocedores de la índole de asuntos que afectasen a la empresa. El solamente podía aportar a cualquier otro negocio que intentase su trabajo personal, y no sabía si un poco de inteligencia ya que tan despejado se auto juzgara cuando todo le salía admirablemente bien dirigiendo una sección de la empresa Rancaño, como torpe se cría al no obtener de la pasada representación el beneficio esperado, con lo cual perdió bastante fe en si mismo. Luego, con sólo sus factores de producción, no le cabía esperar grandes cosas, ¡tantas como había soñado a raíz de su viaje a la ciudad herculina!, sino, de momento al menos, acogerse a un empleo remunerativo, y este empleo esperaba que se lo brindasen las oposiciones del Banco de Crédito y Ahorro, establecido en Galicia. Decidió hacerlas, y al efecto rogó a su compañero de fonda, Mauro Aldegunde, que le pusiese al tanto del programa y demás extremos que le interesase conocer.

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ELIGIÓ LA BANCA


Y se fue con esa juventud eficiente, con esa juventud que labora por el progreso humano desde los olvidados pupitres de cualquier oficina bancaria; con esa raza de titanes, modestamente confundidos en el anónimo de la empresa, que, con valentía frente a la vida, con ánimos impertérritos de mejora profesional, técnica y conjuntiva, fundiéndose con la empresa en comunes intereses de prosperidad, hacen posibles las iniciativas privadas facilitándoles crédito, y estimulan, al atraerlos bajo premio, el ahorro y los capitales de aquellos individuos que no osan o no precisan explotarlos directamente, o que por transición de unas a otras operaciones les conviene depositarlo con carácter de absoluta disponibilidad en entidades bancarias que corresponden a esa interferencia económica en la doble función de custodia, -depósito-, y premio por las cantidades confiadas.

Varias veces volvió a meditar en aquellas ideas que se le habían ocurrido junto a la torre de Hércules en su primer paseo hacia el mar, que es vivo espejo, con sus vaivenes, de los problemas humanos. Se decía nuevamente:

“Sólo una ruta conduce a lejos; mas no amplia o ceñida a lo indispensable sino moderadamente anchurosa para que, en los alrededores del sendero, encontremos materia de juicio, conocimientos aprovechables para nutrir las necesidades de la profesión elegida. Multiplicidad de rutas, constante vacilación en darse a un fin determinado, no conduce más que a entorpecer el progreso, a repartir la capacidad de avance, por cuyo motivo no podrá ser muy longitudinal. ¿Será la Banca el destino que me conviene seguir? ¿Habré de tomar otra dirección, otra profesión, como meta decisiva, o me convendrá sólo como medio para otros fines, en cuyo caso produciría baja tan pronto se me presentasen oportunidades de emancipación! Dicen que hay buenos sueldos en relación con el momento económico en que vive España; si no de entrada, al menos para cuando lleve uno cierta antigüedad, lo que me anima plenamente en mis circunstancias actuales; pero lo verdaderamente antipático de esa profesión debe ser la monotonía de hacer diariamente un mismo trabajo, cubrir unos mismos impresos, llevar unos libros invariables. En la empresa Rancaño mi labor era distinta, de pura organización y de control, pero en el Banco dejaré de existir para convertirme en uno de tantos, acatando la disciplina impuesta por nuestros jefes”.

Recapacitando un poco más, le parecieron exageradas sus apreciaciones:

“Claro es que eso debe tener sus variantes; por ejemplo, en los cambios de sección, para lo que puedan ser aplicables; en operaciones nuevas que se presenten, e incluso al ir dominando la técnica contable, los pequeños descubrimientos que vayamos haciendo día a día tienen que resultar alentadores e interesantes. Al fin y al cabo los negocios son ciencia, y en ninguna ciencia está dicho todo, así que, aun sin dirigirlos, limitándose a contabilizarlos, habré de encontrar grandes y amenas enseñanzas. Para no perder tiempo en ninguna ocasión mi plan ha de ser entregarme con todas mis potencias al estudio y al trabajo bancario. Si continúo indefinidamente en un Banco será una ventaja que llevaré con respecto a compañeros más despreocupados, y si llego algún día a renunciar, conmigo, para lo que puedan ser aplicables, quedan los conocimientos adquiridos, que siempre tendrán alguna relación con los generales de todo negocio”.

