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Alternativas
De día en día
Queimadelos fue mejorando la estima en que se tenían sus servicios, y también
la simpatía –primero- y cariño –más tarde- con que se le acogía en la familia
de los Rancaño. Su laboriosidad, su interés por superarse y por ser útil a la
empresa le granjearon la absoluta confianza y estima de su jefe, pero también
el celo de sus compañeros al observar que les ganaba terreno, y así se
originaron algunas discusiones en las que fue acusado de adulador, de hipócrita
y de mal compañero, defendiéndose con razones de este tipo:
-No obraría
noblemente si adulase a mis superiores, o si anduviese con enredos y chismes;
mas nada de esto ocurre puesto que si me dan atenciones es porque hago los
medios de merecerlas poniendo interés en los asuntos que se me encomiendan. ¿Qué
tenéis, pues, que objetar?
En toda agrupación
siempre existe algún individuo que sea la fruta dañada y dañina de la cosecha;
allí también habría alguien que gustase de apurar las discusiones:
-Bueno,
Queimadelos, no nos vengas con historias, que la hija del jefe no se camela con
modales de ángel; ¡le gusta la juerga y el trapío; vaya si le gustan!; así que
no nos cuelan tus confesiones! El caso es que supiste jugar la partida, y si lo
hiciste limpio, eso ya no nos consta.
Queimadelos optaba
por callar, aunque le quedasen alegaciones, porque comprendía que las
enemistades entre compañeros de trabajo son algo horrible al verse diariamente
las personas enojadas, y que de estos enfados no resulta más que nerviosismo,
despego por el trabajo, desconexión en los servicios de la empresa y, muy
especialmente, recelo para los clientes de entidades que necesitan
constantemente la confianza del público –banca, seguros, agencias de negocios,
etcétera-, quienes, al observar discordias interiores, piensan mal de la disciplina
y de la formalidad de la empresa cuyos servicios utilizan.
El jefe de
Compras, ya entrado en años, delicado, y dueño de algunos ahorros y de una
propiedad en una aldea próxima a Lugo, decidió retirarse al caserío para vivir
en reposo los años que le faltasen de existencia. No tenía hijos, y en la aldea
contaba con familiares próximos a los que confiar su ancianidad. Queimadelos
pasó a sustituirle.
Al principio no le
satisfacía su cometido, principalmente por lo que respectaba al trato con los
compradores delegados, gente ruda, embrutecidas por su continuo bregar con las
reses, y maleados por haberse apropiado a lo largo de sus andanzas del receloso
tratar de los campesinos; lo animó más que nada, aparte de su amor propio por
lucirse ante Chelo en una categoría superior, el aliciente de los continuos
viajes de entregas, recogiendo ganado en los puntos más dispares de las
carreteras de la provincia, a los que concurría en las ocasiones de
confidenciar nuevas normas a los delegados o de hacer pagos importantes en las
localidades donde no existiese corresponsalía bancaria.
El nuevo jefe de
Compras de Rancaño pronto se hizo popular en los medios ganaderos por la
sagacidad que empleaba con los delegados, a los que traía intrigados con su
política de contraórdenes desconcertantes para el campesino e incluso para los
compradores rivales. Le motejaron de reviravoltas por sus cambios de posición
respecto a precios y condiciones, inexplicables para aquella gente que no
reconocía otro plan financiero que la estabilidad de cotizaciones y los
beneficios obtenidos por fraudes en el peso estimado, por el machacante
regatear con los labriegos y, claro está, el rendimiento que le proporcionase a
Rancaño la diferencia de tarifas entre el precio que les pagaba y el que
obtuviese en sus remesas.
Reviravoltas para
los ganaderos era el novio de la hija del amo, un chico demasiado joven y
demasiado fino para meterse en negocio de reses, un inexperto que no sabía
decidirse por una pauta mercantil para seguirla después con fidelidad
religiosa. De él se decían:
-Somos (y hablaban
así con toda propiedad) los compradores más fuertes de la provincia, y también,
al tener un mismo amo para muchos, los más unidos. Cuando comunican baja de
precios compramos barato porque la competencia se guía por nosotros al
interesarle la diferencia, lo cual está claro; pero lo que no tiene razón es
que al subir nosotros también lo hagan otros ganaderos. ¿A qué vendrá esta
tirantez, esta competencia alocada, si con ser los más unidos y adinerados ya
manejábamos una parte considerable del negocio?
A juicio delos
compradores delegados bien absurda era la administración de Queimadelos; pero
desconocían que bajo aquellas especulaciones se realizaba un plan medio
diabólico pero muy transcendente para la conversión de la empresa Rancaño en
monopolizadora de las transacciones ganaderas locales.
A Rancaño no fue
fácil convencerle de que el plan mercantil de su encargado de compras, en el
mercado que a él le interesaba, daría óptimos resultados; y lo decidió un ruego
de su hija, amante de la aventura, creyente y ansiosa de la fácil ganancia que
predecía Ernesto, pidiéndole dejase cierta libertad de acción a Queimadelos ya
que este se comprometía al buen fin de sus propósitos. Perder unos cuantos miles
no representaba gran cosa para el patrimonio Rancaño; los perdió, en efecto, a
veces, pero fueron compensados con las diferencias que producían los
inesperados bajones que ordenaba Ernesto a sus delegados.
A los pocos meses
de vigencia de aquella política de compras la empresa ganadera Porfirio Rancaño
había conseguido sacudirse la competencia de pequeños tratantes en varias
comarcas de la provincia, y en algunas otras se producían síntomas de
relajamiento en agrupaciones ganaderas de escaso capital, que si bien no
amenazaban desaparecer, por lo menos se les había colocado en difícil situación
de competir con la firma Rancaño en los mercados de absorción.
Esta fue la
primera parte del plan de Queimadelos. Los compradores mediocres se habían
retirado en mayoría al no poder soportar las alzas que el provocaba en el
mercado con frecuencia acelerada; y los que seguían pegados a su profesión
corrían el riesgo inminente de arruinarse en cualquier baja de cotización de
venta que les cogiese con existencias de ganado superiores a sus posibilidades
de alimentación o de inmovilidad de capital, puesto que el mercado se abastecía
con reses de Rancaño vendidas por debajo del margen de compra y gastos.
A su proyecto
audaz y egoísta sumó, en segunda parte, la ética que corresponde a un
negociante ilustrado y religioso, capaz de distinguir hasta donde llegan los
fueros mercantiles y en donde empiezan las obligaciones morales del comercio: rehusó
la admisión de empleados de la calle y dio toda clase de facilidades para que
se sumasen a la empresa aquellos tratantes que estaban en peligro de quebrar,
impotentes ante los manejos de la casa Rancaño. Así que en realidad su obra
consistió en cerrar la gestión privada de pequeños capitalistas y abrirles las
puertas de su empresa, admitiéndoles como compradores suyos a condición de que
invirtiesen su dinero en acciones de Rancaño, siempre que lo tuviesen,
depositando los títulos en el negocio como garantía de su labor, aunque en
realidad lo estuviesen para evitar futuras desviaciones de aquel capital.
Una vez dado el
gran paso de disminución de la competencia concentró su atención en reformar el
sistema mercantil de la empresa y en dar facilidades y mejoras económicas a los
empleados de la oficina y también a los delegados rurales.
Deza, a propuesta
de Queimadelos, sustituyó al jefe de la sección de Ventas por traslado de este
para la delegación de la zona catalana, en la que contaban con importantes
distribuidores. Aceptó con sumo grado aquel empleo, liberatorio, por su
excelente remuneración, de las complicaciones que le proporcionaban sus
pequeñas finanzas por inexistencia de normas regulares que las hiciesen llegar
a buen fin.
Entre el jefe de
Ventas y el de Compras existía un cierto paralelismo profesional, con márgenes
no siempre bien definidos, que con los antiguos titulares habían ocasionado
serias disconformidades de influencia. La casa Rancaño no se regía por
reglamentación interna alguna, basándose la serie de derechos y deberes de los
trabajadores en el recuerdo de las manifestaciones verbales del patrono, no
siempre claras y precisas, ya que a don Porfirio Rancaño, dueño de cuantiosa
fortuna, no le apremiaba una organización minuciosa de su negocio. Mas Deza y
Queimadelos, considerando que mercantilmente son insuficientes las reglas de
cualquier armonía amigable para evitar digresiones que puedan repercutir en el
feliz desarrollo de la empresa, presentaron a don Porfirio unas Bases de
Gestión y de Personal, comprensivas, entre otros apartados, de las atribuciones
de cada uno de los jefes de sección de la oficina central, de los delegados
regionales de ventas, de los compradores comarcales, y del personal
administrativo. Rancaño, receloso como siempre ante cualquier innovación de su
negocio, vaciló en darles su aprobación, pero, una vez convencido de la
oportunidad de la propuesta, se alegró de haber depositado su confianza en dos
hombres capaces de imprimir una mayor productividad a su empresa,
despersonalizándola al dotarla de un excelente engranaje entre los diversos
servicios y funciones de la casa.
