jueves, 12 de junio de 2008

JUVENTUD BANCARIA -I-



JUVENTUD BANCARIA
  

         
  
Aquí vos presento o segundo dos meus libros,

Juventud Bancaria

que pretendía ser
unha antítese do
Malvado Carabel,
(aquela visión desencantada da sociedade española baixo unha apariencia de humor),
de
Wenceslao Fernández Flórez.

Teña presente o lector a data en que foi escrito,
(ano 1955),
así que a organización da Banca foi,
era,
e así se reflexa aquí, a daquela época, anterior á mecanización informática;
por tanto, a mentalidade e maila función bancaria,
obviamente,
foron descriptas no nivel mental e de coñecementos de entón.
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DADO O DESFASE DA SÚA TEMÁTICA, ESTA OBRA NON É PUBLICABLE EN SEGUNDA EDICIÓN

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En Sidi Ifni


Eu son o da última mesa, pola vosa dereita.
Como vedes, un rapazolo.
O noso Director, Mario Pérez González,
ocupa a primeira das mesas, á esquerda.
¿Qué ten de particular, ou de exemplar,
este directivo do Banco Exterior de España?
Na primeira edición cualifiqueino,
¡e non por adulación!,
de gran economista, financeiro e
sinalado organizador.
Todo iso era certo;
o que calei foi que era irmán
do cociñeiro de Franco...,
¡outra virtude pois nunca diso fixo uso,
nin alarde,
que mellor recomendación non a tivo
o Malvado Caravel!
Eu,
servidor,
son o último, o novato,
e como tal, o aprendiz.

Nos laborais, aquí,
e nos festivos…, rumiando!
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Escrita en Sidi Ifni no ano 1955,
mandeina seguidamente ao prelo a
Gráficas Huérfanos Guardia Civil,
en Madrid,
onde foi impresa en edición privada.
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Años después: Ya Director de la Sucursal, estimulando a nuestros defensores.

Acerca del autor y de la obra

Creo, sin extremismos de jactancia ni de modestia, que nadie mejor que la esposa del autor puede ocuparse de la presentación de sus obras. Conmigo confidenció la ilusión del principio y la satisfacción del final; he visto, pues, paso a paso, toda su elaboración y sé el espíritu que late en sus páginas. Hay en ellas una importante vocación andragógica, innata en mi marido, pero fomentada y cultivada en su motivación, en la perspectiva personal de lo que va aprender, y también en la experiencia y disponibilidad de aprender. Su afán: adquirir esa experiencia, para saber reflexionar y para llegar a conceptuaciones positivas, finales, de la aplicación de lo aprendido. ¡Apre-hendido, hecho suyo, asimilado!

Con respecto a este librito, y ante todo, hay que admitir que no se trata de una pieza literaria con alardes estéticos; preocupó en su redacción un propósito descriptivo de la función universal de la Banca, sin requiebros lingüísticos que malversasen la claridad de las ideas.

He podido observar que las creaciones literarias de mi esposo, casi todas inéditas aún, han ido marcando, en etapas bien definidas, la rotación de su carácter. Empezó a escribir con arrebatos líricos, con un enamoramiento absoluto de la belleza de las cosas; sus antiguos poemas son un canto alegre a las maravillas de la Naturaleza y a las intimidades de su despertar emotivo. Seguidamente le atrajeron la prehistoria y la geografía; publicó un ensayo histórico-geográfico, "Castroverde", y varios artículos sobre folklore gallego. Por aquel entonces su espíritu se encontraba saciado de los goces superficiales de la belleza, e intentaba penetrar en el misterio de los tiempos idos y de los confines inciertos; existía ya una atracción por el mejor conocimiento de las cosas nebulosas, un afán irresistible de investigar, de ahondar en realidades prácticas, y en eso estaba el principio de los rasgos más acentuados de su carácter actual: reflexionar, breve pero profundamente, en la directriz futura de los acontecimientos, y amoldar a ella la explicación de las ideas fecundas, fecundadas, entregándose con toda su alma a los fines propuestos, consagrando todo su tiempo a descubrir enseñanzas prácticas y a trabajar intensamente en todas sus ocupaciones. A esta excitación investigadora siguió un período sentimental, relacionado fisiológicamente con su juventud, en el que produjo tres novelas, -inéditas aún por considerarlas baladíes con posterior criterio-, y en el que nos enamoramos con la subsiguiente consecuencia de nuestro matrimonio.

Llegamos al presente con sus preocupaciones laborales, con su pródigo deseo de que la juventud se labre un porvenir honorable y próspero, para que, superándose, se terminen las desdichas de los pueblos emigrantes; todo esto al margen de su empleo, al que se consagra con cariño y con el celo que procede.

No versaré más acerca de la obra porque sé muy bien que a los lectores les agrada disponer de un margen para discurrir por cuenta propia, sin la presión de opiniones impuestas por terceros. Además, presentando juicios críticos inflexibles atentaría contra la voluntad del autor de que sus ideas sean adaptables a la opinión de aquellos que le honren leyendo sus obras.

Estrella Josefa Rielo Castiñeira
Maestra de Primera Enseñanza
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Orientación

JUVENTUD BANCARIA no es un libro de texto para empleados de Banca; ni siquiera un instrumento de divulgación de la técnica o de la función económica de los Bancos. JUVENTUD BANCARIA es una idea surgida de cualquiera y realizada en cualquier parte; (concretamente en Ifni); es la pretensión, hecha caracteres de imprenta, de demostrar al público que hay una juventud encerrada en las oficinas bancarias, -juventud, porque la ancianidad, jubilándose, deja de ser actuante-, tan humana como la que viva de ocupaciones libres e independientes, y tan laboriosa como el que más, honrada por obligación y por control, aparte de la personalidad primaria de cada uno, pero, sobre todo, liberal y eficacísima fomentadora -sin alardear de ello- de esa gran empresa de todos los tiempos y de todas las naciones, que ahora llaman PROSPERIDAD SOCIAL.

A través de sus páginas he querido dar vida conjunta a las personas y a las funciones de la Banca. Si se tratase de localizar protagonistas, habría que tener en cuenta que de los actos relatados, unos son cometidos por las personas y otros motivados por las cosas, por las circunstancias, así que resultan de intervenir el ente económico de la empresa y la propia humanidad de los que le prestan sus servicios. Cosas y gentes; medios y realizaciones.

¡Qué mal hacen los que juzgan a la Banca como materialización conjunta de hombres máquinas y de capitales avarientos! Demuestran que su cultura no alcanza a conocer que gracias a los Bancos fue posible lograr las grandes revoluciones, económicas, industriales y constructivas, de los tiempos modernos; sin estas organizaciones hubiésemos vivido una evolución social lentísima, sometidos al egoísmo y a la arbitrariedad de los usureros, especie que tiene sus orígenes en los hijos de Caín. Aquí diré solamente la verdad, daré al César lo que es del César, y por ello quisiera estilizar suficientemente los conceptos para que se me comprenda con precisión.

