martes, 19 de enero de 2010

LA JUVENTUD BANCARIA EN EL SIGLO XX -I-


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LA JUVENTUD BANCARIA
EN EL SIGLO XX


De Valerio a Queimadelos, pasando por el malvado Carabel.

Xosé María Gómez Vilabella

No ano 1955 deume por honrar ao Malvado Carabel, por levarlle a contraria a Wenceslado Fernández Flórez, e con esa boa/mala intención imprimíronme en Gráficas Huérfanos Guardia Civil un libriño que titulei “JUVENTUD BANCARIA”, con esta contraportada:



Hoxe, dándolle un repaso á Historia, sigo opinando que aquela xuventude, de malvada, ¡nada, cero!
-.-

Teña presente o lector a data en que foi escrito,
(ano 1955),
así que a organización da Banca foi,
era,
e así quero reflexalas, a daquela época,
anterior á mecanización informática;
por tanto, a mentalidade e maila función bancaria,
obviamente,
foron descritas no nivel cultural, cos coñecementos de entón.
-.-


Dixen; e agora repito e sosteño:

JUVENTUD BANCARIA no es un libro de texto para empleados de Banca; ni siquiera un instrumento de divulgación de la técnica o de la función económica de los Bancos. JUVENTUD BANCARIA es una idea surgida de cualquiera y realizada en cualquier parte; (concretamente en Ifni); es la pretensión, hecha caracteres de imprenta, de demostrar al público que hay una juventud encerrada en las oficinas bancarias, -juventud, porque la ancianidad, jubilándose, deja de ser actuante-, tan humana como la que viva de ocupaciones libres e independientes, y tan laboriosa como el que más, honrada por obligación y por control, aparte de la personalidad primaria de cada uno, pero, sobre todo, liberal y eficaz fomentadora -sin alardear de ello- de esa gran empresa de todos los tiempos y de todas las naciones, que ahora llaman PROSPERIDAD SOCIAL.

A través de sus páginas he querido dar vida conjunta a las personas y a las funciones de la Banca. Si se tratase de localizar protagonistas, habría que tener en cuenta que de los actos relatados, unos son cometidos por las personas y otros motivados por las cosas, por las circunstancias, así que resultan de intervenir el ente económico de la empresa y la propia humanidad de los que le prestan sus servicios. Cosas y gentes; medios y realizaciones.

¡Qué mal hacen los que juzgan a la Banca como materialización conjunta de hombres máquinas y de capitales avarientos! Demuestran que su cultura no alcanza a conocer que gracias a los Bancos fue posible lograr las grandes revoluciones, económicas, industriales y constructivas, de los tiempos modernos; sin estas organizaciones hubiésemos vivido una evolución social lentísima, sometidos al egoísmo y a la arbitrariedad de los usureros, especie que tiene sus orígenes en los hijos de Caín. Aquí diré solamente la verdad, daré al César lo que es del César, y por ello quisiera estilizar suficientemente los conceptos para que se me comprenda con precisión.

El Autor

Xosé María Gómez Vilabella

-I-

ENCAUCE PROFESIONAL


En el principio de todos los caminos…



Apoyado en la ventanilla de un autocar de la línea Santiago de Compostela-Lugo, Ernesto Queimadelos y Fouz meditaba seriamente en la nueva fase existencial que acababa de iniciársele.

Unos kilómetros atrás quedaban las aulas de la Universidad compostelana, con el legajo de los ejercicios que le habían convertido en Bachiller del Plan 1938. Dos mil metros más allá le esperaba el final del trayecto: la Puerta de la Estación lucense, donde dejaría el autocar y abrazaría a sus familiares, que estarían emocionadísimos por su éxito en los exámenes de la reválida. Ernesto ansiaba y temía la llegada de este momento: lo deseaba para satisfacer, con el alegrón del aprobado, tantos sacrificios como costaran sus estudios de bachillerato; lo temía porque pasaba a la condición de parado, ya que antes era estudiante y ahora dejaba de serlo sin inclusión en las filas productoras. Todos se sacrificaran mucho, todos; pero más que ninguno su hermana Nita; la recordaba con una cesta de ropa en la cabeza, camino del lavadero de la Chanca, para ganarse unas pesetas con las cuales se pagaban sus matrículas y sus libros, pues el jornal del padre, fontanero, apenas llegaba para los gastos domésticos.

Nita tuvo un novio hacía tiempo, mozo de unos almacenes de madera, pero se convenció, en escasos meses de relación, de que sólo le interesaba sacar partido de mujeres fáciles, y le plantó en tiempo oportuno, antes de que el demonio de la tentación metiese baza; pero esto sólo lo sabía Ernesto y prefería no recordarlo a menudo. Después de aquellas relaciones truncadas en ciernes no se presentó nueva ocasión, pues realmente Nita era demasiado fea, como para que se fijasen los chicos en ella con buena fe; también era cinco años mayor que Ernesto. Cuando sufrió su primera y única decepción amorosa, decidió olvidar las atracciones mundanas y hacerse más laboriosa, fijando sus ilusiones en los estudios de Ernesto, apoyándolos con el producto de su trabajo, para que, una vez terminados y colocado, pudiera ayudarla en la madurez de su vida.

Queimadelos se puso a reflexionar en sus delicadas circunstancias por un proceso sencillo de asociación de ideas. Desde que saliera de Santiago habían pasado dos horas de viaje y éste poco a poco fue haciéndosele aburrido e inacabable; al principio contempló la campiña que corría en pos de la carretera por el lado de su asiento y, al cansarse de la forzada posición que necesitaba emplear para descubrir paisajes, dio en evocar los pormenores de su estancia en la ciudad del Apóstol, sobre todo de sus exámenes de reválida, que se los reflejaba la mente con tintas nebulosas y lejanas, como si su nerviosismo de aquellos día emborronase las realidades acaecidas; le gustaría rememorar mejor aquello, imaginarse con certeza los ejercicios que le merecieran la calificación de notable, juzgar por sí mismo si era justa tal apreciación; pero se le iban las ideas en un bailoteo grotesco, mezclándose unas con otras embrolladamente, y, de pronto, algo se pegó con insistencia a su memoria: “Dios me puso en el principio de todos los caminos…” ¡Que frase más profunda! Si, lo recordaba bien; ese fragmento pertenecía a la traducción del ejercicio de latín: “… en el principio…”, antes de que las cosas fuese hechas, en el momento crucial e inicial de los sucesos. El también estaba metido en un centro radial del que podían partir los caminos más dispares, en el principio de las inclinaciones decisivas: tenía necesidad de ganarse el sustento propio y de ayudar a los suyos, pues los medios familiares no permitían la consecución de ninguna carrera; estaba en el principio de una fase de productividad y en el ocaso de su etapa estudiantil.