Queimadelos,
particularmente, aún propuso más: que se le proporcionase capital para
establecer una pequeña fábrica de embutidos, conservas y otros derivados del
sacrificio de ganado vacuno y de cerda, a condición de que el sólo percibiría
los beneficios que se produjesen, destinando un elevado porcentaje de los
mismos para reintegrarle a Rancaño su desembolso original. La finalidad de esta
empresa sería que Queimadelos fuese en pocos años propietario de la tal
fábrica, constituyéndose en capital respetable para aportar al matrimonio una
dote que no desmereciese demasiado del patrimonio de su futura; siéndole
aceptada esta injerencia por su empeño en realizarla, pero no por agrado de la
familia Rancaño, quienes abogaban por un próximo enlace, ofreciendo a Ernesto,
para suplir el proyecto de la fábrica, darles a él y a la hija un capital
idéntico (a él, contablemente, como gratificación por servicios especiales
prestados a la firma), y que lo invirtiesen en cualquier actividad productiva,
incluso fuera del círculo tradicional en la familia de negociación con reses.
En esto estaban al
sucederse episodios imprevistos; mas no en el negocio, donde todo marchaba con
ritmo acelerado de prosperidad.
Chelo Rancaño era
joven, demasiado joven para que perdurase en su mente la idea de que son
incomparables la laboriosidad e ingenio de ciertas personas con la arrogancia,
galantería y abolengo de otras. Esto presionaba bastante, y su complemento lo
halló en el medio social frecuentado: exceso de vitalidad mal dirigida,
abundancia de dinero para permitirse cualquier capricho, formación incompleta y
libre, amparada por los postulados de la nueva libertad juvenil.
Queimadelos había
traspasado, demasiado bruscamente, su período de juventud, ignorante de las
diversiones y de las actividades que le son inherentes aún en su forma más
metódica, para abismarse en circunstancias propias de la madurez, en abnegada
concentración hacia las finanzas, hacia todo lo que fuese práctico, productivo
y durable.
El paralelismo se
inició cuando Ernesto empezaba a comprender la paz interior que da el trabajo,
el provecho material de este, y su imprescindibilidad para hacer frente a las
necesidades del individuo; cuando se impuso en el conocimiento de que trabajar
honradamente en la profesión de cada uno no es más que cumplir una ley de Dios,
al propio tiempo que se beneficia el actuante, la patria y el orbe en general.
Los dos llegaron a profesar verdadero fanatismo por su inclinación respectiva,
y esta divergencia, acentuándose paulatinamente, los llevó al rompimiento
inevitable.
Ocurrió una noche
de febrero. En el Círculo de las Artes se celebraba el tradicional baile de
disfraces, en conmemoración carnavalesca. Chelo había decidido asistir, y como
quiera que Ernesto, acercándose ya la hora, no acababa de llegar para ir a la
fiesta, ella bajó a las oficinas:
-Oye, ¿es que no
se te ocurre pensar que te estaba esperando? Ya es tarde, y no quiero que
seamos los últimos en llegar; ya sabes que estreno, y cuando más se fija la
gente es al entrar, en los saludos.
-Sí, querida; lo
sé. Pensaba subir ahora mismo; mejor dicho, hace un instante, pero se presentó
una diferencia en balance, y como es fin de mes no debe quedar descuadrado; tal
vez aparezca pronto porque debe estar en las comisiones de los delegados,
últimos documentos que se registraron, y como este mes tiene pocos días no hubo
tiempo de hacerlo con orden. Vete subiendo, que ya voy enseguida.
Latía el deseo de
enfadarse, así que Chelo no quiso, o no supo, desaprovechar la oportunidad:
-¡Que te crees tú
eso! A mí no se me hacer esperar como a un paleto que venga a cobrar unos
terneros… Si prefieres los papelotes a tu novia, quédate con ellos, que a mí no
me faltará quien me acompañe en el baile.
Y no bien hubo
terminado de hablar cogió el teléfono para llamar a Ferreiro, un chico con el
que antaño había salido algunas veces, precisamente al que más temía
Queimadelos como rival por constarle que Chelo lo mentaba con harta frecuencia;
le preguntó si iba al Círculo, y el tal Ferreiro, viendo la oportunidad que se
le presentaba de proseguir su flirteo, no vaciló en contestar afirmativamente,
pidiéndole a Chelo que le reservase algún baile.
Queimadelos
escuchaba desconcertado la conferencia de su prometida; su faz estaba gris y
ceñuda. Tan pronto colgó ella el auricular la miró frente a frente, con un
gesto retador, con intenciones de abofetearla; pero se dio cuenta de que era
una infamia maltratar a una mujer, así que se limitó a decirle:
-Chelo, no está
bien lo que hiciste; pero yo te prometo olvidarlo desde este instante. Hazte
cargo de que tu padre me tiene encomendados unos intereses que son precisamente
los que permiten que tú estrenes hoy, ¡y tantos otros días! Mi deber es que
esos intereses aparezcan claros cuando tu padre coja el balance, signo evidente
de mi fidelidad y de la de todos los que aquí trabajan. Si me quedé solo con
esta tarea es porque me incumben estas operaciones para evitar que los demás
empleados se enteren de ciertas cosas cuya divulgación pudiera favorecer la
competencia de los otros ganaderos.
Pero ella
sintiéndose en la cúspide de la empresa familiar:
-¡Cuento y más
cuento! ¡Eso es lo que tienes tú! Simular un celo extraordinario por los
asuntos de la casa, que ignoro si realmente existe, pero en el cual yo no creo.
¡Que procedimiento más infalible para camelarse a la familia, y luego te
importan un comino mis cosas, mis ilusiones! Si te importase el negocio porque
es nuestro, también yo te importaría, y me dedicarías más atención; pero sólo
te importa por ti mismo, por tu beneficio, por…
Queimadelos no
pudo contenerse por más tiempo:
-¡Calla, por favor
te lo pido! Estás diciendo necedades que contradicen la honradez de mis actos,
pero éstos ya te lo demostrarán cuando pienses en ellos sin ofuscaciones.
Se lo dijo
presionándola ligeramente en un brazo.
-¡Suéltame,
hipócrita redomado, chupatintas! –Se enfureció ella.
Queimadelos,
soltándola:
-Aquí te dejo para
que medites a solas en lo que acabas de injuriarme, y puedes quedarte así todo
el tiempo que desees porque mi presencia te estorbará escasos minutos.
Pero ella se
marchó presurosa, escaleras arriba.
Queimadelos buscó
afanosamente la diferencia del balance, y una vez que la hubo localizado y
corregido, se puso a mecanografiar unas líneas en las que le decía a don
Porfirio Rancaño que había tenido una pequeña discusión con Chelo, y que, sin
perjuicio del agradecimiento que conservaría siempre por haberle proporcionado
aquel trabajo, y otras muchas atenciones y confianzas recibidas, le presentaba
la dimisión irrevocable en su empleo. Retiró de la máquina la cuartilla
mecanografiada con un nerviosismo que la hacía vibrar en sus manos y, junto a
las llaves de la oficina, la cerró en un sobre; llamó con el timbre del
servicio y entregó el sobre y las llaves a la muchacha que acudió a su llamada.
Ya desde la calle
se volvió para mirar la puerta de las oficinas de Rancaño, en ademán de
despedida, y no alzó los ojos por miedo a divisar a alguien en las ventanillas
del piso, que pudiera llamarle. Murmuró quedamente:
-Por ella me
dieron lo que no esperaba, y por ella lo dejo. Don Porfirio no podrá recordarme
con enojo ya que siempre cumplí con mi deber. Buen escarmiento me llevo; como
para fiarme jamás de una mujer egocéntrica y caprichosa.
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Reemprendiendo
En casa de
Queimadelos tardaron en saber lo ocurrido pues Ernesto, al día siguiente,
primero de marzo, se marchó para Coruña con el pretexto de tener que pasar allí
unos días para hacer unas gestiones de la empresa Rancaño. En realidad lo que
pretendía con este viaje era borrar de su mente el recuerdo atormentado del
rompimiento de sus relaciones y de su dimisión, así como buscar algún trabajo
productivo lejos de la mujer que amó inútilmente, y de la empresa que hubo de
abandonar porque su amor propio no le permitía exponerse a que después de la
rotura de sus relaciones con la hija del patrono éste pudiera considerarle como
un aprovechado que se había elevado en parte por su noviazgo y que continuaba
disfrutando su posición una vez roto aquel.