Con este primer tomo de LA NOVELA FINANCIERA, colección que preparo y que prometo, empiezo a decir algo sobre la noble y meritoria ocupación de explotar los capitales que antaño se pudrían en arcas herrumbrosas, ocultos al apoyo de la prosperidad humana.

El Autor

Xosé María Gómez Vilabella

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-I-

ENCAUCE PROFESIONAL

En el principio de todos los caminos…
 
Apoyado en la ventanilla de un autocar de la línea Santiago de Compostela-Lugo, Ernesto Queimadelos y Fouz meditaba seriamente en la nueva fase existencial que acababa de iniciársele.

Unos kilómetros atrás quedaban las aulas de la Universidad compostelana, con el legajo de los ejercicios que le habían convertido en Bachiller del Plan 1938. Dos mil metros más allá le esperaba el final del trayecto: la Puerta de la Estación lucense, donde dejaría el autocar y abrazaría a sus familiares que estarían emocionadísimos por su éxito en los exámenes de la reválida. Ernesto ansiaba y temía la llegada de este momento: lo deseaba para satisfacer, con el alegrón del aprobado, tantos sacrificios como costaran sus estudios de bachillerato; lo temía porque pasaba a la condición de parado, ya que antes era estudiante y ahora dejaba de serlo sin inclusión en las filas productoras. Todos se sacrificaran mucho, todos; pero más que ninguno su hermana Nita; la recordaba con una cesta de ropa en la cabeza, camino del lavadero de la Chanca, para ganarse unas pesetas con las cuales se pagaban sus matrículas y sus libros, pues el jornal del padre, fontanero, apenas llegaba para los gastos domésticos.

Nita tuvo un novio hacía tiempo, mozo de unos almacenes de maderas, pero se convenció en escasos meses de relación de que sólo le interesaba sacar partido de mujeres fáciles, y le plantó en tiempo oportuno, antes de que el demonio de la tentación metiese baza; pero esto sólo lo sabía Ernesto y prefería no recordarlo a menudo. Después de aquellas relaciones truncadas en ciernes no se presentó nueva ocasión, pues realmente Nita era demasiado fea, como para que se fijasen los chicos en ella con buena fe; también era cinco años mayor que Ernesto. Cuando sufrió su primera y única decepción amorosa, decidió olvidar las atracciones mundanas y hacerse más laboriosa, fijando sus ilusiones en los estudios de Ernesto, apoyándolos con el producto de su trabajo, para que, una vez terminados y colocado, pudiera ayudarla en la madurez de su vida.

Queimadelos se puso a reflexionar en sus delicadas circunstancias por un proceso sencillo de asociación de ideas. Desde que saliera de Santiago habían pasado dos horas de viaje y éste poco a poco fue haciéndosele aburrido e inacabable; al principio contempló la campiña que corría en pos de la carretera por el lado de su asiento y, al cansarse de la forzada posición que necesitaba emplear para descubrir paisajes, dio en evocar los pormenores de su estancia en la ciudad del Apóstol, sobre todo de sus exámenes de reválida, que se los reflejaba la mente con tintas nebulosas y lejanas, como si su nerviosismo de aquellos día emborronase las realidades acaecidas; le gustaría rememorar mejor aquello, imaginarse con certeza los ejercicios que le merecieran la calificación de notable, juzgar por sí mismo si era justa tal apreciación; pero se le iban las ideas en un bailoteo grotesco, mezclándose unas con otras embrolladamente, y, de pronto, algo se pegó con insistencia a su memoria: “Dios me puso en el principio de todos los caminos…” ¡Que frase más profunda! Si, lo recordaba bien; ese fragmento pertenecía a la traducción del ejercicio de latín: “… en el principio…”, antes de que las cosas fuese hechas, en el momento crucial e inicial de los sucesos. El también estaba metido en un centro radial del que podían partir los caminos más dispares, en el principio de las inclinaciones decisivas: tenía necesidad de ganarse el sustento propio y de ayudar a los suyos, pues los medios familiares no permitían la consecución de ninguna carrera; estaba en el principio de una fase de productividad y en el ocaso de su etapa estudiantil.

Se dijo a si mismo que no podía, ni debía, dormirse en los laureles, que le faltaba tiempo para descansar de sus años de estudiante, que necesitaba su familia la aportación de su trabajo. ¡Trabajar, si!, y, ¿en qué? En qué aún no lo sabía, pero tenía que ocurrírsele con prontitud para no defraudar las esperanzas que en él habían puesto sus deudos.

En la parada del auto de línea le esperaban sus padres, su hermana Nita y Deza, el amigazo parachoques que aparecía siempre que a Queimadelos le aburría su vivir o se le presentaban emociones, o necesitaba del apoyo moral de alguien que le ayudase en sus problemas. Deza era también un buen padrino, pues contaba con diversidad de amistades debidas a sus polifacéticas ocupaciones; a veces crítico literario; otras, político improvisado para cargos fugaces, y sobre todo un hombre de negocios con tanta visión financiera como descuido en completar las empresas que acometía.

Queimadelos besó febricitante las mejillas paternas, que tiritaban de cariño, de alegría y de una vejez anunciada; abrazó fuertemente, hasta hacerle daño, a Nita, la hermana modelo y protectora meritísima. A Deza le apretó la mano con afecto desbordante y con esperanza de que aquel amigo desproporcionado, que pudiera ser su padre por edad, hiciese algo en su favor, le abriese las puertas de algún trabajo productivo. Y todos juntos marcharon a la calle del Doctor Castro, con intención de merendar en alguna de sus famosas pastelerías.

Subiendo hacia la plaza de Santo Domingo se cruzaron con Chelo, linda joven perteneciente a lo más destacada de la sociedad lucense, hija de un ganadero multimillonario. Ernesto celebró aquel encuentro.

-Pero, chico, ¿ya viniste de Santiago? ¿Y qué, cómo fue con esa reválida?

Se foguearon los ojos de Queimadelos; aquella chica era adorable, pero siempre había tantos chicos pendientes de sus palabras que a él no le fuera posible intimar con ella lo que hubiese deseado. Chelo estudiara cinco cursos, pero plantó pretextando que no le agradaban los libros; en realidad fuera su deseo de disponer de más tiempo para sus afeites y para sus paseos.

-Conmigo se vino, ¿o es que creías que no la iba alcanzar? Apretaron mucho, bastante, pero hubo suertecilla.  -Ernesto decía esto engallándose de haber merecido aquel triunfo, de tener ocasión de aplicarse autobombo con aquella joven engreída y coqueta.

-¡Vaya, pues me alegro mucho! Adiós.

-¡Adiós…! –Y se quedó mirándola con deseos de decirle alguna palabra galante, pero no le acudieron a sus labios en el momento oportuno.