Se dijo a si mismo que no podía, ni debía, dormirse en los laureles, que le faltaba tiempo para descansar de sus años de estudiante, que necesitaba su familia la aportación de su trabajo. ¡Trabajar, si!, y, ¿en qué? En qué aún no lo sabía, pero tenía que ocurrírsele con prontitud para no defraudar las esperanzas que en él habían puesto sus deudos.

En la parada del auto de línea le esperaban sus padres, su hermana Nita, y Deza, el amigazo parachoques que aparecía siempre que a Queimadelos le aburría su vivir o se le presentaban emociones, o necesitaba del apoyo moral de alguien que le ayudase en sus problemas. Deza era también un buen padrino, pues contaba con diversidad de amistades debidas a sus polifacéticas ocupaciones; a veces crítico literario; otras, político improvisado para cargos fugaces, y sobre todo un hombre de negocios con tanta visión financiera como descuido en completar las empresas que acometía.

Queimadelos besó febricitante las mejillas paternas, que tiritaban de cariño, de alegría y de una vejez anunciada; abrazó fuertemente, hasta hacerle daño, a Nita, la hermana modelo y protectora meritísima. A Deza le apretó la mano con afecto desbordante y con esperanza de que aquel amigo desproporcionado, que pudiera ser su padre por edad, hiciese algo en su favor, le abriese las puertas de algún trabajo productivo. Y todos juntos marcharon a la calle del Doctor Castro, con intención de merendar en alguna de sus famosas pastelerías.

Subiendo hacia la plaza de Santo Domingo se cruzaron con Chelo, linda joven perteneciente a lo más destacado de la sociedad lucense, hija de un ganadero multimillonario. Ernesto celebró aquel encuentro.

-Pero, chico, ¿ya viniste de Santiago? ¿Y qué, cómo fue con esa reválida?

Se foguearon los ojos de Queimadelos; aquella chica era adorable, pero siempre había tantos chicos pendientes de sus palabras que a él no le fuera posible intimar con ella lo que hubiese deseado. Chelo estudiara cinco cursos, pero plantó pretextando que no le agradaban los libros; en realidad fuera su deseo de disponer de más tiempo para sus afeites y para sus paseos.

-Conmigo se vino, ¿o es que creías que no la iba alcanzar? Apretaron mucho, bastante, pero hubo suertecilla.  -Ernesto decía esto engallándose de haber merecido aquel triunfo, de tener ocasión de aplicarse autobombo con aquella joven engreída y coqueta.

-¡Vaya, pues me alegro mucho! Adiós.

-¡Adiós…! –Y se quedó mirándola con deseos de decirle alguna palabra galante, pero no le acudieron a sus labios en el momento oportuno.

Su padre le llamó desde cinco o seis metros más adelante con una expresión que encerraba reproche por la audacia del hijo, pero también un poco de comprensión. Aún no pudiera olvidar que en sus años mozos también se le iban los ojos detrás de toda mujer agraciada, importándole poco que alguien pudiera presenciar su actitud.

Deza, por su parte, con el testimonio de su cuarentena libre, presumía de misógino, y se permitió aconsejar a Ernesto con su acostumbrado filosofismo:

-Es innegable que la mujer desempeña funciones insustituibles y altamente meritorias, pero también lo es que ocasiona los más catastróficos fracasos de la humanidad laboriosa. Considera esto, que te interesa tenerlo en cuenta, por lo menos hasta que afiances tu personalidad y tu situación económica.

Queimadelos calló, y no es que estuviese conforme con el razonamiento de su amigo, pero no quiso enfrascarse en polémicas inútiles.

Aquella tarde, en el paseo y en todas partes, recibió múltiples felicitaciones que no le satisfacían plenamente. Soñara muchas veces con aquel día, pero con un día despreocupado y alegre, desbordante de emoción. Le torturaba, desluciéndole la fiesta, la obsesión del trabajo y el influjo de aquella frase de los exámenes de reválida; sólo veía en torno suyo gente productora, sostenedores de familia, chicos aprendices o ya colocados en las más diversas actividades. Hubiese deseado que aquel principio de su camino fuese tan sólo un punto geométrico, sin dimensiones, sin duración de tiempo, sin espacio para vacilaciones.

Después de vagar sin rumbo por las calles lucenses, hastiado del vacío que le envolvía, decidió llamar por teléfono a Chelo, proponiéndole asistir a una velada artística que se celebraría aquella noche en el Gran Teatro. Ella aceptó, y juntos –dos sombras errantes porque los cuerpos no existen cuando están unidos por un cariño platónico-, estuvieron en el patio de butacas, y luego en el café Méndez; más tarde bajo los chopos del Parque. Precisamente paseando por el parque fue cuando su conversación se hizo más íntima, perdiendo vuelos, concretándose a sus propias existencias.

-Chelo, -dijo Ernesto, de pronto, -¿Cuántas frases amorosas habrás escuchado a lo largo de estas veredas? Y añadió con cierta solemnidad: -Desde luego, eso es lo que procedería; no se puede ser tan bella –dijo, pero aún pensó más: (y tan rica)-, y pasar desapercibida.

Iba a contestar ella, pero Ernesto, temiendo su respuesta, decidió atajarle para que se suavizasen sus palabras con una nueva afirmación:

-No me reproches nada, pues tan sólo he tratado de piropearte, de decirte lo que eres, ¡hermosa!, envidiando a quien tenga la suerte de hacerte suya para halagarte toda una vida.

-¡Cuidado, mocito, que hablas demasiado! Gracias por tu calificativo y olvidemos lo otro. ¡Vaya malpensados que sois los chicos; como si sólo le hablasen a una de…, de esas cosas!

Ernesto discurría con aceleramiento qué palabras necesitaría emplear en aquella conversación, pero las ideas que brotaban en su mente le parecían mediocres, prosaicas, y optó por hablarle llanamente, sin rebusque de pensamientos.