En una librería compró los textos que le había indicado Aldegunde, comprensivos de las principales materias del programa: un tratado de contabilidad, que casualmente era el mismo que empleara cuando se preparó para las oficinas de Rancaño y, por tanto, conocido para él en todo su temario. Otro de legislación mercantil, adaptado a operaciones bancarias, cuyo articulado tampoco le era del todo desconocido. Geografía e Historia, que no precisó apenas repasar puesto que ya dominaba la materia de sus estudios de Bachillerato. Cálculo mercantil, del que tuvo que estudiar las operaciones puramente bancarias. De Gramática se sentía fuerte. ¿Y la suma? ¡Pero qué disparates se le ocurrían a la sección de Personal de aquel Banco! ¿Para qué habrían puesto en el programa un ejercicio de sumas monstruosas, cronometradas, si esta operación la domina cualquier parvulito? Una vez ingresado en el Banco se daría cuenta de que la suma es la operación fundamental de las finanzas por su predominio en todos los cálculos, y para efectos  contables y estadísticos juega un papel importante al permitir la acumulación de cada tipo de operaciones y para formular la comprobación y control de aquellas cuentas, o grupo de estas, que faciliten el conocimiento exacto de la marcha de la empresa, permitiendo establecer sistemas de probabilidades para encauzar las operaciones futuras, siendo su principal aplicación los cálculos comparativos del Balance diario de cada sucursal. Esta importancia justifica la necesidad de que todo opositor de Banca domine la suma con rapidez y seguridad, para ganar tiempo, incluso a las máquinas calculadoras, y para evitar todo error ya que el ideal de las finanzas es que estas se verifiquen con neutral exactitud.

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Nota aclaratoria.- Este libro lo he escrito destinado en Sidi Ifni, y fue publicado en Madrid, en edición privada, en la Imprenta de Huérfanos de la Guardia Civil, en el año 1956, cuando apenas existían y/o se utilizaban calculadoras en las oficinas bancarias.


En este semanario (pero en el número del 23-9-1956) con respecto a este libro se dijo:

“JUVENTUD BANCARIA. Hemos recibido un ejemplar del libro recientemente publicado “Juventud Bancaria” del que es autor don José Gómez Vilabella, empleado de la Sucursal del Banco Exterior de España en nuestra ciudad. Le felicitamos sinceramente y le estimulamos a que siga por el camino de sus aficiones literarias, para las que siente auténtica vocación de escritor, como así hemos podido comprobar en este primer libro que con amenidad y acierto nos ha presentado”.

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A la academia preparatoria asistían chicos de las más diversas circunstancias: algunos ya titulares mercantiles, otros con carrera superior iniciada, bastantes bachilleres y no pocos autodidactas; casi todos eran o fueran soldados, que habían aprovechado la oportunidad del servicio militar para estudiar el temario de las oposiciones y ver la posibilidad de no regresar a sus aldeas, colocándose en oficinas al terminar sus deberes con la Patria.

Tratando con aquellos jóvenes aprendió Queimadelos una importante lección social y económica: que el individuo y, por extensión, la masa, no regatea esfuerzo para lograr aquello que en principio considera mejor que lo que posee; que para atraer multitudes hacia un fin determinado sólo es preciso que se dejen conocer sus ventajas, aunque alguna de éstas sea imaginaria; que los pueblos de España intensifican de día en día una corriente peligrosa hacia las urbes debido a que ambicionan más facilidades de estudio, más confortabilidad de vivienda, y no precisamente mejor remuneración puesto que en la mayoría de los casos el pueblerino al colocarse en la ciudad pierde dinero, pero le anima la posibilidad de saber más y de evitarse el problema de mecanizar y modernizar su hacienda, de darle una mejora higiénica y de encauzarla técnicamente ya que si bien sus tierras, cultivadas por sistemas arcaicos, suelen dar rendimiento para atender primeras necesidades, no dan bastante para costear la transformación deseada, ni los pueblerinos han recibido instrucción adecuada y suficiente para lograr cultivos modernizados y competitivos con ciertas importaciones. En aquella invasión de la ciudad se encerraba probablemente la plenitud de un período económico cuya causa ya sabemos, y cuya consecuencia no puede ser otra que una competencia excesiva en el campo burocrático, la que forzosamente revierte, por propia abundancia, en las profesiones industriales; esta plétora de productores urbereños tiende a superarse por la necesidad de obtener trabajo y, por consiguiente, se instruye en las especialidades más diversas; a este exceso de trabajadores con conocimientos industriales y con dificultades económicas en la ciudad, por lo limitado de su capacidad de admisión de trabajadores, no le queda otro camino provechoso que la emigración al extranjero o regresar a sus aldeas de procedencia, donde, poniendo en práctica los conocimientos y experiencia adquiridos conseguirán un gran progreso en la modernización del agro.