Su padre le llamó desde cinco o seis metros más adelante con una expresión que encerraba reproche por la audacia del hijo, pero también un poco de comprensión. Aún no pudiera olvidar que en sus años mozos también se le iban los ojos detrás de toda mujer agraciada, importándole poco que alguien pudiera presenciar su actitud.

Deza, por su parte, con el testimonio de su cuarentena libre, presumía de misógino, y se permitió aconsejar a Ernesto con su acostumbrado filosofismo:

-Es innegable que la mujer desempeña funciones insustituibles y altamente meritorias, pero también lo es que ocasiona los más catastróficos fracasos de la humanidad laboriosa. Considera esto, que te interesa tenerlo en cuenta, por lo menos hasta que afiances tu personalidad y tu situación económica.

Queimadelos calló, y no es que estuviese conforme con el razonamiento de su amigo, pero no quiso enfrascarse en polémicas inútiles.

Aquella tarde, en el paseo y en todas partes, recibió múltiples felicitaciones que no le satisfacían plenamente. Soñara muchas veces con aquel día, pero con un día despreocupado y alegre, desbordante de emoción. Le torturaba, desluciéndole la fiesta, la obsesión del trabajo y el influjo de aquella frase de los exámenes de reválida; sólo veía en torno suyo gente productora, sostenedores de familia, chicos aprendices o ya colocados en las más diversas actividades. Hubiese deseado que aquel principio de su camino fuese tan sólo un punto geométrico, sin dimensiones, sin duración de tiempo, sin espacio para vacilaciones.

Después de vagar sin rumbo por las calles lucenses, hastiado del vacío que le envolvía, decidió llamar por teléfono a Chelo, proponiéndole asistir a una velada artística que se celebraría aquella noche en el Gran Teatro. Ella aceptó, y juntos –dos sombras errantes porque los cuerpos no existen cuando están unidos por un cariño platónico-, estuvieron en el patio de butacas, y luego en el café Méndez; más tarde bajo los chopos del Parque. Precisamente paseando por el parque fue cuando su conversación se hizo más íntima, perdiendo vuelos, concretándose a sus propias existencias.

-Chelo, -dijo de pronto, -¿Cuántas frases amorosas habrás escuchado a lo largo de estas veredas? Y añadió con cierta solemnidad: -Desde luego, eso es lo que procedería; no se puede ser tan bella –dijo, pero aún pensó más: (y tan rica)-, y pasar desapercibida.

Iba a contestar ella, pero Ernesto, temiendo su respuesta, decidió atajarle para que se suavizasen sus palabras con una nueva afirmación:

-No me reproches nada, pues tan sólo he tratado de piropearte, de decirte lo que eres, ¡hermosa!, envidiando a quien tenga la suerte de hacerte suya para halagarte toda una vida.

-¡Cuidado, mocito, que hablas demasiado! Gracias por tu calificativo y olvidemos lo otro. ¡Vaya malpensados que sois los chicos; como si sólo le hablasen a una de…, de esas cosas!

Ernesto discurría con aceleramiento qué palabras necesitaría emplear en aquella conversación, pero las ideas que brotaban en su mente le parecían mediocres, prosaicas, y optó por hablarle llanamente, sin rebusque de pensamientos.

-Mira, Chelo, siento mucha inclinación hacia ti; bueno, es una inclinación anímica, sentimental, de las que no se miden por grados sino por anhelos de estar en tu presencia. Yo creo que esta inclinación se le podría llamar amor, pero no quiero aventurar demasiado, y de momento, si me lo permites, diré simpatía profunda y noble, absolutamente noble. Añadiré más, para que no pienses con exceso: esta simpatía me atormenta a todas horas en la soledad, en su desconocimiento, y por eso quisiera pedirte tan sólo que correspondas a este afecto simple, que seamos buenos amigos, que me concedas alguna entrevista para pasear, como en estos instantes; en definitiva, para sentirme feliz contigo.

Impresionó mucho a Queimadelos que ella le respondiese prontamente, sin tiempo para premeditaciones:

-En verdad, no me pides nada ilícito. Yo siempre te tuve en mucha estima, y también me agrada salir juntos.

-Eres adorable. –Fue lo primero que dijo el, pero lo que le apetecía era adorarla, ponerse de rodillas a sus pies y besárselos por su condescendencia; como no podía hacerlo en plena calle, se limitó a abreviar su pensamiento.

No pudo continuar porque en aquel preciso instante, ¡oh casualidad!, se cruzaron con don Porfirio Rancaño, el padre de Chelo, hombre regordete, mofletudo, casi lampiño y de mirar tan vago que apenas se podía precisar hacia donde concentraba su atención, resultando por ello más observador ya que podía hacerlo sin que apenas se enterase su objetivo. Queimadelos temía aquellas miradas investigadoras que aparentaban no investigar nada pero que siempre lo fisgoneaban todo; le desconcertaban. El encuentro fue casual, tan inesperado y tan ineludible que ambos jóvenes no pudieron evitarlo, así que hubo que cruzar un inexpresivo “Buenas noches”.

-Hija, no tardarás, que ya son las diez.

En la vaguedad de aquella frase Chelo interpretó muy bien que iba una conminación fulminante a presentarse de inmediato en la casa paterna.

-Sí, papá; voy contigo.

Y en un aparte, a Ernesto:

-Cuando quieras me llamas por teléfono y me dices qué plan se te ocurre para salir a dar una vuelta.

-Lo haré, preciosa.

Ernesto tardó, por prudencia, cinco días en llamar a Chelo, proponiéndole salir otra vez juntos; por prudencia, temiendo resultar pesado e insistente, que si no fuese así la habría llamado a la mañana siguiente, e infinitas veces a lo largo del día.

Chelo, por su parte, pretextó que llevaba una temporada saliendo con exceso y que sus padres se mostraban un poco enojados de sus andanzas; pero la imaginación apasionada, que no reconoce márgenes cuando se trata de conseguir un fin amoroso propuesto, dio a Ernesto la clave de un plan sagaz, aparentemente irreprochable.

-Oye, cielito, ¿tu acostumbras a frecuentar la catedral?

Cualquiera diría que Ernesto pensaba, místicamente, en atraer a la oración a su bella amiga, en proponerle un rato meditativo bajo las bóvedas centenarias de la Santa Iglesia Catedral Basílica de la ciudad del Sacramento.

-¡Oh, sí! Desde luego; casi diariamente.

-Entonces ya lo tengo. –Y sonrió Queimadelos con la satisfacción victoriosa de saberse astuto, como si creyese que el teléfono iba a transmitir el optimismo que se reflejaba en su rostro.

Prosiguió:

-¿Me escuchas? Verás que fantástico; atiende: Di en casa que vas al rosario y que a continuación te detendrás un poco en las tiendas por si hay cualquier cosa que te dijo una amiga de Madrid que acaba de ponerse de moda. En la catedral, cerca del altar del Buen Jesús, o de cualquier otro que tú prefieras, me tendrás puntualísimo.