Deza se mostró
vacilante en aconsejar a su amigo y compañero, que le llamó ya desde la
herculina. Su mentalidad misógina le hacía invulnerable a los problemas
amorosos, y por tanto no daba a éstos más que una importancia relativa,
considerando que la atracción de dos sexos nunca puede ser tal que suponga
otros trastornos el rompimiento de unas relaciones; creía más bien que sólo era
de lamentar el enamoramiento, y que todo lo que ocurriese posteriormente era
una consecuencia de aquél sin valor propio, puesto que el acto fundamental y
fatídico lo constituía el iniciamiento de las relaciones.
Para Deza era un
disparate enojarse por una ofensa de mujer, y, por consiguiente, otro aún mayor
alejarse de ella, pero consideraba que era de honor renunciar a los privilegios
obtenidos por un noviazgo que tocaba a su fin. Por otra parte le asustaba el
provenir de Queimadelos al dejar la empresa Rancaño pues necesitaría buscar
nuevo empleo y empezar a ganar categorías, en lo que perdería varios años para
ponerse a una altura similar, remunerativamente, de la ocupación que dejaba.
Le envió a
Queimadelos una carta de presentación para un amigo suyo de Coruña, establecido
con una agencia marítima; en la carta más se recomendaba que se presentaba,
pero no cabe llamarle de recomendación porque las cartas de esta índole han
dejado de surtir el oportuno efecto al tornarse impopulares por su abundancia,
pasando a ser simples presentaciones que sólo dan una referencia de conducta a
favor de aquel que espera ser seleccionado para cualquier cometido.
Queimadelos se
hospedó en el hotel Palmeiro, un figón con trazas de taberna barriobajera, que
de confortable alojamiento no tenía más que el rótulo de “Hotel”, pero
económico, y esto es lo que le interesaba pues quería que sus ahorros le
permitiesen subsistir indefinidamente, hasta que encontrase un trabajo
satisfactorio, al propio tiempo que pasaba a sus padres la acostumbrada
aportación mensual.
El día que llegó a
la herculina, y también el siguiente, no salió del hotel; se le fueron las
horas en ordenar un poco su equipaje y en meditar profundamente acerca del paso
que terminaba de dar; final de una etapa y principio de otra; desengaño amoroso
y vacío en un corazón sentimental y noble, que no sabía vivir sin darse plenamente
a aquellos en quien cifrase su simpatía; derrumbamiento de una situación
económica de amplias perspectivas, para levantar en sus ruinas un conjunto de
esperanzas nebulosas e inciertas.
No tenía otro
aliciente para conformarse que su fe en la Providencia, y las posibilidades de
la carta recomendatoria del Deza; en cambio le atormentaba imaginarse el
desencanto de su familia cuando se enterasen de que había perdido una
colocación sumamente productiva, así como el malogre de un matrimonio de plena conveniencia,
y también el regresar a Lugo si no conseguía emplearse, o en vacaciones, sin
ostentar una categoría social y una situación económica que pudiera semejarse a
la de la familia Rancaño.
Al tercer día fue
hasta la playa. Era la primera vez que veía el mar, y el impresionante
espectáculo de la líquida llanura, el misterio nebuloso del horizonte lejano e
impreciso, el jugueteo de las olas en la arena, absorbió toda su atención. No
le extrañaba la visión porque se la había imaginado en mil ocasiones, pero si
le resultaba más grandiosa en su presencia y realismo. Mediando en esto
comprendió el porqué de la gesticulación al hablar cuando no hay palabras o
cuando no se domina el léxico para decir infinidad de cosas representativas de
ideas profundas o de maravillas de la creación; pero no siempre basta la
gesticulación ya que, por mucho que se abran los brazos no es posible expresar
la inmensidad del mar, ni por mucho desencajar los ojos se exterioriza la
sensación de impenetrabilidad, de recato, de ocultación de lejanías, que se
percibe al mirar fijamente un horizonte marino, al intentar descubrir el más
allá a unas líneas borrosas que figuran un apretado besarse del cielo y la
tierra.
Queimadelos bordeó
la milenaria torre de Hércules y unos metros más allá se sentó en un pedrusco
acariciado suavemente por el vaivén de la última ola; el agua mordía la suela
de sus zapatos trayendo y llevándose una aureola de posos con la que los ceñía
en variable zócalo; unos metros mar adentro avanzadillas de agua iban
elevándose, elevándose, hasta formar una barrera que amenazaba dominar las
arenas de la playa, que parecía envolverlo todo, y cuando más perfilada era su
cúspide, empezando por un extremo –el más vulnerable- se deshacía en
espumarajos de impotencia, de rabia incontenible, al verse abandonada de la
fuerzas que la incitaban en su avance. Queimadelos se creyó ante una lección
práctica de filosofía en el aula de la Naturaleza: la última ola, la agonizante,
la que evolucionaba pegada al suelo, del propio fango de su composición ceñía a
sus pies una diadema de arenas y de pompas; se la ceñía porque estaba sentado
en su campo de acción, en una roca firme a la lucha constante del mar, a sus
cambios de situación, a su babilonia de deseos, y porque era más fuerte que el
impulso de aquellas olas periféricas. Un poco más adentro, más hacia lo
infinito, un golpe de agua pretendía encumbrarse, pero se desintegraba porque
su impulso era finito, vacilante, débil para tamaña empresa; mas no por su
fracaso quedaba el mar en calma pues detrás venían nuevas generaciones, que es
lo mismo que decir un nuevo oleaje dispuesto a recuperar todo lo perdido, a
superar aquello o aquellos que se sentían decadentes. Más lejos ya apenas se
percibía un suave rizo de la superficie, una serie de sustituciones que
empezaban a acunarse, a ensayar el ritmo de las grandezas pasajeras.
Traduciendo de la
Naturaleza, que es la escuela de la ilustración porque es la obra perfecta del
Gran Autor, Queimadelos vio y evocó algunos casos que él conocía, de familias
que se levantaban de la nada en uno de sus vástagos, que en sus hijos
amenazaban imperar, pero que en los nietos se deshacían ruidosamente como las
olas quebradas, que en nuevas generaciones iban besar la tierra –avanzadillas
del mar de la vida- para retornar luego mar adentro en espera de oportunidad
para salir a la superficie e iniciar un nuevo avance. Tenía la certeza de que
en él había de obrarse un engrandecimiento de su apellido, lo presentía
fanáticamente; pero, razonándolo, comprendía también que su grandeza había de
medirse por el esfuerzo que le costase, y por la iniciativa que pusiese en su
obrar; recordaba que las últimas generaciones de antepasados suyos habían sido
relativamente pobres, y en él era presumible que se lograse cierta resaca; si
no toda la recuperación, al menos una parte, y el resto quedaría para su
descendencia. Bueno, esto de la descendencia no lo veía muy claro una vez
fallidas sus relaciones con Chelo Rancaño pues no deseaba volver a las lides
amorosas, problema que consideraba el más complejo de todos los tiempos. Había
leído en alguna parte –lo de menos era el texto y el autor, lo que más el fruto
de las obras puesto que, de publicadas, pasan, salen, del autor y pasan al
lector- que para el hombre, rey de la creación, máquina capaz de encauzar el
trabajo al mejor fin, no existen dificultades absolutas sino escollos más o
menos frágiles a su fuerza y a su talento, que siempre resultan vencibles, sea
por una generación o por varias. Se decía, pensativo frente al mar
aleccionador:
“Yo, como todo el
mundo, como las olas lejanas, tengo posibilidades de triunfo, de ser lo que
quiera dentro de las limitaciones humanas y circunstanciales, dentro del campo
de la vida. Para ello necesito dos cosas: saber prepararme y saber actuar; y
antes que eso, o al mismo tiempo, encauzar mis actividades a un fin concreto,
pero sin pretender abarcarlo todo, porque a los lados del camino hay rocas y
abrojos que desde el centro no puedo vislumbrar para esquivarlos. Es bien poco
lo que debo hacer, pero muy delicado porque no me conozco a mí mismo lo
suficiente, ni sé que obstáculos habrá a lo largo de cada uno de los caminos a
seguir; si me conociese bien, si supiese qué actividad me iría mejor, si
conociese los caminos de la vida, con sólo especializarme adecuadamente y
actuar con oportunidad, todo estaría resuelto”.
Pasó varias horas
en sus reflexiones, hasta que la caída del crepúsculo fue emborronando el
horizonte y los destellos del faro de Hércules empezaron a dibujar corbatas
fugaces de luz en la neblina tibia, que se extendió suavemente al ponerse el
sol.