-Mira, Chelo, siento mucha inclinación hacia ti; bueno, es una inclinación anímica, sentimental, de las que no se miden por grados sino por anhelos de estar en tu presencia. Yo creo que a esta inclinación se le podría llamar amor, pero no quiero aventurar demasiado, y de momento, si me lo permites, diré, tan sólo, simpatía profunda, profunda y noble, absolutamente noble. Añadiré más, para que no pienses con exceso: esta simpatía me atormenta a todas horas en la soledad, en su desconocimiento, y por eso quisiera pedirte que correspondas a este afecto simple, que seamos buenos amigos, que me concedas, de vez en cuando, alguna entrevista para pasear, como en estos instantes; en definitiva, para sentirme feliz contigo.

Impresionó mucho a Queimadelos que ella le respondiese prontamente, sin tiempo para premeditaciones:

-En verdad, no me pides nada ilícito. Yo siempre te tuve en mucha estima, y también me agrada salir juntos.

-Eres adorable. –Fue lo primero que dijo el, pero lo que le apetecía era adorarla, ponerse de rodillas a sus pies y besárselos por su condescendencia; como no podía hacerlo en plena calle, se limitó a abreviar su pensamiento.

No pudo continuar porque en aquel preciso instante, ¡oh casualidad!, se cruzaron con don Porfirio Rancaño, el padre de Chelo, hombre regordete, mofletudo, casi lampiño y de mirar tan vago que apenas se podía precisar hacia donde concentraba su atención, resultando por ello más observador ya que podía hacerlo sin que apenas se enterase su objetivo. Queimadelos temía aquellas miradas investigadoras que aparentaban no investigar nada pero que siempre lo fisgoneaban todo; le desconcertaban. El encuentro fue casual, tan inesperado y tan ineludible que ambos jóvenes no pudieron evitarlo, así que hubo que cruzar un inexpresivo “Buenas noches”.

-Hija, no tardarás, que ya son las diez.

En la vaguedad de aquella frase Chelo interpretó muy bien que iba una conminación fulminante a presentarse de inmediato en la casa paterna.

-Sí, papá; ya voy contigo.

Y en un aparte, a Ernesto:

-Cuando quieras me llamas por teléfono y me dices qué plan se te ocurre para salir a dar una vuelta.

-Lo haré, preciosa.

Ernesto tardó, por prudencia, cinco días en llamar a Chelo, proponiéndole salir otra vez juntos; por prudencia, temiendo resultar pesado e insistente, que si no fuese así la habría llamado a la mañana siguiente, e infinitas veces a lo largo del día.

Chelo, por su parte, pretextó que llevaba una temporada saliendo con exceso y que sus padres se mostraban un poco enojados de sus andanzas; pero la imaginación apasionada, que no reconoce márgenes cuando se trata de conseguir el fin amoroso propuesto, dió a Ernesto la clave de un plan sagaz, aparentemente irreprochable.

-Oye, cielito, ¿tu acostumbras a frecuentar la catedral?

Cualquiera diría que Ernesto pensaba, místicamente, en atraer a la oración a su bella amiga, en proponerle un rato meditativo bajo las bóvedas centenarias de la Santa Iglesia Catedral Basílica de la ciudad del Sacramento.

-¡Oh, sí! Desde luego; casi diariamente.

-Entonces ya lo tengo. –Y sonrió Queimadelos con la satisfacción victoriosa de saberse astuto, como si creyese que el teléfono iba a transmitir el optimismo que se reflejaba en su rostro.

Prosiguió:

-¿Me escuchas? Verás que fantástico; atiende: Di en casa que vas al rosario y que a continuación te detendrás un poco en las tiendas por si hay cualquier cosa que te dijo una amiga de Madrid que acaba de ponerse de moda. En la catedral, cerca del altar del Buen Jesús, o de cualquier otro que tú prefieras, allí me tendrás, puntualísimo.

-Me parece estupendo, ¿sabes? ¿Y, a qué hora? Tú crees que a las seis sería…

-Sí, sí, a las seis. –El entusiasmo de Ernesto, el cosquilleo de aquella primera gran aventura amorosa no le dio paciencia ni para seguir hablando con su amada. Y cortó secamente colgando el micro.

¿A las seis era la cita? ¡Qué va! Ernesto no recordaba ni la hora; le parecía demasiado tarde a las seis para encontrarse con ella, creía haber oído mal, y por si acaso, para no hacerse esperar, llegó a la catedral…, antes de las cinco!

Al entrar por la puerta de Santa María se asombró de la majestuosidad de los pilares que sostienen las arcadas del pórtico; le parecieron más grandes y más sólidos que nunca. Todo le parecía acrecentado, que incluso el, el mismo, se sentía más fornido, más varonil al verse metido por primera vez en una verdadera cita de amor. Y se dijo en silencio, para su intimidad gozosa:

-“¡Que sortilegios tiene el cariño: Hace que veamos las cosas con matices nuevos y más claros!”.

Se signó atropelladamente, pero dándose cuenta de ello, rectificó, y también se santiguó. Se sentía anhelante, pero al mismo tiempo lleno de cierta paz que le era desconocida. Otras veces al entrar en la catedral se sintió apremiado por el cumplimiento del motivo que le llevaba hasta allí, y lo cumplía con ansiedad de volver pronto a la calle, de quitarse de encima el deber del recogimiento piadoso. Enfrente, unas mujeres –numerosas- y unos hombres y niños –los menos- recitaban sus plegarias con un hilo de voz suave, lento y dulce, convirtiéndose el murmullo total en una armonía sublime. Atraído por el rumor de los rezos, se olvidó por un momento de su amiga para meditar largamente en la bondad del Hijo de Dios, que quiso quedarse cuando marchó a su reino; que dejó su cuerpo y su sangre sacratísimos para alimento espiritual de los fieles al Sagrario; que permitió a los hombres que le diesen culto perpetuo en la catedral de Lugo, expuesto día y noche en el altar mayor de la iglesia lucense, fundada por el propio apóstol Santiago, según asevera la tradición popular.

Después fue visitando capillas de advocación diversa, y por último se sentó en un banco próximo al altar del Buen Jesús, lugar de la cita. Allí le apeteció rezar de nuevo, y pidió con toda su alma que se le concediese el cariño de Chelo, de la mujer que él creía la más adorable del mundo. A poco llegó ella, también anticipándose a la hora convenida, y ambos volvieron a orar un poco, según ofrendó Chelo, por las intenciones que les fuesen comunes.