-Me parece estupendo, ¿sabes? ¿Y, a qué hora? Tú crees que a las seis sería…

-Sí, sí, a las seis. –El entusiasmo de Ernesto, el cosquilleo de aquella primera gran aventura amorosa no le dio paciencia ni para seguir hablando con su amada. Y cortó secamente colgando el micro.

¿A las seis era la cita? ¡Qué va! Ernesto no recordaba ni la hora; le parecía demasiado tarde a las seis para encontrarse con ella, creía haber oído mal, y por si acaso, para no hacerse esperar, llegó a la catedral…, antes de las cinco!

Al entrar por la puerta de Santa María se asombró de la majestuosidad de los pilares que sostienen las arcadas del pórtico; le parecieron más grandes y más sólidos que nunca. Todo le parecía acrecentado, incluso el, el mismo, se sentía más fornido, más varonil, al verse metido por primera vez en una verdadera cita de amor. Y se dijo en silencio, para su intimidad gozosa:

-“¡Que sortilegios tiene el cariño: Hace que veamos las cosas con matices nuevos y más claros!”.

Se signó atropelladamente; mas dándose cuenta de ello, rectificó, y también se santiguó. Se sentía anhelante, pero al mismo tiempo lleno de cierta paz que le era desconocida. Otras veces al entrar en la catedral se sintió apremiado por el cumplimiento del motivo que le llevaba hasta allí, y lo cumplía con ansiedad de volver pronto a la calle, de quitarse de encima el deber del recogimiento piadoso. Enfrente, unas mujeres –numerosas- y unos hombres y niños –los menos- recitaban sus plegarias con un hilo de voz suave, lento y dulce, convirtiéndose el murmullo total en una armonía sublime. Atraído por el rumor de los rezos, se olvidó por un momento de su amiga para meditar largamente en la bondad del Hijo de Dios, que quiso quedarse cuando marchó a su reino; que dejó su cuerpo y su sangre sacratísimos para alimento espiritual de los fieles al Sagrario; que permitió a los hombres que le diesen culto perpetuo en la catedral de Lugo, expuesto día y noche en el altar mayor de la iglesia lucense, fundada por el propio apóstol Santiago, según asevera la tradición popular.

Después fue visitando capillas de advocación diversa, y por último se sentó en un banco próximo al altar del Buen Jesús, lugar de la cita. Allí le apeteció rezar de nuevo, y pidió con toda su alma que se le concediese el cariño de Chelo, de la mujer que él creía la más adorable del mundo. A poco llegó ella, también anticipándose a la hora convenida, y ambos volvieron a orar un poco, según ofrendó Chelo, por las intenciones que les fuesen comunes.




Desde la catedral, por la rampa de la Puerta de Santiago, subieron a la pista de la muralla, e iban serenos, optimistas, dueños de su voluntad, cual si el espíritu clásico del imperio de los césares, erectores de la grandiosa fortificación del Lucus Augusti repercutiese en sus ánimos. El adarve, en el que velaron por la grandeza de su “civitas” las legiones de Roma, convertido modernamente en paseo delicioso y de gran amplitud panorámica, compatibilizada su historia evocadora con las apetencias de los tiempos modernos, tenía que influir, como de hecho influye cualquier ambiente en las reacciones del individuo, sobre sus corazones insatisfechos de amor; tenía que, al paralelizar pasado con presente, dejarles entrever las transformaciones de que es susceptible cualquier objeto. Y en esto pensaba Queimadelos al decir:

-¿Nunca hablaste sola al pasear por esta muralla? Yo sí, algunas veces. Me entristece el olvido y el silencio de las almenas; antaño tuvieron rumor de armaduras, vibrar de espadas, voces de alerta, grandeza, orgullo, amor a la paz en medio de unos clarines que, belicosos, no hacían otra cosa que velar por la tranquilidad de su Lugo. Hoy sólo tienen nuestro pisoteo errabundo y errático, de transeúntes indiferentes.  De niño grité mil veces desde este adarve: “¡Por Santiago y por España, que no entren los moros!”. Hoy entraría cualquiera, musulmán o no, con sólo unos cañonazos irreprimidos; pero, en fin, eso es cosa de bélica moderna y estaba muy lejos de mi imaginación infantil. ¡Ah, y también pregunté cosas a estos muros tapizados de musgo y de hiedra! Pregunté qué se dirían tantas parejas solitarias, muy solitas, como si temiesen ser perseguidas por el resto de la Humanidad, que paseando por aquí, por aquí mismo, llevaban los ojos encendidos, los labios tremulantes, el andar soñoliento y, sobre todo, que iban juntos, mucho. Total, pregunté muchas cosas sensatas, pero también disparates; lo que no me contestó la muralla, pero lo sé con certeza, es que las parejas que suben aquí, sean solteros o casados, se quieren, o por lo menos, se aprecian. Tú, ¿qué opinas?

Chelo tomó a broma disparatada la perorata de Queimadelos, y se rio abundantemente de ella.

-¡Que niñerías se te ocurren! Si creo lo que dices, forzosamente tendría que admitir que hay algo entre nosotros, ¿no? ¡Vaya con las pretensiones del chico! Oye, y a propósito, ¿no quedamos el otro día en que éramos buenos amigos, pero solamente amigos?

Ernesto permaneció pensativo por unos instantes; se reconocía cobarde, pero ducho en las flexiones que admite el lenguaje para hacerse amar de una mujer, para decirle sentimientos bellos, y más aún, para hacérselos creer. Por otra parte, su cautela le echaba a perder ya que de tanto rebuscar ideas para resultar interesante, éstas se embrollaban y confundían. Pero vio una salida, y se decidió a explotarla:

-Sí; es cierto que, por desgracia mía, aún no somos más que simples amigos. Pero, considerados como tales, tenemos un querer mutuo; tenemos, y disfrutamos, por consiguiente, de cariño. Si tú, Chelo, consideras la palabra querer con una extensión muy amplia, yo mismo, considerándola igual que tú, admito que la intensidad del cariño empieza en la pura amistad para terminar en su cumbre, en el éxtasis de los amantes, humanamente hablando; luego, si nosotros nos queremos únicamente como amigos, ya estamos en el principio de los dominios del amor. En el principio, sí, pero dentro de él, en él mismo!

-¿Sabes que se me ocurre?

-No, mujer; que ya soy Bachiller, pero adivino, no!

-Pues, sencillamente, que deberías estudiar filosofía. He notado que te gusta buscar enredos léxicos donde no hacen falta. Sí, sí, de verás, que eso te iría bien; y mejor aún si te especializas en filología; o no, claro que no: pobrecillas palabras, cuanta guerra les ibas a dar con tus análisis!