Regresó despacio
al hotel Palmeiro, sin apetencias de llegar, sin acordarse de que faltaba poco
para la hora de la cena. Y cual si ojease los folios de un catálogo de
productos universales, con avidez de poseerlo todo, fue repasando los
escaparates del trayecto que tenía que recorrer. Aquellas manufacturas
variadas, tentadoras en su mayor parte para la generalidad de los transeúntes
que las mirasen, también le hablaban a Queimadelos del poder satisfactorio de
la moneda, de sus fines insustituibles para todo país civilizado al permitir y
posibilitar la posesión de aquello que se desea o se necesita. Veía en los
artículos expuestos el fruto de la humanidad productora, la recompensa del
trabajo, la creciente globalización del comercio, y la confortabilidad obtenida
de la transformación de unos cuantos bienes naturales regalados por el Creador
a la criatura. ¡Cuánto deseó ser rico en aquellos instantes! Si lo fuese
compraría infinidad de cosas: compraría una finca en Lugo, un coche igual al
que se exhibía en una casa distribuidora de la avenida de Alfonso Molina;
adquiriría, en definitiva, todas las baratijas útiles o pintorescas que se ofrecían
a su contemplación, pero antes de esto montaría una empresa ganadera,
competidora de Rancaño, organizada de forma tal que el trust de la familia de
Chelo se viniese abajo en pocos meses. ¡Ay si tuviese dinero!, ya estudiaría la
forma de hundir la casa Rancaño para obligarles a solicitar alianza, a mendigar
su favor si no querían hundirse en la miseria. Quedaba en su corazón un cierto
odio hacia Chelo, motivado por la ruptura de sus relaciones, y en aquellos
instantes ni se le ocurría considerar que sus pensamientos detentaban contra el
mandamiento “Amarás a tu prójimo…”
Cuando llegó al
hotel ya estaban de sobremesa los otro huéspedes; los de costumbre y otros más,
un chico de unos veinte años, casi de la misma edad de Ernesto. Queimadelos,
abstraído en sus preocupaciones, ni se fijó en el nuevo huésped; pero éste se
le acercó nada más verle entrar.
-Perdona si me
confundo, pero me parece haberte visto en Santiago, en los exámenes de reválida
de hace dos años.
Queimadelos
levantó la vista y miró fijamente a su interlocutor.
-¡Claro, hombre;
si nos examinamos juntos! Además tu ibas con Antonio Sánchez, que es muy amigo
mío.
-Exacto. Pues me
alegro de encontrarte nuevamente.
Y se estrecharon
la mano con efusividad, como si fuesen dos amigos de siempre que celebrasen un
gran acontecimiento.
Aquella misma
noche cambiaron impresiones acerca de los motivos de su estancia en Coruña.
Queimadelos esbozó el desgraciado final de sus relaciones con Chelo Rancaño,
motivo de su paro moralmente obligatorio. Mauro Aldegunde, -el otro joven-,
confidenció que iniciara en Santiago la carrera de Filosofía y Letras, pero que
desde los primeros meses empezara a esquinarse con algunos profesores porque le
resultaban inadmisibles ciertas teorías, y sus controversias con ellos
desmoralizaban la clase; era un verdadero renegado de la ciencia tradicional y
tradicionalista, del saber arcaico, y no admitía más principios ni más causas,
más doctrinas ni más consecuencias, que las motivadas por el interés particular
del sujeto. Su tesis favorita era que “buscando los fines que convengan al
individuo, y buscándolos todo el mundo –para lo cual es necesaria una
preparación universal adecuada- se contrarrestan las conveniencias particulares
con sólo apoyar legislativamente al débil, y así la Humanidad vivirá más
animada porque cada componente laborará exclusivamente para sí, egoístamente, y
este egoísmo personal se trocará en superación y en bienestar general
perfectos”.
Claro está que al
idealizar esta tesis los demás sistemas y conocimientos que formasen
contraposición eran considerados por Aldegunde como necedades indignas de
tenerse en cuenta, como lecciones perdidas que privaban, entretanto, de
estudiar otras, y por consiguiente, crimen universitario de lesa cultura.
Abrumado de faltas de orden y de polémicas inacabables en las que era tratado,
por profesores y compañeros controversistas, como fatuo charlatán, decidió
plantar aquellos estudios y residenciarse en Coruña, donde estudiaba Comercio,
Peritaje Mercantil, por libre para avanzar cursos, y a estos efectos acudía a
la Academia de Daniel Melón, famosa entonces. Metido en estudios de auténtica e
inmediata practicidad, dejó de soñar con aquellas teorías pseudo filosóficas,
que diera en denominar –y así se lo confesó a Ernesto- “Individualismo y
reforma social”, pero se guardó de contarle que sus compañeros de estudios
contestaban al lema de sus ideas, moteándole de “Pensador Aldegunde, miembro
perenne de la sociedad pro surrealismo del pensamiento”.
Aldegunde se había
enterado de que en el Banco de Crédito y Ahorro estaban próximas a convocarse
plaza de auxiliares administrativos, y también acudía a una academia
especializada en este tipo de oposiciones. Invitó y animó a Ernesto a
acompañarle en esta preparación y en esta oportunidad. No tenía noción de los
temas, aunque sabía, o sospechaba, que tales entidades fuesen un monótono
calcular de operaciones, en cuya función, cogida la rutina, quedaba tiempo para
pensar en otras cosas, tal que en seguir estudios por libre, así que decidiera
probar fortuna en aquella convocatoria. Lo animó, y compartió ese ánimo con
Queimadelos, la circunstancia de que aquel Banco, tuviese un gran número de
sucursales, cabiendo la posibilidad de optar a una ciudad con centros que le
posibilitasen concluir Comercio, incluido Profesorado Mercantil. Habló de esto
con Ernesto, sin reservas:
-Pues sí, chico,
no es que paguen mucho de entrada, pero si uno quiere seguir en la profesión
hay infinidad de categorías a escalar, y si no, con tomarlo de medio para
conseguir el fin que a uno le interese, asunto concluido. Mi plan ya te lo
dije: concluir el Peritaje, y rematarlo con Profesorado. Después me entregaré
de lleno a la literatura; escribiré libros sobre mis teorías, y si sólo saco
para gastos me quedará la recompensa de saberme bienhechor de la Humanidad al
quitarle las vendas de su retrogradación, de su dormirse en la historia, de
aferrarse a doctrinas que fueron útiles a las generaciones de antaño, pero que
son fatales al progreso de la era atómica, con la producción y el comercio
globalizándose, avanzando en competición fabril y febril.
Queimadelos se vio
inmerso, por el influjo de su compañero, en aquella tormenta científico-revolucionaria,
plagada de utopías y de divagaciones, pero como su ánimo no estaba para meterse
en discusiones, y menos para admitir deliberadamente cuanto osase argüir su
interlocutor, se despidió de Aldegunde hasta el día siguiente en el que le
prometía continuar la conversación.
Reflexionó un buen
rato antes de dormirse acerca de aquella catarata de ideas del Aldegunde. Sus
filosofías no le preocupaban lo más mínimo; le era indiferente en sus
circunstancias que el mundo fuese de pies o de cabeza por la ruta del progreso;
lo que si le interesaba era aquella perspectiva de ingresar en Banca, que nunca
se le había ocurrido. Ya cuando le habló Mauro de tales oposiciones le pasó por
la mente un destello de esperanza, una inquietud de probar fortuna en aquel o
en otro Banco; ahora, en el silencio controlado de su alcoba, le acució más
imperioso el deseo de estudiar las perspectivas de sueldos y escalafón. Su
capacitación en la empresa Rancaño, y una preparación especializada en aquella
academia a la que asistía Mauro… ¡Lo pensaría! También tuvo presente la carta
de recomendación de Deza, que aún no la había entregado, así que se decidió a
gestionar primero en la Agencia a la que era presentado una colocación de
iniciativa, en la que el rendimiento fuese proporcional a su experiencia, a su
trabajo y a su ingenio. “Así –se decía él- trabajaré y estudiaré día y noche,
todas las horas que pueda resistir, tratando de hacer capital para luego
establecerme por cuenta propia”. Si le fallaba la recomendación de Deza,
entonces sí que estaba dispuesto a estudiar lo de las oposiciones, alegrándose
de tener dos caminos a seguir.
En definitiva, que
ambos jóvenes se aferraban a las oposiciones de Banca por fracaso en otros
estudios o en otros empleos; llegaba hasta ellos el concepto legendario de
considerar al empleado de Banca como un ser mecanizado, carente de espíritu de
lucha por un porvenir mejor; obrero de lápices copiativos con los que
enladrillar interminables y aburridísimas sumas, amargado y seco tenedor de
libros que consumía su vitalidad inclinado constantemente sobre tomos gigantescos
y olientes a papel viejo. Empleados de Banca, para la generalidad, eran los
refugiados del laborar activo, alegre y libre de las demás ocupaciones, que se
acogen a los muros –prisión y fortaleza- de las sucursales bancarias para
evitarse la molestia de pensar por cuenta propia ya que en los Bancos todo lo
dan encasillado, siendo así más fácil el trabajo. Esto es, o era, la opinión
pública, no siempre infalible.