Desde la catedral, por la rampa de la Puerta de Santiago, subieron a la pista de la muralla, e iban serenos, optimistas, dueños de su voluntad, cual si el espíritu clásico del imperio de los césares, erectores de la grandiosa fortificación del Lucus Augusti repercutiese en sus ánimos. El adarve, en el que velaron por la grandeza de su “civitas” las legiones de Roma, convertido modernamente en paseo delicioso y de gran amplitud panorámica, compatibilizada su historia evocadora con las apetencias de los tiempos modernos, tenía que influir, como de hecho influye cualquier ambiente en las reacciones del individuo, sobre sus corazones insatisfechos de amor; tenía que, al paralelizar pasado con presente, dejarles entrever las transformaciones de que es susceptible cualquier objeto. Y en esto pensaba Queimadelos al decir:

-¿Nunca hablaste sola al pasear por esta muralla? Yo sí, algunas veces. Me entristece el olvido y el silencio de las almenas; antaño tuvieron rumor de armaduras, vibrar de espadas, voces de alerta, grandeza, orgullo, amor a la paz en medio de unos clarines que, belicosos, no hacían otra cosa que velar por la tranquilidad de su Lugo. Hoy sólo tienen nuestro pisoteo errabundo y errático, de transeúntes indiferentes.  De niño grité mil veces desde este adarve: “¡Por Santiago y por España, que no entren los moros!”. Hoy entraría cualquiera, musulmán o no, con sólo unos cañonazos irreprimidos; pero, en fin, eso es cosa de bélica moderna y estaba muy lejos de mi imaginación infantil. ¡Ah, y también pregunté cosas a estos muros tapizados de musgo y de hiedra! Pregunté qué se dirían tantas parejas solitarias, muy solitas, como si temiesen ser perseguidas por el resto de la Humanidad, que paseando por aquí, por aquí mismo, llevaban los ojos encendidos, los labios tremulantes, el andar soñoliento y, sobre todo, que iban juntos, mucho. Total, que pregunté cosas sensatas, pero también disparates; lo que no me contestó la muralla, pero lo sé con certeza, es que las parejas que suben aquí, sean solteros o casados, se quieren, o por lo menos, se aprecian. Tú, ¿qué opinas?

Chelo tomó a broma disparatada la perorata de Queimadelos, y se rio abundante, con ganas:

-¡Que niñerías se te ocurren! Si creo lo que dices, forzosamente tendría que admitir que hay algo entre nosotros, ¿no? ¡Vaya con las pretensiones del chico! Oye, y a propósito, ¿no quedamos el otro día en que éramos buenos amigos, pero solamente amigos?

Ernesto permaneció pensativo por unos instantes; se reconocía cobarde, pero ducho en las flexiones que admite el lenguaje para hacerse amar de una mujer, para decirle sentimientos bellos, y más aún, para hacérselos creer. Por otra parte, su cautela le echaba a perder ya que de tanto rebuscar ideas para resultar interesante, éstas se embrollaban y confundían. Pero vio una salida, y se decidió a explotarla:

-Sí; es cierto que, por desgracia mía, aún no somos más que simples amigos. Pero, considerados como tales, tenemos un querer mutuo; tenemos, y disfrutamos, por consiguiente, de cariño. Si tú, Chelo, consideras la palabra querer con una extensión muy amplia, yo mismo, considerándola igual que tú, admito que la intensidad del cariño empieza en la pura amistad para terminar en su cumbre, en el éxtasis de los amantes, humanamente hablando; luego, si nosotros nos queremos únicamente como amigos, ya estamos en el principio de los dominios del amor. En el principio, sí, pero dentro de él, en él mismo!

-¿Sabes que se me ocurre?

-No, mujer; que ya soy Bachiller, pero adivino, no!

-Pues, sencillamente, que deberías estudiar filosofía. He notado que te gusta buscar enredos léxicos donde no hacen falta. Sí, sí, de verás, que eso te iría bien; y mejor aún si te especializas en filología; o no, claro que no: pobrecillas palabras, cuanta guerra les ibas a dar con tus análisis!

-Descuida, que eso bueno está de hacer. –Y sin apenas darse cuenta de ello, como si no pudiese contenerse sin hablar, sin decirle todo el secreto, lo fue revelando a la vez que sentía un descanso confortador en su mente enfebrecida de preocupaciones-: Ni me especializaré en filología, ni estudiaré Filosofía y Letras, ni seré jamás otra cosa que un vulgar chupatintas, y eso si encuentro colocación. Tal vez tu no lo sepas, pero yo te lo digo aun exponiéndome a que me consideres un pobrete despreciable y me retires tu amistad; es que prefiero desengañarte en tiempo. Se acabaron mis estudios, se terminó el soñar con laureles; y no es por falta de deseo, no; pero en mi casa hace falta ganar mucho, y pronto, antes hoy que mañana. Claro que no me doy por vencido si me coloco; una vez empleado estudiaría por libre cualquier carrera, pero ese procedimiento es cansino y retardado; más que estudio habría que llamarle formación supletoria. En fin, que a fuerza de trabajo, y si Dios me da suerte, aunque consiga enamorar una mujer de clase social más elevada que la mía, yo haría méritos y dinero para ser digno de ella. ¡Oh, Chelo, cuánto me cuesta decirte esto! Pero mi conciencia me dicta que debo repetir la historia de mi pobreza a toda mujer que sea más que yo, para no engañarla, y aquí me tienes poco menos que extendiendo la mano para pedir limosna, una limosna de amor!

Ella se mostró extrañada:

-La verdad, Ernesto, no puedo creerte. Yo te veía siempre elegante y supuse que serías de buena posición y que estudiarías carrera universitaria.

Queimadelos evocó entonces la figura grácil y menuda de Nita, su hermana, lavando todo el día en el arroyo de la Chanca para que el pudiese comprar sus libros y sus trajes.

Chelo proseguía:

-Pero no tienes necesidad de hacerte el humilde de esta manera. Si estudias trabajando será mayor tu mérito, y aunque retrases el final de una carrera en uno o dos años ese tiempo es poca cosa a tu edad. Yo conozco chicos que lo hicieron así!