-Descuida, que eso bueno está de hacer. –Y sin apenas darse cuenta de ello, como si no pudiese contenerse sin hablar, sin decirle todo el secreto, lo fue revelando a la vez que sentía un descanso confortador en su mente enfebrecida de preocupaciones-: Ni me especializaré en filología, ni estudiaré Filosofía y Letras, ni seré jamás otra cosa que un vulgar chupatintas, y eso si encuentro colocación. Tal vez tu no lo sepas, pero yo te lo digo aun exponiéndome a que me consideres un pobrete despreciable y me retires tu amistad; es que prefiero desengañarte en tiempo. Se acabaron mis estudios, se terminó el soñar con laureles; y no es por falta de deseo, no; pero en mi casa hace falta ganar mucho, y pronto, antes hoy que mañana. Claro que no me doy por vencido si me coloco; una vez empleado estudiaría por libre cualquier carrera, pero ese procedimiento es cansino y retardado; más que estudio habría que llamarle formación supletoria. En fin, que a fuerza de trabajo, y si Dios me da suerte, aunque consiga enamorar una mujer de clase social más elevada que la mía, yo haría méritos y dinero para ser digno de ella. ¡Oh, Chelo, cuánto me cuesta decirte esto! Pero mi conciencia me dicta que debo repetir la historia de mi pobreza a toda mujer que sea más que yo, para no engañarla, y aquí me tienes poco menos que extendiendo la mano para pedir limosna, una limosna de amor!

Ella se mostró extrañada:

-La verdad, Ernesto, no puedo creerte. Yo te veía siempre elegante y supuse que serías de buena posición y que estudiarías carrera universitaria.

Queimadelos evocó entonces la figura grácil y menuda de Nita, su hermana, lavando todo el día en el arroyo de la Chanca para que el pudiese comprar sus libros y sus trajes.

Chelo proseguía:

-Pero no tienes necesidad de hacerte el humilde de esta manera. Si estudias trabajando será mayor tu mérito, y aunque retrases el final de una carrera en uno o dos años ese tiempo es poca cosa a tu edad. Yo conozco chicos que lo hicieron así!

-Y yo también; pero ellos saben los sacrificios que les costó tal sistema. En fin, que estoy haciendo el tonto con mis lágrimas; perdóname, Chelo; perdóname y olvida esta confidencia tan insustancial como inoportuna. Ahora me doy cuenta de que sólo debo hablar de esto ante quien me pueda ofrecer un trabajo, para conseguirlo; una prueba de mi ridículo es que veo en tus ojos el mirar de la compasión, de la caridad. –La transición de Queimadelos al llegar a este punto de sus confidencias fue ruda pero emotiva; sintió rubor y remordimiento de sus palabras. –No, mil veces no; -prosiguió-; no puedo soportar que se me mire así, como a un mendigo. Por favor, Chelo, háblame de otra cosa ya que no se me ocurre ninguna idea opuesta a ésta, nada que la borre para el tiempo que esté contigo; di cualquier disparate para contrarrestar los míos.

Pero ella le miró más profundamente, con cariño, con un afecto surgido de la conmiseración que sentía por el chico. Le hubiese gustado mimarle para que olvidase sus penas.

-Pero, hombre, no digas tonterías; te digo que yo no tengo –eso afirmaba- ni pizca de compasión de ti…, puesto que no la necesitas. Eres joven, inteligente, así que, ¿para qué quieres haber heredado aquello que puedes conseguir por ti mismo en pocos años? ¿Es que nunca se te ocurrió mirar atrás para darte cuenta de que eres un príncipe con respecto a la generalidad de nuestros paisanos? Sí, un príncipe, puesto que la inmensa mayoría de nuestros coterráneos, hoy en día, carecen de la formación que tú posees. ¿O es falsa modestia? Lo que sea, pero el caso es que no tienes motivo para tus humillaciones.

¡Cuánto agradeció aquellas palabras! Terminó de enamorarse de ella, y no es extraño puesto que el amor brota de los motivos más diversos, uno de ellos del agradecimiento por una palabra de comprensión y aliento.

-Chelo, eres una bendita entre todas las mujeres de este siglo XX. Estoy seguro de que ninguna otra se portaría como tú.

-¿No querías cambiar de conversación? Pues hagámoslo, que también yo lo deseo. Mira aquel edificio de allí enfrente; es la cárcel de Lugo. ¿Te parece que hablemos de ella?

-¿Más cárceles aún? Yo la tengo en mi mismo, con mis problemas de trabajo, y también con este fuego interno que voy empezando a notar que pugna por salir y hacerse volcán para atraer a quien amo, pero los grilletes de mis circunstancias no me dejan salir, non me dejan en libertad.

Chelo, como si no se diese por aludida, desvió la conversación con un comentario:

-¿Tú conoces a mi primo Atilano? Claro que le conoces pues recuerdo haberle visto en tu pandilla. Ahí está, detrás de esas verjas; era cajero de un Banco, y de acuerdo con una banda de falsificadores les canjeaba billetes falsos por auténticos del Banco de España, para luego el hacerlos circular en los pagos. La tentación de ganarse unos miles participando en aquel trapicheo acabó llevándole a presidio. Pobrecillo, era tan bueno y tan trabajador; al menos eso parecía; pero la moneda lo enloqueció. Desde luego que hace falta ser probo para su cometido, y él no lo demostró. Lo que también se precisa, además de conciencia, es inventar una máquina que suene cuando alguien trate de pasar billetes ilegales…

-Sí que lo conocía, pero no a fondo. Además de tonto fue débil, y los débiles no valen para la caja de ningún establecimiento. ¿Quieres que vayamos a visitarle y le llevamos algún obsequio, algún libro de religión, por ejemplo, que le ayude a recapacitar y a enmendarse?

Entraron en la cárcel. Queimadelos meditó en aquella lección experimental: que el trabajar por cuenta ajena significa algo más que el esfuerzo manual o intelectual, algo más que la remuneración de fin de mes; significa formarse moralmente, educar con toda disciplina las inclinaciones de la carne; en definitiva, ser fiel, absolutamente, a la misión encomendada. Por su parte estaba seguro de sí mismo, y creía en los dictados de su conciencia, bien formada y escrupulosa, pero celebró haber conocido de cerca las consecuencias de los deslices del honor para imponerse a sí mismo una gran disciplina de conducta, apartando de la mente toda tentación, toda idea remota que, por evolución, pudiera situarle en peligro de delinquir cuando trabajase en cualquier ocupación.
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Intercesión

Ya se le había ocurrido paseando con él por la muralla, pero no se atrevió a insinuárselo temiendo que después no pudiese sentirse capaz de hacerlo. En el negocio de su padre, Porfirio Rancaño, mayorista en la compra de reses, había varios chicos que desempeñaban diversos cometidos de oficina. Aquello podía ser útil para Queimadelos, y una plaza para él, caso de no existir vacante, podría crearse provisionalmente, igual que se había hecho cuando su padre se sintió inclinado a emplear otros jóvenes en situación apurada.