-.-
Otros derroteros
Almacenes portuarios de Coruña
Queimadelos fue
recibido amablemente por el dueño de la agencia marítima a la que estaba
recomendado. Era un señor de porte impecable, tal vez un poco amanerado en su
esfuerzo por resultar agradable; de gran verborrea y dotado de esa sonrisa
perenne y forzada con la que los negociantes atraen a la gente poco versada en
ardides mercantilistas. Le hizo sentarse en su despacho, y ojeó la carta en un
instante dando la impresión de que ya conocía aquello de antemano, acaso por un
telefonazo de Deza, y después de numerarla con marcado ademán para demostrar
que la iba a guardar cuidadosamente, y que lo abundante de su correspondencia
le obligaba a llevar un control oficinístico de la misma, preguntó a su
visitante por Deza, del que dijo profesarle un gran afecto.
Estación Central. La Habana
-Fue allá en
Cienfuegos, encantadora ciudad de Cuba. Yo era inspector de ferrocarriles en la
línea Habana-Matanzas-Cienfuegos, y un buen día subieron al tren en Matanzas un
coro de “españolada”, como decían allí, ¡okey! –Quiso patentizar sus palabras
con una afirmación americanista-. Procedimos al visaje de billetes, ¡y no lo
tenían! Alegaron que la premura del tiempo para coger el tren después de su
actuación, no recuerdo en qué teatro, no les permitió hacerlo; pero que como
faltaban a las normas del ferrocarril involuntariamente les parecía un abuso
satisfacer el doble billete. Yo les mostré el cuaderno de tarifas y
condiciones, y entonces Deza, pues su amigo de usted era entonces director de
aquel coro, me propuso una actuación gratuita para animar el viaje. Claro, la
verdad, yo tomé aquello a broma porque tal forma de pago no podía considerarse
válida; pero el Deza, que sin duda me había notado mi acento gallego, empezó a
dirigir una muiñeira, la muiñeira más emotiva que oí en ni vida, y entonces se
reveló en mí el sentimiento regionalista, y falté por única vez al reglamento
de los ferrocarriles cubanos, dejándoles viajar libremente. Ya en Cienfuegos me
invitaron a una función en el Coliseo, de la que salimos para correr la gran
juerga por los cabarets de la ciudad…, hasta la mañana siguiente! ¡Qué tiempos aquellos
–exclamó con ponderación y nostalgia-; qué bien lo pasé con Deza y con los
chicos de su coro! Allí le conocí, y allí nos hicimos grandes amigos; después
yo me vine para establecerme aquí, y Deza no tardó en seguirme; él no resistía
la morriña, y dejó aquella plata para residir nuevamente en su terruño, que es
Lugo. Ya hacía algún tiempo que no tenía noticias suyas…
Ambos siguieron
hablando de Deza, de su inexplicable transformación al dejar las “mocedades” de
Cuba para convertirse en un ciudadano tranquilo, en un misógino acérrimo; de
varias cosas asociadas al tema de aquella charla. Agotados los motivos de
aquella conversación, el agente hizo recaer ésta sobre el asunto del empleo de
Queimadelos.
-Bueno, y a todo
esto aún no hablamos de lo suyo, que tal vez tenga usted prisa…
-No, ciertamente
ninguna; pero lo que siento es que le estoy robando un tiempo que puede ser
precioso para sus ocupaciones, que supongo serán innumerables.
-Nada de eso,
querido joven. El tiempo de los mayores vale poco, porque es matemático y sin
emociones; perderlo sólo significa aplazar cálculos, pero nunca ilusiones.
Meditó un momento,
y prosiguió
Terminal de contenedores en el puerto de
Coruña
-Veamos que le
conviene: Si usted está dispuesto a trabajar en firme, necesita algo a lo que
pueda dedicar el mayor tiempo disponible y que tenga un rendimiento
proporcional. Ahora recuerdo una cosa que puede estudiarse: recibimos en
consignación, para un industrial de esta plaza, una remesa de material
electrónico aplicable a instalaciones de anuncios luminosos, que no lo pudimos
hacer seguir al destinatario porque falleció en aquellos días. Este material
obra depositado en nuestros almacenes en espera de que la casa remitente nos
amplíe instrucciones acerca del fin que hemos de dar a su remesa. Tengo
entendido que consta de juegos completos de instalaciones de diversos tipos, y
que su contravalor en pesetas es reducido, lo cual da margen para negociarlo.
¿Le agradaría explotar este asunto? Nosotros podemos comunicar a nuestros
comitentes que la mercancía fue realizada por nosotros al precio que consta en
el crédito documentario que la ampara, solución de más interés para ellos, y
usted abona su importe, según vaya colocando la mercancía, con amplia
perspectiva de duplicar el costo en cuestión de semanas.
Queimadelos se vio
apurado al considerar que aquel negocio, aquella intermediación, tenía sus
inconvenientes, pero que no aceptarlo podría enojar a su benefactor y
declararse inepto en gestionar algo que le servían en bandeja.
-Agradezco mucho
su atención y su confianza, pero es que, ¿sabe? –No acababan de salirle las
palabras precisas- No tengo idea de electricidad y desconozco la aceptación que
pueda tener esa clase de material. Además no ando sobrado de dinero para
trabajar por cuenta propia… -Hubiese seguido enumerando razones puesto que
todas le parecían insuficientes para denegar con dignidad la proposición de
aquel negocio si el agente, dándose cuenta del apuro por el que pasaba, no se
apresurase a facilitarle medios.
-Todo eso tiene
arreglo. Y haciendo paréntesis al asunto que nos ocupa me permito aconsejarle
que si piensa dedicarse a los negocios, trate de concentrar sus facultades en
el momento en que se los propongan, o en que usted decida proponerlos, para ver
simultáneamente, y en el menor espacio de tiempo posible, todos los pros y
contras de la operación a realizar. El hombre de negocios, como el político o
el diplomático, debe pensar contra reloj, a toda velocidad, para prever las
consecuencias de sus actos, para evitar esperas molestas a los contratantes, y
también para no olvidar extremos que si no se tienen presentes en el acto del
pacto o de la contratación, más tarde tendrán nula o difícil solución. Pero a
lo que íbamos: se lleva, que también se los podemos facilitar, y que usted debe
pedirnos como primera medida, catálogos e instrucciones de la instalación y
utilidad de estos anuncios luminosos; los estudia, y si les encuentra interés,
mejor dicho, el interés de las mercancías hay que considerarlo, no desde el
punto de vista personal, sino imaginándose a qué sector del público convienen,
y qué capacidad de absorción tiene ese público; si usted cree que existen en la
plaza, o en sus inmediaciones, establecimientos adecuados y suficientes para
consumir y utilizar ese material, con margen de venta remunerativo, entonces
contrata los servicios de un electricista competente, que le resultarán
económicos porque sólo le hacen falta para cuando necesite poner alguna
instalación, y el resto de los días se podrá dedicar ese señor, ese
especialista, a sus ocupaciones habituales.
Su misión es
simplemente lograr compradores, a los que hará la debida propaganda. Y en
cuanto al dinero yo le podría hacer lo siguiente: se lo adelanto, y mis
cobradores se encargarán de realizar las facturas. La mercancía que reste por
vender queda en mis almacenes como garantía de su propio valor; en este
supuesto llegará un momento en que, por virtud del beneficio, se habrá
cancelado el anticipo y aún quedará material que ya será de su libre disposición
y, por consiguiente, ganancia pura. Si en este tiempo necesita algún dinero
para sus gastos, también puedo prestárselo. Conste, claro está, que todo esto
sólo me proporciona riesgo y trabajo improductivo, pero me animan sus
referencias y el que usted muestre tantas ansias de trabajar.
Queimadelos
agradeció un poco torpemente porque la emoción de aquella ayuda inesperada le
turbaba el ánimo, pero lo hizo con toda su alma. Y el agente, por su parte, le
despidió con amabilidad:
-Nada, jovencito, no
hay que preocuparse; en los negocios todo es juego: se estudia la partida, y si
se ha hecho bien, se gana; y si no, ¡paciencia! No tienes nada que agradecerme.
Aquí están los catálogos, y espero que me digas pronto, mañana mismo si te es
posible, qué te parece el asunto y si estás dispuesto a trabajarlo.
La carta de Deza
parecía haber surtido efecto, pero no precisamente como recomendación sino como
presentativa, puesto que el interés que mostrara el agente por Queimadelos
nacía más bien de que había observado en su visitante, por experiencia
sicológica, capacidad de trabajo y nobleza de ánimo.
Estudió
detenidamente aquellos folletos de los anuncios fluorescentes. En principio le
resultaron novedad, artísticos e impresionantes, novedosos en el país, con lo
cual supuso asegurada la originalidad necesaria a todo sistema de propaganda
para conseguir que el público, con preferencia a las atracciones de otros
establecimientos, se fijase en ella. El precio de coste de aquella importación
permitía adicionarle los jornales del electricista que hiciese las
instalaciones, así como un alto margen de beneficio neto para Queimadelos, sin
que por ello resultase inasequible su precio de venta al público.