-Y yo también; pero ellos saben los sacrificios que les costó tal sistema. En fin, que estoy haciendo el tonto con mis lágrimas; perdóname, Chelo; perdóname y olvida esta confidencia tan insustancial como inoportuna. Ahora me doy cuenta de que sólo debo hablar de esto ante quien me pueda ofrecer un trabajo, para conseguirlo; una prueba de mi ridículo es que veo en tus ojos el mirar de la compasión, de la caridad. –La transición de Queimadelos al llegar a este punto de sus confidencias fue ruda pero emotiva; sintió rubor y remordimiento de sus palabras. –No, mil veces no; -prosiguió-; no puedo soportar que se me mire así, como a un mendigo. Por favor, Chelo, háblame de otra cosa ya que no se me ocurre ninguna idea opuesta a ésta, nada que la borre para el tiempo que esté contigo; di cualquier disparate para contrarrestar los míos.

Pero ella aún le miró más profundamente, con cariño, con un afecto surgido de la conmiseración que sentía por el chico. Le hubiese gustado mimarle para que olvidase sus penas.

-Pero, hombre, no digas tonterías; te digo que yo no tengo –eso afirmaba- ni pizca de compasión de ti…, puesto que no la necesitas. Eres joven, inteligente, así que, ¿para qué quieres haber heredado aquello que puedes conseguir por ti mismo en pocos años? ¿Es que nunca se te ocurrió mirar atrás para darte cuenta de que eres un príncipe con respecto a la generalidad de nuestros paisanos? Sí, un príncipe, puesto que la inmensa mayoría de nuestros coterráneos, hoy en día, carecen de la formación que tú posees. ¿O es falsa modestia? Lo que sea, pero el caso es que no tienes motivo para tus humillaciones.

¡Cuánto agradeció aquellas palabras! Terminó de enamorarse de ella, y no es extraño puesto que el amor brota de los motivos más diversos, uno de ellos del agradecimiento por una palabra de comprensión y aliento.

-Chelo, eres una bendita entre todas las mujeres de este siglo, del XX. Estoy seguro de que ninguna otra se portaría como tú.

-¿No querías cambiar de conversación? Pues hagámoslo, que también yo lo deseo. Mira aquel edificio de allí enfrente; es la cárcel de Lugo. ¿Te parece que hablemos de ella?

-¿Más cárceles aún? Yo la tengo en mi mismo, con mis problemas de trabajo, y también con este fuego interno que voy empezando a notar que pugna por salir y hacerse volcán para atraer a quien amo, pero los grilletes de mis circunstancias no me dejan salir, non me dejan en libertad.

Chelo, como si no se diese por aludida, desvió la conversación con un comentario:

-¿Tú conoces a mi primo Atilano? Claro que le conoces pues recuerdo haberle visto en tu pandilla. Ahí está, detrás de esas verjas; era cajero de un Banco, y de acuerdo con una banda de falsificadores les canjeaba billetes falsos por auténticos del Banco de España, para luego el hacerlos circular en los pagos. La tentación de ganarse unos miles participando en aquel trapicheo acabó llevándole a presidio. Pobrecillo, era tan bueno y tan trabajador; al menos eso parecía; pero la moneda lo enloqueció. Desde luego que hace falta ser probo para su cometido, y él no lo demostró. Lo que también se precisa, además de conciencia, es inventar una máquina que suene cuando alguien trate de pasar billetes ilegales…

-Sí que lo conocía, pero no a fondo. Además de tonto fue débil, y los débiles no valen para la caja de ningún establecimiento. ¿Quieres que vayamos a visitarle y le llevamos algún obsequio, algún libro de religión, por ejemplo, que le ayude a recapacitar y a enmendarse?

Entraron en la cárcel. Queimadelos meditó en aquella lección experimental: que el trabajar por cuenta ajena significa algo más que el esfuerzo manual o intelectual, algo más que la remuneración de fin de mes; significa formarse moralmente, educar con toda disciplina las inclinaciones de la carne; en definitiva, ser fiel, absolutamente, a la misión encomendada. Por su parte estaba seguro de sí mismo, y creía en los dictados de su conciencia, bien formada y escrupulosa, pero celebró haber conocido de cerca las consecuencias de los deslices del honor para imponerse a sí mismo una gran disciplina de conducta, apartando de la mente toda tentación, toda idea remota que, por evolución, pudiera situarle en peligro de delinquir cuando trabajase en cualquier ocupación.
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Intercesión

Ya se le había ocurrido paseando con él por la muralla, pero no se atrevió a insinuárselo temiendo que después no pudiese sentirse capaz de hacerlo. En el negocio de su padre, Porfirio Rancaño, mayorista en la compra de reses, había varios chicos que desempeñaban diversos cometidos de oficina. Aquello podía ser útil para Queimadelos, y una plaza para él, caso de no existir vacante, podría crearse provisionalmente, igual que se había hecho cuando su padre se sintió inclinado a emplear otros jóvenes en situación apurada.

Lo espinoso del caso estaba en decírselo a su padre; ¡ay, decírselo!, eso sí que le daba apuro de verdad. Chelo lo meditó mucho antes de decidirse; incluso volvió a salir con Ernesto, varias veces, en cuyos encuentros escuchó nuevas ternezas, que le hacían renacer los deseos de ayudarle, pero siguió ocultándole su proyecto; temía principalmente dos cosas: que su padre se negase a admitirlo, y que el hecho de interceder, de colocarle en las oficinas de su casa, le violentase ante él; que su protegido se sintiese avergonzado frente a ella por haberle ayudado.

Tres o cuatro semanas después de confidenciarle Queimadelos que necesitaba y deseaba trabajar, Chelo se decidió a poner a su madre por intermediaria; hablando las dos a su padre veía más seguro el éxito de su proposición.

Llegaba Rancaño de presenciar en la estación del ferrocarril el enjaule de una partida de reses, destinadas a los mataderos de Madrid. Como siempre, por inveterada costumbre que no abandonaba, llamó con palmadas escaleras arriba antes de llegar al primer piso, en el que vivían, para evitar cualquier espera frente a la puerta. Le enojaba que no se le abriese con prontitud. Después tiraba el sombrero donde le viniese a mano, besaba a su esposa y a su hija, haciendo con ellas algún comentario sobre lo que más le hubiese impresionado en la jornada, y a continuación se iba al diván de su despacho particular para tumbarse a lo largo mientras no le avisasen para la mesa, cosa que tampoco podía demorarse sin exponerse el servicio a su humor fácilmente excitable. Aquel día el comentario versó acerca del rendimiento de las reses enviadas:

-Hoy sí que hice un negocio excelente; casi cien pesetas de beneficio neto por res facturada. De esta remesa os va a tocar algo, así que ya podéis pensar en lo que se le antoje a cada una.