Lo espinoso del caso estaba en decírselo a su padre; ¡ay, decírselo!, eso sí que le daba apuro de verdad. Chelo lo meditó mucho antes de decidirse; incluso volvió a salir con Ernesto, varias veces, en cuyos encuentros escuchó nuevas ternezas, que le hacían renacer los deseos de ayudarle, pero siguió ocultándole su proyecto; temía principalmente dos cosas: que su padre se negase a admitirlo, y que el hecho de interceder, de colocarle en las oficinas de su casa, le violentase ante él; que su protegido se sintiese avergonzado frente a ella por haberle ayudado.

Tres o cuatro semanas después de confidenciarle Queimadelos que necesitaba y deseaba trabajar, Chelo se decidió a poner a su madre por intermediaria; hablando las dos a su padre veía más seguro el éxito de su proposición.

Llegaba Rancaño de presenciar en la estación del ferrocarril el enjaule de una partida de reses, destinadas a los mataderos de Madrid. Como siempre, por inveterada costumbre que no abandonaba, llamó con palmadas escaleras arriba antes de llegar al primer piso, en el que vivían, para evitar cualquier espera frente a la puerta. Le enojaba que no se le abriese con prontitud. Después tiraba el sombrero donde le viniese a mano, besaba a su esposa y a su hija, haciendo con ellas algún comentario sobre lo que más le hubiese impresionado en la jornada, y a continuación se iba al diván de su despacho particular para tumbarse a lo largo mientras no le avisasen para la mesa, cosa que tampoco podía demorarse sin exponerse el servicio a su humor fácilmente excitable. Aquel día el comentario versó acerca del rendimiento de las reses enviadas:

-Hoy sí que hice un negocio excelente; casi cien pesetas de beneficio neto por res facturada. Una porrada de miles. De esta remesa os va a tocar algo, así que ya podéis pensar en lo que se le antoje a cada una.

Y se fue, como de costumbre, para reposar en su diván.

Ambas se miraron gozosas; Chelo un poco nerviosilla.

-Ya lo ves, hijita, regalo a la vista. Un poco gruñón, pero de corazón excelente. ¿Qué piensas pedirle?

Fue espontánea:

-No se me ocurre nada, mamá, pues nada especial necesito…, fuera de vuestro cariño! Lo cierto es que Dios, y de parte suya, papá, nos tiene dadas demasiada cosas…, en estos tiempo de postguerra, tan críticos!

La madre se asombró de oír a su Chelo aquellas frases, aquellas conformidades que no eran habituales en ella, que siempre fuera un tanto antojadiza.

-¿Y qué? ¿Qué ha podido ocurrir para que hoy te muestres tan sencilla? Es la primera vez que te oigo decir que tienes demasiadas cosas.

-Es cierto, mamá. Tenemos más riqueza de la que se necesita para vivir cómodamente, con respecto a nuestro entorno. Que no te sorprenda, pues no se trata de que me haya metido a limosnera y desee repartir nuestros bienes, pero es que voy conociendo que hay mucha gente que sin ser lo que se dice pobres tienen grandes necesidades que no pueden satisfacer. Te voy a contar un caso que se me ocurre ahora: -y procuró fingir espontaneidad en su revelación- Un chico, que le conozco desde el Instituto, Ernesto Queimadelos, aprobó hace poco la reválida del Bachillerato. Su padre es fontanero, y tiene una hermana lavandera. Ya ves, una familia muy humilde. Pues bien, este chico, que te advierto que es listísimo y muy serio, formalote, no puede hacer carrera porque non tienen medios para ello, así que anda desesperado buscando algún trabajo que le vaya bien. ¡Ah, y para colmo de desdichas su madre siempre ha sido débil, y su padre está enfermo del hígado, así que se ven envueltos en gastos que no pueden soportar.

Chelo se acordó de haberle oído decir a Ernesto el día anterior que su padre andaba griposo, así que decidió pasarle la gripe al hígado para dramatizar un poco su súplica.

-Bien, -repuso la madre; -me agrada que vayas reconociendo lo que debes a tus padres, y también lo que nosotros debemos a la suerte…; ¡a la suerte, y a los esfuerzos de tu padre! Lo que no veo claro es que…, ¿qué es lo que insinúas a propósito de ese chico? ¿O es que deseas hacerle un donativo? Me temo que vayas a quedar mal, porque la gente que no se considera de clase muy humilde, -ten en cuenta que el chico tiene estudios-, se ofende si se les socorre, aunque lo estén necesitando; sólo aceptarían regalos, y en tal sentido no se les puede dar nada…, porque no tenemos confianza!

-Es que no pensaba en donaciones…

-Cada vez te entiendo menos, hijita.

-Te lo diré todo, al completo, mamaíta: -Y prosiguió para sus adentros: -¿Todo? ¡No, sólo un poquito! –Te lo diré, sí, pero tienes que prometerme no enfadarte.

-Sí, te lo prometo; pero suelta pronto, que me estás intrigando.

-Este chico, Ernesto, me rogó que le pidiese a papá una plaza en sus oficinas, pero no me atrevo a hacerlo y quisiera que se lo dijeses tú. Le conozco muy bien y me consta que es competente, leal e inteligente. ¡No sabes que obra tan buena, y tan acertada, haríamos si papá lo emplease; en lo suyo, o en algo donde pueda influir! Estoy segura de que no nos defraudaría; de que se portará bien, y con eficacia.

Su madre la abrazó:

-Has hecho muy bien en decírmelo; y tienes razón en que somos demasiado ricos, y aunque papá gaste mucho en sueldos, acaso más de lo que se necesite, bien lo compensa la satisfacción de saber que empleamos el dinero, las ganancias, en favorecer familias que estaban en paro o en otras situaciones difíciles. Hoy mismo, le hablaré de ello, pero en la cama…, que es donde los hombres obedecen a las mujeres!

-¡Gracias, mamá; pero qué lista y que buena…; trataré de parecerme a ti! –Y Chelo abrazó a su madre con toda efusión. Le hubiese gustado decirle que Ernesto era su…, ¿su, qué? Pero aún no estaba segura de sí Ernesto era amigo o novio; en aquel juego petitorio cabía el riesgo de perder lo conseguido, la comprensión de su madre.

En el paseo del día siguiente ya le dijo a Ernesto que su padre había decidido colocarle en substitución de un oficinista al que dedicaría a controlar pesos y liquidaciones de los tratantes que compraban para ellos en las ferias. Queimadelos se sintió profundamente agradecido, pero a la vez sumido en un complejo de inferioridad frente a su protectora. La alegría de haber encontrado, por fin, una colocación, tan buscada y tan deseada, esfumó aquellos temores, y ambos lo celebraron paseando su dicha en agradable intimidad por el Parque de Rosalía.


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Laborando

Queimadelos se sentía optimista ante la proximidad de percibir un sueldo por primera vez; estaba gozoso de haberse colocado, pero a la vez un poco nervioso temiéndole al proceso de adaptación.