Todo lo veía
claro, lucrativo y fácil; todo menos la oferta de aquellos artefactos, que le
daba verdadero pánico: si para distribuir un artículo no fuese necesario hacer
acto de presencia en los establecimientos con posibilidades de adquisición, o
si hubiese certeza de que en cada visita lograse suscitar interés por su mercancía,
todo iría bien; pero enfrentarse a estos dos problemas no es cosa sencilla para
caracteres tímidos, inseguros del éxito de su gestión personal. Pensó también,
como procedimiento para eludir sus visitas de primeros contactos, en hacer
impresos para trabajar potenciales clientes, cuyas direcciones podía obtener
del Anuario de Estadística Mercantil, pero al reflexionar en esto más
detenidamente le encontró el inconveniente de que a las hojas volantes de
propaganda suele concedérseles poca atención y seriedad, resultando
infructuosas en su mayor parte. Decidió dar a este sistema tan clásico de
publicidad una adaptación más práctica: calle por calle iría revisando toda la
ciudad, y tomaría nota de aquellos establecimientos que tuviesen letreros o anuncios
anticuados. Seguidamente, por sectores de población, enviaría las hojitas
informativas con una antelación de dos o tres días a la fecha de su probable
visita personal; así organizada la gestión, esto tenía la ventaja de que sólo
se necesitaban impresos para las casas con cierta probabilidad de adquisición,
y de que su visita ya no resultaba tan violenta al anunciarla en las hoja de
propaganda, además de que los destinatarios de aquel tipo de propaganda le
concederían cierta importancia y previsión, estudiándolos detenidamente para
estar preparados ante la anunciada visita de Queimadelos como distribuidor de
unos anuncios luminosos tan modernos.
Trabajando en este
plan mercantil transcurrieron un par de meses sin grandes resultados: los
beneficios repartidos proporcionalmente a los días de trabajo, habida cuenta de
los gastos de representación procedentes de viajes y alternancia social para
relacionarse con probables compradores, apenas si daría margen para subsistir
en una mala fonda. Unitariamente por cada artefacto colocado el lucro era
importante, pero cada venta costaba el esfuerzo y la dedicación de varios días
para ultimarse; y este esfuerzo tenía con frecuencia decaimientos
entorpecedores puesto que a Queimadelos empezaban a finársele sus ahorros, mientras
que del beneficio de las ventas no había percibido lo más mínimo puesto que
aquel dinero, según contrato, iba a engrosar el fondo de cancelación del
anticipo que le concediera su protector, así que temiendo un agotamiento de sus
reservas, y cerciorado de que no terminaría de saldar el anticipo al tiempo en
que necesitase dinero, fue desmoralizándose paulatinamente y se aminoró su
entusiasmo propagandístico. Con todas sus ganas hubiese renunciado a la
distribución de aquellos anuncios que amenazaban no terminarse jamás debido a
que los establecimientos de cierta importancia tenían ya instalaciones de
publicidad luminosa satisfactoria, más o menos adecuadas y modernas,
mostrándose reacios en sustituirlas, y los comercios de barrio no podían
permitirse, ni casi lo necesitaban, otro lujo que un modesto escaparate en el
hueco de una ventana callejera; pero su honor, su palabra de compromiso, -la
prenda social de más valía-, estaba empeñada en este asunto, y Queimadelos
temblaba ante la sola idea de buscar otro trabajo, dejando para ratos libres la
propaganda de aquellos artículos, lo que equivaldría a aplazar la última de las
realizaciones para el día del juicio, y para poco antes la total cancelación
del anticipo concedido.
De improviso, sin
que jamás se le hubiese ocurrido proyectarlo, cuando salían de una farmacia, el
electricista de poner la instalación y Queimadelos de comprobarla, comentó éste
oficiosamente:
-Ha sido fácil de
colocar este aparato; anteayer visité al farmacéutico, ayer se decidió por el
modelo, y hoy se lo instalamos, con cuatrocientas pesetas de beneficio. ¡Así
que salió bien el asunto!
Siguió una pausa
diplomática. El electricista pensaría para sus adentros en lo fácil que se
ganaban algunos los cuartos, mientras que él, para sacarse un pequeño jornal,
tenía que encaramarse una y otra vez a los postes conductores, a escaleras
inseguras y a infinidad de lugares y de posiciones peligrosas.
Queimadelos, hecho
ambiente, asestó el golpe de gracia:
-Lo peor en mi
caso es que quisiera preparar unas oposiciones y aún me queda material de este
para unos veinte anuncios; el dinero me hace buena falta, pero las oposiciones
me interesan más aún, así que tengo que buscar alguien que me compre, aunque
sea sin beneficio sobre el costo, lo que tengo disponible en el almacén.
Por la mente del
electricista pasó un chispazo de lucro, animándolo a conseguirlo.
-¿Y dice usted que
esto de hoy le dejó cuatrocientas pesetas libres, aparte de mi jornal?
Esa era la verdad,
aunque para comprenderla mejor habría que añadir que no todas las ventas le
resultaran tan fáciles como aquella.
-Exacto; ochenta
duros.
-¿Sabe usted que
estoy pensando: que a horas libres yo me podría encargar de esto, siempre que
lo deje!
-Tratándose de ti,
que estoy seguro lo sabrás manejar, además de las instalaciones… ¡Vaya, que te
lo dejo, pero como he de pagar a los proveedores el importe del material
pendiente, eso, lo que hay en el almacén, me interesa cobrar al contado; así
liquido lo que debo y me centro en mis oposiciones. ¿Hace?
El electricista
cada vez se interesaba más por el traspaso de aquel negocio.
-¿Y cuánto le
costó ese material; quiero decir, en cuanto me lo vende, así, al contado?
Con esta pregunta
de dos filos pretendía averiguar los dos extremos sin exponerse a que se le
negase uno de ellos.
-Calcule usted: ya
ha visto la factura del anuncio que acabamos de poner; réstele su jornal y las
cuatrocientas de mi beneficio, y eso es exactamente lo que me costó, y en lo mismo
le cedo a usted cada uno de los veinte que me quedan disponibles, con todo su
material completo. ¿Le conviene?
-Algunos ahorros
tengo en la cartilla, así que miraré si hay bastante, y si lo hay, cerramos el
trato.
-¡Como guste; y
tan amigos!
Tan amigos, y tan
contento Queimadelos cuando le hizo entrega al electricista del material
almacenado; de liquidar cuentas con el agente, y de percibir, en concepto de
beneficios por la distribución parcial que llevaba efectuada una suma de dinero
que le permitía, junto a los pocos ahorros que había llevado de Lugo,
permanecer varias semanas en Coruña para preparar unas oposiciones de Banca.
Ciertamente aquella representación electrotécnica iba mejor para el
electricista, que unificaba en una sola persona todo el margen de beneficios,
pero tampoco le iba a ser fácil agotar las existencias en breve tiempo puesto
que el mercado de los anuncios ya estaba muy atendido.
Queimadelos se
desengañó con pleno conocimiento de que los negocios personales, sin aportar a
ellos capital propio que permita dar flexibilidad a la empresa efectuando
libremente las transacciones que sean oportunas, no suelen proporcionar un
lucro satisfactorio, compensador de la actividad empleada.
Veía clarísimo que
el trabajo aislado se defiende únicamente, y para eso con limitaciones, en el
ámbito artesano. Veía los componentes básicos de la gran producción, el capital
y el trabajo, fecundos tan pronto se les vinculase, tan pronto se fundiesen en
una empresa a la que sólo era necesario unirle inteligencia directriz; sencilla
era esta triple comunión, pero potente en proporcionalidad a la adecuada
mixtura de que se formase: capital suficiente para afrontar todas las
operaciones de interés que aconsejase el negocio; trabajo, energía humana,
capaz de producir evoluciones adecuadas en la hacienda y de asistirla
protectoramente en cada una de ellas; y el tercer elemento, la chispa
animadora, la gestión de técnicos activos, inteligentes y conocedores de la
índole de asuntos que afectasen a la empresa. El solamente podía aportar a
cualquier otro negocio que intentase su trabajo personal, y no sabía si un poco
de inteligencia ya que tan despejado se auto juzgara cuando todo le salía
admirablemente bien dirigiendo una sección de la empresa Rancaño, como torpe se
cría al no obtener de la pasada representación el beneficio esperado, con lo
cual perdió bastante fe en si mismo. Luego, con sólo sus factores de
producción, no le cabía esperar grandes cosas, ¡tantas como había soñado a raíz
de su viaje a la ciudad herculina!, sino, de momento al menos, acogerse a un
empleo remunerativo, y este empleo esperaba que se lo brindasen las oposiciones
del Banco de Crédito y Ahorro, establecido en Galicia. Decidió hacerlas, y al
efecto rogó a su compañero de fonda, Mauro Aldegunde, que le pusiese al tanto
del programa y demás extremos que le interesase conocer.