Y se fue, como de costumbre, para reposar en su diván.

Ambas se miraron gozosas; Chelo un poco nerviosilla.

-Ya lo ves, hijita, regalo a la vista. Un poco gruñón, pero de corazón excelente. ¿Qué piensas pedirle?

Fue espontánea:

-No se me ocurre nada, mamá, pues nada especial necesito…, fuera de vuestro cariño! Lo cierto es que Dios, y de parte suya, papá, nos tiene dadas demasiada cosas…, en estos tiempo de postguerra, tan críticos!

La madre se asombró de oír a su Chelo aquellas frases, aquellas conformidades que no eran habituales en ella, que siempre fuera un tanto antojadiza.

-¿Y qué? ¿Qué ha podido ocurrir para que hoy te muestres tan sencilla? Es la primera vez que te oigo decir que tienes demasiadas cosas.

-Es cierto, mamá. Tenemos más riqueza de la que se necesita para vivir cómodamente; con respecto a nuestro entorno, se entiende. Que no te sorprenda, pues no se trata de que me haya metido a limosnera y desee repartir nuestros bienes, pero es que voy conociendo que hay mucha gente que sin ser lo que se dice pobres tienen grandes necesidades que no pueden satisfacer. Te voy a contar un caso que se me ocurre ahora: -y procuró fingir espontaneidad en su revelación- Un chico, que le conozco desde el Instituto, Ernesto Queimadelos, aprobó hace poco la reválida del Bachillerato. Su padre es fontanero, y tiene una hermana lavandera. Ya ves, una familia humilde. Pues bien, este chico, que te advierto que es listísimo y muy serio, formalote, no puede hacer carrera porque non tienen medios para ello, así que anda desesperado buscando algún trabajo que le vaya bien. ¡Ah, y para colmo de desdichas su madre siempre ha sido débil, y su padre está enfermo del hígado, así que se ven envueltos en gastos que no pueden soportar.

Chelo se acordó de haberle oído decir a Ernesto el día anterior que su padre andaba griposo, así que decidió pasarle la gripe al hígado para dramatizar su súplica.

-Bien, -repuso la madre; -me agrada que vayas reconociendo lo que debes a tus padres, y también lo que nosotros debemos a la suerte…; ¡a la suerte, y a los esfuerzos de tu padre! Lo que no veo claro es que…, ¿qué es lo que insinúas a propósito de ese chico? ¿O es que deseas hacerle un donativo? Me temo que vayas a quedar mal, porque la gente que no se considera de clase muy humilde, -ten en cuenta que el chico tiene estudios-, se ofende si se les socorre, aunque lo estén necesitando; sólo aceptarían regalos, y en tal sentido no se les puede dar nada…, porque no tenemos confianza!

-Es que no pensaba en donaciones…

-Cada vez te entiendo menos, hijita.

-Te lo diré todo, al completo, mamaíta: -Y prosiguió para sus adentros: -¿Todo? ¡No, sólo un poquito! –Te lo diré, pero tienes que prometerme no enfadarte.

-Sí, te lo prometo; pero suelta pronto, que me estás intrigando.

-Este chico, Ernesto, me rogó que le pidiese a papá una plaza en sus oficinas, pero no me atrevo a hacerlo y quisiera que se lo dijeses tú. Le conozco muy bien y me consta que es competente, leal e inteligente. ¡No sabes que obra tan buena, y tan acertada, haríamos si papá lo emplease; en lo suyo, o en algo donde pueda influir! Estoy segura de que no nos defraudaría; de que se portará bien, y con eficacia.

Su madre la abrazó:

-Has hecho muy bien en decírmelo; y tienes razón en que somos demasiado ricos, y aunque papá gaste mucho en sueldos, acaso más de lo que se necesite, bien lo compensa la satisfacción de saber que empleamos el dinero, las ganancias, en favorecer familias que estaban en paro o en otras situaciones difíciles. Hoy mismo, le hablaré de ello, pero en la cama…, que es donde los hombres obedecen a las mujeres!

-¡Gracias, mamá; pero qué lista y que buena…; trataré de parecerme a ti! –Y Chelo abrazó a su madre con toda efusión. Le hubiese gustado decirle que Ernesto era su…, ¿su, qué? Pero aún no estaba segura de sí Ernesto era amigo o novio; en aquel juego petitorio cabía el riesgo de perder lo conseguido, la comprensión de su madre.

En el paseo del día siguiente ya le dijo a Ernesto que su padre había decidido colocarle en substitución de un oficinista al que dedicaría a controlar pesos y liquidaciones de los tratantes que compraban para ellos en las ferias. Queimadelos se sintió profundamente agradecido, pero a la vez sumido en un complejo de inferioridad frente a su protectora. La alegría de haber encontrado, por fin, una colocación, tan buscada y tan deseada, esfumó aquellos temores, y ambos lo celebraron paseando su dicha en agradable intimidad por el Parque de Rosalía.




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Laborando

Queimadelos se sentía optimista ante la proximidad de percibir un sueldo por primera vez; estaba gozoso de haberse colocado, pero a la vez un poco nervioso temiéndole al proceso de adaptación.

El jefe de la sección de Compras era afable con los empleados, y Queimadelos notó enseguida esta cualidad, sintiéndose más seguro de su optimismo. Le hizo algunas preguntas acerca de su formación y antecedentes, pero todas con corrección y diplomacia, convirtiendo su interrogatorio en una verdadera charla. Le preguntó principalmente si tenía nociones de contabilidad, de mecanografía, del manejo de ficheros, de estadísticas y de redacción comercial, en cuyas materias Queimadelos tuvo que confesarse algo ignorante pues ninguna de ellas le había sido precisas en su Bachillerato, únicos estudios que poseía. Pero no tuvo que torturarse pensando en la dificultad de desconocer todo aquello pues el jefe de Compras le propuso amablemente un medio para orientarse inicialmente.

-De momento llevarás los ficheros y anotaciones caligráficas, mientras no domines la máquina, así como el cálculo de las operaciones que sepas resolver; simultáneamente a todo esto se te dejarán horas libres para que aprendas contabilidad y mecanografía en una academia especializada, que aquí en Lugo, ahora, las hay en todas las esquinas. 