El jefe de la sección de Compras era afable con los empleados, y Queimadelos notó enseguida esta cualidad, sintiéndose más seguro de su optimismo. Le hizo algunas preguntas acerca de su formación y antecedentes, pero todas con corrección y diplomacia, convirtiendo su interrogatorio en una verdadera charla. Le preguntó principalmente si tenía nociones de contabilidad, de mecanografía, del manejo de ficheros, de estadísticas y de redacción comercial, en cuyas materias Queimadelos tuvo que confesarse algo ignorante pues ninguna de ellas le había sido precisas en su Bachillerato, únicos estudios que poseía. Pero no tuvo que torturarse pensando en la dificultad de desconocer todo aquello pues el jefe de Compras le propuso amablemente un medio para orientarse inicialmente.

-De momento llevarás los ficheros y anotaciones caligráficas, mientras no domines la máquina, así como el cálculo de las operaciones que sepas resolver; simultáneamente a todo esto se te dejarán horas libres para que aprendas contabilidad y mecanografía en una academia especializada, que aquí en Lugo, ahora, las hay en todas las esquinas. 

Como su admisión había sido un tanto marginal a la plantilla, sus servicios no apremiaban, quedándole amplias facultades para imponerse en los conocimientos esenciales de oficina; su colocación era de auténtico meritorio, aunque recibiese emolumentos de técnico, pero Queimadelos supo corresponder a las atenciones recibidas poniendo todo interés y esmero en cumplir el cometido que se le había asignado y en alcanzar la preparación adicional que precisaba para dominar su tarea.


Transporte de ganado

Aparte de la correspondiente contabilización de las operaciones realizadas, la sección de Compras cuidaba especialmente del engranaje de los servicios de adquisición confiados a delegados oriundos de la misma comarca en que actuaban, para facilitar así el conocimiento de las ganaderías locales; de estudiar las perspectivas de precios, cotejando los informes que proporcionaba la sección de Ventas relativos a mercados consumidores, tarifas, competencia y transportes, con los datos facilitados por los tratantes comarcales sobre oferta, competencia, calidad de las reses, abundancia de pastos o escasez de estos que influyese en la oferta futura, pérdida de peso en los traslados desde el lugar de origen al embarcadero más apropiado, etcétera; y también de adaptar las inversiones, calculando su empleo más lucrativo, a las disponibilidades que en cualquier momento pudiera presentar la sección de Ventas, habida cuenta de que los cobros aplazados no se realizarían hasta el vencimiento de los efectos correspondientes a menos de presentarlos al descuento en una entidad bancaria.

Todo esto correspondía a Compras desde el punto de vista económico-financiero; contablemente se limitaba a llevar los libros y registros legales, así como aquellos otros que permitiesen un claro y oportuno conocimiento de la situación mercantil de la empresa Rancaño.

Compras y Ventas, además de los informes recíprocos que se facilitaban, tenían un principal enlace en la cuenta y negociado de Caja, a cargo de un empleado de la más absoluta confianza, encargado de cobros y pagos, de las operaciones bancarias y de la emisión y recepción de documentos que justificasen los movimientos de efectivo. Aparte del arqueo diario que verificaba el cajero, los jefes de Compras y Ventas tenían la facultad de revisar las existencias en cualquier momento que creyesen oportuno, y obligatoriamente los días quince, o anterior laborable, y también al final de cada mes.

Al cabo de cada jornada, fundidas las contabilizaciones de la sección de Compras, de la de Ventas, así como las del departamento de Caja, y enlazadas por cuentas de orden las partidas que afectasen a diversos servicios, se procedía a confeccionar un resumen total, global, que sería vertido en los libros oficiales.

La estadística general de la empresa no precisaba unificación puesto que en cualquier momento que fuese deseable se cruzaban informes de una a otra sección, complementándose así los servicios de todas ellas.

A Queimadelos, a pesar de carecer de estudios técnicos, mercantiles, no le fue difícil hacerse cargo de la forma en que funcionaba, tan meticulosamente, la organización empresarial de don Porfirio Rancaño. Y acoplando, según procediese, los conocimiento contables que estaba adquiriendo en una academia con la práctica de las operaciones que veía reflejar diariamente en los libros, ficheros, y registros de la oficina, fue comprendiendo el engranaje de todo sistema financiero: El por qué se adeudaban las cuentas y el por qué se abonaban. La conexión que existía entre unas y otras y su posición frente a la empresa. Sus ventajas al ofrecer en síntesis fácilmente comprensible, y en cualquier momento, la verdadera situación de cada uno de los valores que formaban el patrimonio de don Porfirio. La aplicación de la estadística para establecer cálculos de probabilidad del negocio y orientarlo hacia el campo de actividades más lucrativas en proporción al desembolso y al trabajo que para ello se necesitase. La ordenación en signo a mayor productividad y menor esfuerzo del personal empleado en cada función; la especialización de este al procurar el conocimiento de ciertas normas de trabajo, que Queimadelos consideraba “trucos manuales” mientras no comprendió que todas eran pura ciencia, basada en la experiencia de todas las generaciones oficinísticas, cada una de las cuales había aportado su granito a la técnica de cada profesión.

Todo lo vio por un proceso de comprensión aritméticamente progresiva, en el que los avances sobre cada materia dependían de la observación de la forma en que trabajaban sus compañeros y jefes, del estudio complementario que el realizaba sobre los textos, y del mayor o menor grado de atención que pusiese en adaptar los conocimientos teóricos con la práctica de cada día.

Se dio cuenta, también, de que el capital, por sí solo, limitándose a servirse de él sin someterlo a reproducción, tendía a reducirse en consonancia con los gastos, a situarse en la posición de cero, de nada, en la que moría indefectiblemente por traspaso a nuevos poseedores. Y considerando todo esto, se dio cuenta de que la contabilidad, síntesis de la administración, no era ningún artificio creado por la comunión de conocimientos matemáticos, económicos, políticos y de la expresión escrita de las ideas, sino la aplicación de unas normas, de unos principios que brotan de la Naturaleza misma, que son innatos al hombre con sus propiedades de crecimiento, de conservación y/o deterioro.