A la salida de clase casi todos se daban una vuelta por el paseo de los Cantones. Una carpeta de libros y papeles bajo el brazo, y un requiebro para las chicas coruñesas siempre a flor de labios, siempre dispuestos a compatibilizar el estudio concentrado con la sana alegría de un vivir juvenil. Así son estos chicos de España: trabajadores cuando hace falta, festivos en todo tiempo para desahogo de su espíritu inquieto y optimista. A veces las dos cosas a un tiempo, discurriendo y bromeado:

-Ay, chatilla, hubiese dado el cien por cien de mi sueldo a quien te pignorase para garantizarme la vida!

-¡Impertinente! –Clamaban ellas, aquellas chicas piropeadas de la calle Real, o del paseo de los Cantones, rehuyendo las miradas picarescas de los estudiantes, ruborosas tal vez, pero ahuecadas por haber merecido que se fijasen en ellas.

Mas no todas eran faces risueñas porque entre estas destacaba, amargada y silenciosa, la de Queimadelos, huidiza del flirteo como de un peligro inminente. A cada piropo que les oía a sus compañeros el mascullaba ideas terribles de venganza contra el bello sexo; incluso se le ocurrió enamorar a cuantas le fuese posible para después dejarlas con la acidez de un cruel desengaño, pero jamás cumplió aquellas tentaciones, incapaz de semejante malicia. En el fondo, tras la cortina de su desilusión con Chelo, almacenaba un torrente de afectos que le hubiese sido muy grato dedicar.

Después de aquellas vueltas por el paseo, hechas ritual de tanto reiterarlas, se disolvían en grupitos íntimos por semejanza de aficiones. Algunos se iban a los billares, otros a la tertulia del café del indiano en la que no podía faltar la tesis diaria de Mauro Aldegunde como apostolado del “buen saber”, que él decía; varios flirteaban con las chicas piropeadas, quienes, poco a poco, acortaban el paso o se detenían a mirar escaparates para dar ocasión de que los estudiantes se les acercasen. Queimadelos, hastiado de no lograr felicidad donde todos la tenían, o parecían tenerla, se retiraba a su habitación para repasar las lecciones o para reflexionar en el alféizar de la ventana. Vivía en el barrio del puerto; y por delante de su ventana desfilaba constantemente un tráfico inmenso; aquel ir y volver de los camiones era el pulso mercantil de una gran zona del noroeste español: la exportación en los transportes que iban al puerto, y la importación en los que tornaban cargados. Un movimiento continuo de mercancías, que significan el cruce del esfuerzo de millones de trabajadores de aquende y allende del puerto, porque un puerto es la frontera de dos mundos productores. Mercancías que entraban y mercancías que salían, era la forma visible de un intercambio económico vital para la confortabilidad y el progreso de las naciones. Sobre esta observación meditaba Queimadelos:

“Todo este tráfico hubiese sido quimera sin la moneda; y la moneda tampoco podría circular al ritmo que representan las transacciones de este movimiento mercantilista sin la organización de los Bancos. Nadie puede dudarlo: la Banca es el agitador de las masas capitalistas; y el capital, agitado, en circulación regular y constante, produce los fenómenos económicos que hacen posible la confortabilidad moderna de los pueblos. Si apruebo las oposiciones pasaré a formar parte, aunque en el anonimato de la empresa, de ese propulsor monetario, y será un honor porque sabré que sirvo a una causa grande y noble”.

Llevado de su natural inclinación a comprobar e investigar personalmente la realidad de cualquier asunto de interés científico, había ido hasta el puerto, en más de una ocasión, siguiendo la ruta de los camiones, estudiando economía práctica en la variedad de productos transportados.