Como su admisión había sido un tanto marginal a la plantilla, sus servicios no apremiaban, quedándole amplias facultades para imponerse en los conocimientos esenciales de oficina; su colocación era de auténtico meritorio, aunque recibiese emolumentos de técnico, pero Queimadelos supo corresponder a las atenciones recibidas poniendo todo interés y esmero en cumplir el cometido que se le había asignado y en alcanzar la preparación adicional que precisaba para dominar su tarea.



Transporte de ganado

Aparte de la correspondiente contabilización de las operaciones realizadas, la sección de Compras cuidaba especialmente del engranaje de los servicios de adquisición confiados a delegados oriundos de la misma comarca en que actuaban, para facilitar así el conocimiento de las ganaderías locales; de estudiar las perspectivas de precios, cotejando los informes que proporcionaba la sección de Ventas relativos a mercados consumidores, tarifas, competencia y transportes, con los datos facilitados por los tratantes comarcales sobre oferta, competencia, calidad de las reses, abundancia de pastos o escasez de estos que influyese en la oferta futura, pérdida de peso en los traslados desde el lugar de origen al embarcadero más apropiado, etcétera; y también de adaptar las inversiones, calculando su empleo más lucrativo, a las disponibilidades que en cualquier momento pudiera presentar la sección de Ventas, habida cuenta de que los cobros aplazados no se realizarían hasta el vencimiento de los efectos correspondientes a menos de presentarlos al descuento en una entidad bancaria.

Todo esto correspondía a Compras desde el punto de vista económico-financiero; contablemente se limitaba a llevar los libros y registros legales, así como aquellos otros que permitiesen un claro y oportuno conocimiento de la situación mercantil de la empresa Rancaño.

Compras y Ventas, además de los informes recíprocos que se facilitaban, tenían un principal enlace en la cuenta y negociado de Caja, a cargo de un empleado de la más absoluta confianza, encargado de cobros y pagos, de las operaciones bancarias y de la emisión y recepción de documentos que justificasen los movimientos de efectivo. Aparte del arqueo diario que verificaba el cajero, los jefes de Compras y Ventas tenían la facultad de revisar las existencias en cualquier momento que creyesen oportuno, y obligatoriamente los días quince, o anterior laborable, y también al final de cada mes.

Al cabo de cada jornada, fundidas las contabilizaciones de la sección de Compras, de la de Ventas, así como las del departamento de Caja, y enlazadas por cuentas de orden las partidas que afectasen a diversos servicios, se procedía a confeccionar un resumen total, global, que sería vertido en los libros oficiales.

La estadística general de la empresa no precisaba unificación puesto que en cualquier momento que fuese deseable se cruzaban informes de una a otra sección, complementándose así los servicios de todas ellas.

A Queimadelos, a pesar de carecer de estudios técnicos, mercantiles, no le fue difícil hacerse cargo de la forma en que funcionaba, tan meticulosamente, la organización empresarial de don Porfirio Rancaño. Y acoplando, según procediese, los conocimiento contables que estaba adquiriendo en una academia con la práctica de las operaciones que veía reflejar diariamente en los libros, ficheros, y registros de la oficina, fue comprendiendo el engranaje de todo sistema financiero: El por qué se adeudaban las cuentas y el por qué se abonaban. La conexión que existía entre unas y otras y su posición frente a la empresa. Sus ventajas al ofrecer en síntesis fácilmente comprensible, y en cualquier momento, la verdadera situación de cada uno de los valores que formaban el patrimonio de don Porfirio. La aplicación de la estadística para establecer cálculos de probabilidad del negocio y orientarlo hacia el campo de actividades más lucrativas en proporción al desembolso y al trabajo que para ello se necesitase. La ordenación en signo a mayor productividad y menor esfuerzo del personal empleado en cada función; la especialización de este al procurar el conocimiento de ciertas normas de trabajo, que Queimadelos consideraba “trucos manuales” mientras no comprendió que todas eran pura ciencia, basada en la experiencia de todas las generaciones oficinísticas, cada una de las cuales había aportado su granito a la técnica de cada profesión.

Todo lo vio por un proceso de comprensión aritméticamente progresiva, en el que los avances sobre cada materia dependían de la observación de la forma en que trabajaban sus compañeros y jefes, del estudio complementario que el realizaba sobre los textos, y del mayor o menor grado de atención que pusiese en adaptar los conocimientos teóricos con la práctica de cada día.

Se dio cuenta, también, de que el capital, por sí solo, limitándose a servirse de él sin someterlo a reproducción, tendía a reducirse en consonancia con los gastos, a situarse en la posición de cero, de nada, en la que moría indefectiblemente por traspaso a nuevos poseedores. Y considerando todo esto, se dio cuenta de que la contabilidad, síntesis de la administración, no era ningún artificio creado por la comunión de conocimientos matemáticos, económicos, políticos y de la expresión escrita de las ideas, sino la aplicación de unas normas, de unos principios que brotan de la Naturaleza misma, que son innatos al hombre con sus propiedades de crecimiento, conservación y/o deterioro.

Queimadelos se decía a sí mismo, meditando sobre los textos contables, muchos de ellos confusos por apartarse en sus explicaciones de la sencillez original, so pretexto de más fácil comprensibilidad: El hombre, mirándose introspectivamente, mirando las cosas de la creación que le rodean, comprendió que la vida necesita alimentarse de algo para sostenerse, para fructificar; incluso los seres inanimados, cualquier planta silvestre, por ejemplo, se nutre de la tierra, de la que no puede separarse sin peligro de perecer; la tierra se nutre del empobrecimiento de las rocas; las rocas se forman de la solidificación de los materiales pastosos y candentes del centro de nuestro planeta; e incluso esa materia ígnea nace de la voluntad del Creador, que permitió su existencia y su conservación. Lo único que no precisa sostenerse de nada es Dios porque en sí mismo se hallan todos los principios de cuanto existe o pueda existir. Todo, pues, necesita de cuidados para no desaparecer; y ya tengo el fundamento del capital: capital es aquello que tiene existencia, que tiene utilidad fija o relativa y que pertenece a alguien; luego, si pertenece a alguien, ese propietario es quien tiene que cuidarle para su conservación; pero no sólo conservarle, sino hacerlo reproducirse puesto que la reproducción es una de las leyes naturales más fundamentales, y también voluntad del Creador, expresada por Jesucristo en la maravillosa parábola del premio que recibe quien no sólo conserva sino que multiplica los talentos que le han sido encomendados para su administración. De este modo se deduce claramente la necesidad, ¡y el deber!, de administrar adecuadamente los “talentos” (valores de cualquier índole) que nos hayan caído en suerte. La administración también nos la enseña la Naturaleza misma: todo necesita de elementos favorables para su conservación; toda reproducción implica el concurso de diversas facilidades y de diversas situaciones; todo, para multiplicarse, necesita sufrir algunas variaciones en sus materias constitutivas. La administración de un capital no es otra cosa que proporcionarle los medios oportunos de conservación, de reproducción y de multiplicación siempre que ello sea propiedad del valor administrado.