Queimadelos se decía a sí mismo, meditando sobre los textos contables, muchos de ellos confusos por apartarse en sus explicaciones de la sencillez original, so pretexto de más fácil comprensibilidad: El hombre, mirándose introspectivamente, mirando las cosas de la creación que le rodean, comprendió que la vida necesita alimentarse de algo para sostenerse, para fructificar; incluso los seres inanimados, cualquier planta silvestre, por ejemplo, se nutre de la tierra, de la que no puede separarse sin peligro de perecer; la tierra se nutre del empobrecimiento de las rocas; las rocas se forman de la solidificación de los materiales pastosos y candentes del centro de nuestro planeta; e incluso esa materia ígnea nace de la voluntad del Creador, que permitió su existencia y su conservación. Lo único que no precisa sostenerse de nada es Dios porque en sí mismo se hallan todos los principios de cuanto existe o pueda existir. Todo, pues, necesita de cuidados para no desaparecer; y ya tengo el fundamento del capital: capital es aquello que tiene existencia, que tiene utilidad fija o relativa y que pertenece a alguien; luego, si pertenece a alguien, ese propietario es quien tiene que cuidarle para su conservación; pero no sólo conservarle, sino hacerlo reproducirse puesto que la reproducción es una de las leyes naturales más fundamentales, y también voluntad del Creador, expresada por Jesucristo en la maravillosa parábola del premio que recibe quien no sólo conserva sino que multiplica los talentos que le han sido encomendados para su administración. De este modo se deduce claramente la necesidad, ¡y el deber!, de administrar adecuadamente los “talentos” (valores de cualquier índole) que nos hayan caído en suerte. La administración también nos la enseña la Naturaleza misma: todo necesita de elementos favorables para su conservación; toda reproducción implica el concurso de diversas facilidades y de diversas situaciones; todo, para multiplicarse, necesita sufrir algunas variaciones en sus materias constitutivas. La administración de un capital no es otra cosa que proporcionarle los medios oportunos de conservación, de reproducción y de multiplicación siempre que ello sea propiedad del valor administrado.

Otra enseñanza que recibió de su empleo fue la comprensión de los fines que realiza toda empresa, todo comerciante individual y toda compañía mercantil o industrial. En primer término, con apariencia de dominarlo todo, de ser único motivo de acción, el lucro de los propietarios, la multiplicación de su capital; el propietario no suele pensar más que en su conveniencia al idear la explotación de cualquier negocio, pero de él se derivan múltiples beneficios, y a veces también inconvenientes, que repercuten en la sociedad. Después del propietario, o incluso más ampliamente que éste, siempre que concurran especiales circunstancias, se beneficia el trabajador, quien a cambio de su esfuerzo, manual o intelectual, consigue obtener un sueldo que le permite satisfacer sus necesidades naturales, y aún aquellas otras que le impongan los convencionalismos de su clase social, así como las de los familiares que de él dependan. Se benefician en último lugar, de un modo más superficial y genérico, pero se benefician, todos aquellos a quienes llega, directa o indirectamente, la influencia del progreso industrial, la competencia mercantil, el mejoramiento de la producción; en una palabra, el bienestar social que se amasa con la colaboración activa y fructífera de todo el género humano.
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Hacía meses que Queimadelos trabajaba en las oficinas de Rancaño; pero sus amores con Chelo continuaron siendo desconocidos para toda la familia de ella, hasta que un día se cruzaron con Porfirio Rancaño en la puerta del Círculo de las Artes; era la segunda vez que veía a su hija acompañada de Queimadelos y le escamó tanto que en días sucesivos procuró averiguar todos los antecedentes de su empleado y de las relaciones que mantenía con su hija. Una mañana, antes de bajar a las oficinas, le mandó a Chelo, con imperio, que pasase a su despacho particular, y ésta entró en él temerosa de haber incurrido en las iras de su padre, no frecuentes pero intensas cada vez que se malhumoraba:

-¡Hola, papá! ¿Me querías algo? –Le dijo con un tono de voz vacilante, que pretendía ser tierna y amable pero sin apenas conseguirlo.

El utilizó un equívoco basado en las palabras de su hija:

-¡Claro que te quiero, tontuela, y precisamente por eso me preocupo de tus cosas! Vamos a ver; ¿me prometes decir la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad, en lo que te pregunte?

-Sí, papá; claro que te lo prometo, como siempre! Anda, dime pronto lo que sea, que estoy en ascuas; ¿es que me porté mal en algo?

Rancaño hizo caso omiso de la pregunta de su hija e inició su interrogatorio:

-A Queimadelos le conoces del Instituto, ¿no?

Ella afirmó temblorosa, con un gesto, temiendo que la regañina fuese directamente por sus relaciones.

Rancaño continuó:

-Si le conoces desde entonces, sabrás todos los pormenores de su vida; cuéntamelos!

-No sé a qué viene esto, ni por qué me lo preguntas, pero te prometí decir la verdad y lo haré: es un buen chico, ¡como pocos! Y muy estudioso. Que es trabajador ya lo sabes tú, tú mismo, por la oficina. En el Instituto destacaba por su amabilidad, corrección y aprovechamiento; tenía fama por ganarse matrícula en todos los cursos. Su padre es fontanero, y su hermana, una lavandera, de esas que bajan a la Chanca. De familia más bien pobre, que por ello, nada más aprobar la reválida, buscó trabajo. Yo le conocía, y simpatizábamos; por ello me dio lástima, así que rogué a mamá que te pidiese su colocación. Eso es todo.

Rancaño observó cómo su hija, al contestarle, bajaba la cabeza, ruborosa, temiendo que su expresión dijese más aún que sus palabras.

-No, no es todo. Me falta precisamente lo que más nos interesa: Sois novios, ¿verdad?

Chelo, tímida, no le contestó.

-Sé que lo sois, que os lo he leído en la cara, y no me agrada que me lo ocultes. Pero esto no puede seguir adelante sin dejar bien sentada esta consideración: tú sabes que es pobre, que no puede compararse nuestra posición con la suya.

-Lo sé, papá. –Admitió ella, con los nervios ya excitados.

-Bien; puesto que lo reconoces, me vas a contestar sincera y definitivamente, pero antes te doy unos minutos para pensarlo: sabiendo que ese chico, ese…, ese novio, es de familia humilde, ¿te arrepentirías algún día de haberte casado con él?

Salía Rancaño para dejar sola a su hija mientras reflexionaba en la postura que debía adoptar, pero ella le detuvo cogiéndole afectuosamente del brazo.

-Papá, no me hace falta pensarlo; lo tengo decidido: le quiero, y mucho, tal y como es; además tengo la percepción de que en mi persona ve su complemento en lo personal, que no en el patrimonio. Su egoísmo está en mi persona, en la reciprocidad de nuestro afecto…

La interrumpió:

Tú lo has querido así, y esperemos que en esta ocasión no seas tan veleidosa como lo has sido en tus estudios… ¡Ya sabes a qué me refiero, pues mi ilusión era que estudiases Veterinaria…! Luego no culpes a nadie. Queimadelos es tu novio, ¡y por mí, aceptado! Lo que deseo es que siga mereciéndote; y también que no se prolongue vuestra relación, pues, por lo que veo en nuestro entorno, los noviazgos prolongados son tan inseguros como los breves! Ya estudiaremos cuando sea oportuno que os caséis…, que en eso alguna responsabilidad también tenemos los padres. ¿Sí, o no?

Se abrazaron con afecto compartido. ¡El pacto quedó sellado con aquel abrazo!
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JUVENTUD BANCARIA
-II-
Xosé María Gómez Vilabella






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