Paseando por los muelles aprendió lecciones que podían serle de utilidad futura; la más importante, tal vez, que España, y en particular Galicia, la zona confluente a los puntos de tráfico mercantil intenso, como eran Coruña y Vigo, pierden una riqueza incalculable debido a su polifacetismo productor, a su exceso de imaginación creadora, y lo dedujo de observar que las exportaciones españolas eran generalmente primeras materias o pre manufacturas, mientras que las importaciones se caracterizaban por la preponderancia de utensilios acabados. ¿Por qué se iban al extranjero muchas de aquellas mercancías que serían fácilmente transformables en España? Para Queimadelos estaba claro este fenómeno: Los españoles entendemos de todo y a todo nos dedicamos, aunque nos pierda este exceso de iniciativa; un labriego, por ejemplo, entiende de sembrar el trigo y de molturarlo en su propio molino, inmovilizando en esta industria individual un dinero que tendría aplicación más provechosa en cualquier otra inversión de actividad constante; en las ruralías, aprovechando el caudal de agua del riachuelo que riega una finca se pone una turbina para suministro familiar de energía eléctrica; ¡otro capital que podría ser útil para todo el pueblo empleado en beneficiar a un solo caserío!; el mismo agricultor que hoy planta árboles, dentro de unos años será quien los tale y quien los convierta en muebles. Parecidos a estos, mil casos más. Como no se puede estar especializado en todo, se pierde tiempo y dinero en minucias que no dan el rendimiento apetecido; así se labora en muchas cosas con técnica insuficiente; por eso exportamos materias primas que vuelven, después de un proceso de transformación por gente extranjera más especializada, más capaces de perfeccionar la manufactura porque centran toda su atención en limitadas producciones, y surge la ley económica de la minusvalía, por más rapidez y precisión elaboradora al realizarse por personal especializado; en una transformación industrial, ésta se produce con menos costo y más perfecta, resultando más asequible en el mercado; luego viene la oferta y la demanda inclinando al comercio a adquirir donde la cosa sea más perfecta y más económica.

Frecuentemente grupos de emigrantes, acompañados por los deudos que acudían a despedirlos, se paseaban por los muelles herculinos, entraban en las agencias de viajes, acudían a los consulados o mostraban en la Aduana los huecos de sus baúles henchidos de esperanza, de afanes por un lucro que presumían encontrar allende aquel océano; y estaban alegres, seguros de sí mismos, del éxito que iban a buscar a tierras lejanas. Para Queimadelos aquel optimismo del emigrante era otra consecuencia del exceso de imaginación de un pueblo aventurero: ¡Tesoros exhausto de la América latina! Tesoros en los que se continuaba creyendo como si viviésemos aún en el esplendor de los siglos colonizadores; infantilismo de las masas ambiciosas. Pero la culpa era de un pequeño jeroglífico económico-social, inexplicable por aquella ofuscación aventurera: de las indias doradas sólo vuelven los afortunados –clase inextinguible que se da aún en las crisis más misérrimas de los pueblos-, y vuelven encorajinados con aquel vecindario donde fueron pobres, exhibiendo todo el lujo de sus ahorros como una venganza por las privaciones pasadas; pero los fracasados nunca regresan, bien porque les da apuro mostrar su desilusión emigratoria, o porque carecen de medios para los gastos del retorno. El pueblo ve únicamente a los potentados y se confía en que mundo adelante impera el oro.

¡Que contraste! Exportando materias primas y emigrando los trabajadores que pudieran manufacturarlas, que pudieran hacer capital emigrándose en su propio territorio. Claro que este nomadeo de energía humana tenía su parte buena: la emigración depuraba el país de espíritus demasiado inquietos, de los inconstantes, con lo cual se quedaba aquí la gente más consciente y, por lo tanto, los más estables, una vez decididos a la profesión que conviniera a sus inclinaciones.

De pronto la sirena de algún trasatlántico llamaba a los emigrantes. Lloriqueos de despedida, últimos consejos familiares, trasposición a una existencia nueva plagada Dios sabe de qué sorpresas. En la mano el hatillo de los recuerdos y en la mente la calentura de las esperanzas. Pasos firmes por la escalerilla de la nave y, desde arriba, tal vez con un rictus enigmático de duda que el viajero considera melancolía del partir, un ¡adiós! a la tierra que le vio nacer, al agro, a la oficina, a la fábrica donde el que ahora emigra creyó dejar el fracaso cobarde de sus compañeros y de sus amigos arraigados al solar patrio. El tiempo dirá siempre qué proporción estaba en la verdad, si triunfaron los constantes en sus profesiones primeras o los errantes que partían en busca de tesoros extranjeros.

A pesar de los grandes escapes emigratorios, mucha gente quedaba aún en el país dispuesta a trabajar, a luchar por un porvenir mejor, a sostener decorosamente la economía familiar. Afortunadamente la patria de Queimadelos es un pueblo con fe en su destino, con fe en la Providencia y, por tanto, suficientemente prolífico como para no resentirse por la falta de energías que se van al extranjero; no es alarmante tal efugio; pero, de no existir este, mayor progreso acusaría la balanza productora.

Esa juventud eficiente, la que existe aquí, que es la que nos hace al caso, resulta después de destilar los espíritus aventureros que se van, y de omitir los espíritus cansinos que vegetan con el apoyo de los trabajadores, y entre la juventud laboriosa, marchan en puestos de vanguardia los empleados de Banca, a los que Queimadelos intentaba sumarse.
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Pasa a
JUVENTUD BANCARIA
-III-
Xosé María Gómez Vilabella



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