-.-
ELIGIÓ LA BANCA
Y se fue con esa
juventud eficiente, con esa juventud que labora por el progreso humano desde
los olvidados pupitres de cualquier oficina bancaria; con esa raza de titanes,
modestamente confundidos en el anónimo de la empresa, que, con valentía frente
a la vida, con ánimos impertérritos de mejora profesional, técnica y
conjuntiva, fundiéndose con la empresa en comunes intereses de prosperidad,
hacen posibles las iniciativas privadas facilitándoles crédito, y estimulan, al
atraerlos bajo premio, el ahorro y los capitales de aquellos individuos que no
osan o no precisan explotarlos directamente, o que por transición de unas a
otras operaciones les conviene depositarlo con carácter de absoluta
disponibilidad en entidades bancarias que corresponden a esa interferencia
económica en la doble función de custodia, -depósito-, y premio por las
cantidades confiadas.
Varias veces
volvió a meditar en aquellas ideas que se le habían ocurrido junto a la torre
de Hércules en su primer paseo hacia el mar, que es vivo espejo, con sus
vaivenes, de los problemas humanos. Se decía nuevamente:
“Sólo una ruta
conduce a lejos; mas no amplia o ceñida a lo indispensable sino moderadamente
anchurosa para que, en los alrededores del sendero, encontremos materia de
juicio, conocimientos aprovechables para nutrir las necesidades de la profesión
elegida. Multiplicidad de rutas, constante vacilación en darse a un fin determinado,
no conduce más que a entorpecer el progreso, a repartir la capacidad de avance,
por cuyo motivo no podrá ser muy longitudinal. ¿Será la Banca el destino que me
conviene seguir? ¿Habré de tomar otra dirección, otra profesión, como meta
decisiva, o me convendrá sólo como medio para otros fines, en cuyo caso
produciría baja tan pronto se me presentasen oportunidades de emancipación!
Dicen que hay buenos sueldos en relación con el momento económico en que vive
España; si no de entrada, al menos para cuando lleve uno cierta antigüedad, lo
que me anima plenamente en mis circunstancias actuales; pero lo verdaderamente
antipático de esa profesión debe ser la monotonía de hacer diariamente un mismo
trabajo, cubrir unos mismos impresos, llevar unos libros invariables. En la
empresa Rancaño mi labor era distinta, de pura organización y de control, pero
en el Banco dejaré de existir para convertirme en uno de tantos, acatando la
disciplina impuesta por nuestros jefes”.
Recapacitando un
poco más, le parecieron exageradas sus apreciaciones:
“Claro es que eso
debe tener sus variantes; por ejemplo, en los cambios de sección, para lo que
puedan ser aplicables; en operaciones nuevas que se presenten, e incluso al ir
dominando la técnica contable, los pequeños descubrimientos que vayamos
haciendo día a día tienen que resultar alentadores e interesantes. Al fin y al
cabo los negocios son ciencia, y en ninguna ciencia está dicho todo, así que,
aun sin dirigirlos, limitándose a contabilizarlos, habré de encontrar grandes y
amenas enseñanzas. Para no perder tiempo en ninguna ocasión mi plan ha de ser
entregarme con todas mis potencias al estudio y al trabajo bancario. Si
continúo indefinidamente en un Banco será una ventaja que llevaré con respecto
a compañeros más despreocupados, y si llego algún día a renunciar, conmigo,
para lo que puedan ser aplicables, quedan los conocimientos adquiridos, que
siempre tendrán alguna relación con los generales de todo negocio”.
En una librería
compró los textos que le había indicado Aldegunde, comprensivos de las
principales materias del programa: un tratado de contabilidad, que casualmente
era el mismo que empleara cuando se preparó para las oficinas de Rancaño y, por
tanto, conocido para él en todo su temario. Otro de legislación mercantil,
adaptado a operaciones bancarias, cuyo articulado tampoco le era del todo
desconocido. Geografía e Historia, que no precisó apenas repasar puesto que ya
dominaba la materia de sus estudios de Bachillerato. Cálculo mercantil, del que
tuvo que estudiar las operaciones puramente bancarias. De Gramática se sentía
fuerte. ¿Y la suma? ¡Pero qué disparates se le ocurrían a la sección de
Personal de aquel Banco! ¿Para qué habrían puesto en el programa un ejercicio
de sumas monstruosas, cronometradas, si esta operación la domina cualquier
parvulito? Una vez ingresado en el Banco se daría cuenta de que la suma es la
operación fundamental de las finanzas por su predominio en todos los cálculos,
y para efectos contables y estadísticos
juega un papel importante al permitir la acumulación de cada tipo de
operaciones y para formular la comprobación y control de aquellas cuentas, o
grupo de estas, que faciliten el conocimiento exacto de la marcha de la
empresa, permitiendo establecer sistemas de probabilidades para encauzar las
operaciones futuras, siendo su principal aplicación los cálculos comparativos
del Balance diario de cada sucursal. Esta importancia justifica la necesidad de
que todo opositor de Banca domine la suma con rapidez y seguridad, para ganar
tiempo, incluso a las máquinas calculadoras, y para evitar todo error ya que el
ideal de las finanzas es que estas se verifiquen con neutral exactitud.
-.-
Nota aclaratoria.- Este libro lo he
escrito destinado en Sidi Ifni, y fue publicado en Madrid, en edición privada,
en la Imprenta de Huérfanos de la Guardia Civil, en el año 1956, cuando apenas
existían y/o se utilizaban calculadoras en las oficinas bancarias.
En este
semanario (pero en el número del 23-9-1956) con respecto a este libro se dijo:
“JUVENTUD BANCARIA. Hemos recibido un ejemplar del libro
recientemente publicado “Juventud Bancaria” del que es autor don José Gómez Vilabella, empleado de la
Sucursal del Banco Exterior de España en nuestra ciudad. Le felicitamos
sinceramente y le estimulamos a que siga por el camino de sus aficiones
literarias, para las que siente auténtica vocación de escritor, como así hemos
podido comprobar en este primer libro que con amenidad y acierto nos ha
presentado”.
-.-
A la academia
preparatoria asistían chicos de las más diversas circunstancias: algunos ya titulares
mercantiles, otros con carrera superior iniciada, bastantes bachilleres y no
pocos autodidactas; casi todos eran o fueran soldados, que habían aprovechado
la oportunidad del servicio militar para estudiar el temario de las oposiciones
y ver la posibilidad de no regresar a sus aldeas, colocándose en oficinas al
terminar sus deberes con la Patria.
Tratando con
aquellos jóvenes aprendió Queimadelos una importante lección social y
económica: que el individuo y, por extensión, la masa, no regatea esfuerzo para
lograr aquello que en principio considera mejor que lo que posee; que para
atraer multitudes hacia un fin determinado sólo es preciso que se dejen conocer
sus ventajas, aunque alguna de éstas sea imaginaria; que los pueblos de España
intensifican de día en día una corriente peligrosa hacia las urbes debido a que
ambicionan más facilidades de estudio, más confortabilidad de vivienda, y no
precisamente mejor remuneración puesto que en la mayoría de los casos el
pueblerino al colocarse en la ciudad pierde dinero, pero le anima la
posibilidad de saber más y de evitarse el problema de mecanizar y modernizar su
hacienda, de darle una mejora higiénica y de encauzarla técnicamente ya que si
bien sus tierras, cultivadas por sistemas arcaicos, suelen dar rendimiento para
atender primeras necesidades, no dan bastante para costear la transformación
deseada, ni los pueblerinos han recibido instrucción adecuada y suficiente para
lograr cultivos modernizados y competitivos con ciertas importaciones. En
aquella invasión de la ciudad se encerraba probablemente la plenitud de un
período económico cuya causa ya sabemos, y cuya consecuencia no puede ser otra
que una competencia excesiva en el campo burocrático, la que forzosamente
revierte, por propia abundancia, en las profesiones industriales; esta plétora
de productores urbereños tiende a superarse por la necesidad de obtener trabajo
y, por consiguiente, se instruye en las especialidades más diversas; a este
exceso de trabajadores con conocimientos industriales y con dificultades
económicas en la ciudad, por lo limitado de su capacidad de admisión de
trabajadores, no le queda otro camino provechoso que la emigración al
extranjero o regresar a sus aldeas de procedencia, donde, poniendo en práctica
los conocimientos y experiencia adquiridos conseguirán un gran progreso en la
modernización del agro.
A la salida de
clase casi todos se daban una vuelta por el paseo de los Cantones. Una carpeta
de libros y papeles bajo el brazo, y un requiebro para las chicas coruñesas
siempre a flor de labios, siempre dispuestos a compatibilizar el estudio
concentrado con la sana alegría de un vivir juvenil. Así son estos chicos de
España: trabajadores cuando hace falta, festivos en todo tiempo para desahogo
de su espíritu inquieto y optimista. A veces las dos cosas a un tiempo,
discurriendo y bromeado:
-Ay, chatilla,
hubiese dado el cien por cien de mi sueldo a quien te pignorase para
garantizarme la vida!
-¡Impertinente!
–Clamaban ellas, aquellas chicas piropeadas de la calle Real, o del paseo de
los Cantones, rehuyendo las miradas picarescas de los estudiantes, ruborosas
tal vez, pero ahuecadas por haber merecido que se fijasen en ellas.
Mas no todas eran
faces risueñas porque entre estas destacaba, amargada y silenciosa, la de
Queimadelos, huidiza del flirteo como de un peligro inminente. A cada piropo
que les oía a sus compañeros el mascullaba ideas terribles de venganza contra
el bello sexo; incluso se le ocurrió enamorar a cuantas le fuese posible para
después dejarlas con la acidez de un cruel desengaño, pero jamás cumplió
aquellas tentaciones, incapaz de semejante malicia. En el fondo, tras la
cortina de su desilusión con Chelo, almacenaba un torrente de afectos que le
hubiese sido muy grato dedicar.
Después de
aquellas vueltas por el paseo, hechas ritual de tanto reiterarlas, se disolvían
en grupitos íntimos por semejanza de aficiones. Algunos se iban a los billares,
otros a la tertulia del café del indiano en la que no podía faltar la tesis
diaria de Mauro Aldegunde como apostolado del “buen saber”, que él decía;
varios flirteaban con las chicas piropeadas, quienes, poco a poco, acortaban el
paso o se detenían a mirar escaparates para dar ocasión de que los estudiantes
se les acercasen. Queimadelos, hastiado de no lograr felicidad donde todos la
tenían, o parecían tenerla, se retiraba a su habitación para repasar las
lecciones o para reflexionar en el alféizar de la ventana. Vivía en el barrio
del puerto; y por delante de su ventana desfilaba constantemente un tráfico
inmenso; aquel ir y volver de los camiones era el pulso mercantil de una gran
zona del noroeste español: la exportación en los transportes que iban al
puerto, y la importación en los que tornaban cargados. Un movimiento continuo
de mercancías, que significan el cruce del esfuerzo de millones de trabajadores
de aquende y allende del puerto, porque un puerto es la frontera de dos mundos
productores. Mercancías que entraban y mercancías que salían, era la forma
visible de un intercambio económico vital para la confortabilidad y el progreso
de las naciones. Sobre esta observación meditaba Queimadelos:
“Todo este tráfico
hubiese sido quimera sin la moneda; y la moneda tampoco podría circular al
ritmo que representan las transacciones de este movimiento mercantilista sin la
organización de los Bancos. Nadie puede dudarlo: la Banca es el agitador de las
masas capitalistas; y el capital, agitado, en circulación regular y constante,
produce los fenómenos económicos que hacen posible la confortabilidad moderna
de los pueblos. Si apruebo las oposiciones pasaré a formar parte, aunque en el
anonimato de la empresa, de ese propulsor monetario, y será un honor porque
sabré que sirvo a una causa grande y noble”.
Llevado de su
natural inclinación a comprobar e investigar personalmente la realidad de
cualquier asunto de interés científico, había ido hasta el puerto, en más de
una ocasión, siguiendo la ruta de los camiones, estudiando economía práctica en
la variedad de productos transportados.
Paseando por los
muelles aprendió lecciones que podían serle de utilidad futura; la más
importante, tal vez, que España, y en particular Galicia, la zona confluente a
los puntos de tráfico mercantil intenso, como eran Coruña y Vigo, pierden una
riqueza incalculable debido a su polifacetismo productor, a su exceso de
imaginación creadora, y lo dedujo de observar que las exportaciones españolas
eran generalmente primeras materias o pre manufacturas, mientras que las
importaciones se caracterizaban por la preponderancia de utensilios acabados.
¿Por qué se iban al extranjero muchas de aquellas mercancías que serían
fácilmente transformables en España? Para Queimadelos estaba claro este
fenómeno: Los españoles entendemos de todo y a todo nos dedicamos, aunque nos
pierda este exceso de iniciativa; un labriego, por ejemplo, entiende de sembrar
el trigo y de molturarlo en su propio molino, inmovilizando en esta industria
individual un dinero que tendría aplicación más provechosa en cualquier otra
inversión de actividad constante; en las ruralías, aprovechando el caudal de
agua del riachuelo que riega una finca se pone una turbina para suministro
familiar de energía eléctrica; ¡otro capital que podría ser útil para todo el
pueblo empleado en beneficiar a un solo caserío!; el mismo agricultor que hoy
planta árboles, dentro de unos años será quien los tale y quien los convierta
en muebles. Parecidos a estos, mil casos más. Como no se puede estar
especializado en todo, se pierde tiempo y dinero en minucias que no dan el
rendimiento apetecido; así se labora en muchas cosas con técnica insuficiente;
por eso exportamos materias primas que vuelven, después de un proceso de
transformación por gente extranjera más especializada, más capaces de
perfeccionar la manufactura porque centran toda su atención en limitadas
producciones, y surge la ley económica de la minusvalía, por más rapidez y
precisión elaboradora al realizarse por personal especializado; en una
transformación industrial, ésta se produce con menos costo y más perfecta,
resultando más asequible en el mercado; luego viene la oferta y la demanda
inclinando al comercio a adquirir donde la cosa sea más perfecta y más
económica.
Frecuentemente
grupos de emigrantes, acompañados por los deudos que acudían a despedirlos, se
paseaban por los muelles herculinos, entraban en las agencias de viajes,
acudían a los consulados o mostraban en la Aduana los huecos de sus baúles
henchidos de esperanza, de afanes por un lucro que presumían encontrar allende
aquel océano; y estaban alegres, seguros de sí mismos, del éxito que iban a
buscar a tierras lejanas. Para Queimadelos aquel optimismo del emigrante era
otra consecuencia del exceso de imaginación de un pueblo aventurero: ¡Tesoros
exhausto de la América latina! Tesoros en los que se continuaba creyendo como
si viviésemos aún en el esplendor de los siglos colonizadores; infantilismo de
las masas ambiciosas. Pero la culpa era de un pequeño jeroglífico
económico-social, inexplicable por aquella ofuscación aventurera: de las indias
doradas sólo vuelven los afortunados –clase inextinguible que se da aún en las
crisis más misérrimas de los pueblos-, y vuelven encorajinados con aquel
vecindario donde fueron pobres, exhibiendo todo el lujo de sus ahorros como una
venganza por las privaciones pasadas; pero los fracasados nunca regresan, bien
porque les da apuro mostrar su desilusión emigratoria, o porque carecen de
medios para los gastos del retorno. El pueblo ve únicamente a los potentados y
se confía en que mundo adelante impera el oro.
¡Que contraste!
Exportando materias primas y emigrando los trabajadores que pudieran
manufacturarlas, que pudieran hacer capital emigrándose en su propio
territorio. Claro que este nomadeo de energía humana tenía su parte buena: la
emigración depuraba el país de espíritus demasiado inquietos, de los inconstantes,
con lo cual se quedaba aquí la gente más consciente y, por lo tanto, los más
estables, una vez decididos a la profesión que conviniera a sus inclinaciones.
De pronto la
sirena de algún trasatlántico llamaba a los emigrantes. Lloriqueos de
despedida, últimos consejos familiares, trasposición a una existencia nueva
plagada Dios sabe de qué sorpresas. En la mano el hatillo de los recuerdos y en
la mente la calentura de las esperanzas. Pasos firmes por la escalerilla de la
nave y, desde arriba, tal vez con un rictus enigmático de duda que el viajero
considera melancolía del partir, un ¡adiós! a la tierra que le vio nacer, al
agro, a la oficina, a la fábrica donde el que ahora emigra creyó dejar el
fracaso cobarde de sus compañeros y de sus amigos arraigados al solar patrio.
El tiempo dirá siempre qué proporción estaba en la verdad, si triunfaron los
constantes en sus profesiones primeras o los errantes que partían en busca de
tesoros extranjeros.
A pesar de los
grandes escapes emigratorios, mucha gente quedaba aún en el país dispuesta a
trabajar, a luchar por un porvenir mejor, a sostener decorosamente la economía
familiar. Afortunadamente la patria de Queimadelos es un pueblo con fe en su
destino, con fe en la Providencia y, por tanto, suficientemente prolífico como
para no resentirse por la falta de energías que se van al extranjero; no es
alarmante tal efugio; pero, de no existir este, mayor progreso acusaría la
balanza productora.
Esa juventud
eficiente, la que existe aquí, que es la que nos hace al caso, resulta después
de destilar los espíritus aventureros que se van, y de omitir los espíritus
cansinos que vegetan con el apoyo de los trabajadores, y entre la juventud
laboriosa, marchan en puestos de vanguardia los empleados de Banca, a los que
Queimadelos intentaba sumarse.
-.-
Pasa a
JUVENTUD BANCARIA
-III-
Xosé María Gómez Vilabella
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