Otra enseñanza que recibió de su empleo fue la comprensión de los fines que realiza toda empresa, todo comerciante individual y toda compañía mercantil o industrial. En primer término, con apariencia de dominarlo todo, de ser único motivo de acción, el lucro de los propietarios, la multiplicación de su capital; el propietario no suele pensar más que en su conveniencia al idear la explotación de cualquier negocio, pero de él se derivan múltiples beneficios, y a veces también inconvenientes, que repercuten en la sociedad. Después del propietario, o incluso más ampliamente que éste, siempre que concurran especiales circunstancias, se beneficia el trabajador, quien a cambio de su esfuerzo, manual o intelectual, consigue obtener un sueldo que le permite satisfacer sus necesidades naturales, y aún aquellas otras que le impongan los convencionalismos de su clase social, así como las de los familiares que de él dependan. Se benefician en último lugar, de un modo más superficial y genérico, pero se benefician, todos aquellos a quienes llega, directa o indirectamente, la influencia del progreso industrial, la competencia mercantil, el mejoramiento de la producción; en una palabra, el bienestar social que se amasa con la colaboración activa y fructífera de todo el género humano.
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Hacía meses que Queimadelos trabajaba en las oficinas de Rancaño; pero sus amores con Chelo continuaron siendo desconocidos para toda la familia de ella, hasta que un día se cruzaron con Porfirio Rancaño en la puerta del Círculo de las Artes; era la segunda vez que veía a su hija acompañada de Queimadelos y le escamó tanto que en días sucesivos procuró averiguar todos los antecedentes de su empleado y de las relaciones que mantenía con su hija. Una mañana, antes de bajar a las oficinas, le mandó a Chelo, con imperio, que pasase a su despacho particular, y ésta entró en él temerosa de haber incurrido en las iras de su padre, no frecuentes pero intensas cada vez que se malhumoraba:

-¡Hola, papá! ¿Me querías algo? –Le dijo con un tono de voz vacilante, que pretendía ser tierna y amable pero sin apenas conseguirlo.

El utilizó un equívoco basado en las palabras de su hija:

-¡Claro que te quiero, tontuela, y precisamente por eso me preocupo de tus cosas! Vamos a ver; ¿me prometes decir la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad, en lo que te pregunte?

-Sí, papá; claro que te lo prometo, como siempre! Anda, dime pronto lo que sea, que estoy en ascuas; ¿es que me porté mal en algo?

Rancaño hizo caso omiso de la pregunta de su hija e inició su interrogatorio:

-A Queimadelos le conoces del Instituto, ¿no?

Ella afirmó temblorosa, con un gesto, temiendo que la regañina fuese directamente por sus relaciones.

Rancaño continuó:

-Si le conoces desde entonces, sabrás todos los pormenores de su vida; cuéntamelos!

-No sé a qué viene esto, ni por qué me lo preguntas, pero te prometí decir la verdad y lo haré: es un buen chico, ¡como pocos! Y muy estudioso. Que es trabajador ya lo sabes tú, tú mismo, por la oficina. En el Instituto destacaba por su amabilidad, corrección y aprovechamiento; tenía fama por ganarse matrícula en todos los cursos. Su padre es fontanero, y su hermana, una lavandera, de esas que bajan a la Chanca. De familia más bien pobre, que por ello, nada más aprobar la reválida, buscó trabajo. Yo le conocía, y simpatizábamos; por ello me dio lástima, así que rogué a mamá que te pidiese su colocación. Eso es todo.

Rancaño observó cómo su hija, al contestarle, bajaba la cabeza, ruborosa, temiendo que su expresión dijese más aún que sus palabras.

-No, no es todo. Me falta precisamente lo que más nos interesa: Sois novios, ¿verdad?

Chelo, tímida, no le contestó.

-Sé que lo sois, que os lo he leído en la cara, y no me agrada que me lo ocultes. Pero esto no puede seguir adelante sin dejar bien sentada esta consideración: tú sabes que es pobre, que no puede compararse nuestra posición con la suya.

-Lo sé, papá. –Admitió ella, con los nervios ya excitados.

-Bien; puesto que lo reconoces, me vas a contestar sincera y definitivamente, pero antes te doy unos minutos para pensarlo: sabiendo que ese chico, ese…, ese novio, es de familia humilde, ¿te arrepentirías algún día de haberte casado con él?

Salía Rancaño para dejar sola a su hija mientras reflexionaba en la postura que debía adoptar, pero ella le detuvo cogiéndole afectuosamente del brazo.

-Papá, no me hace falta pensarlo; lo tengo decidido: le quiero, y mucho, tal y como es; además tengo la percepción de que en mi persona ve su complemento en lo personal, que no en el patrimonio. Su egoísmo está en mi persona, en la reciprocidad de nuestro afecto…

La interrumpió:

Tú lo has querido así, y esperemos que en esta ocasión no seas tan veleidosa como lo has sido en tus estudios… ¡Ya sabes a qué me refiero, pues mi ilusión era que estudiases Veterinaria…! Luego no culpes a nadie. Queimadelos es tu novio, ¡y por mí, aceptado! Lo que deseo es que siga mereciéndote; y también que no se prolongue vuestra relación, pues, por lo que veo en nuestro entorno, los noviazgos prolongados son tan inseguros como los breves! Ya estudiaremos cuando sea oportuno que os caséis…, que en eso alguna responsabilidad también tenemos los padres. ¿Sí, o no?

Se abrazaron con afecto compartido. ¡El pacto quedó sellado con aquel abrazo!
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Alternativas



De día en día Queimadelos fue mejorando la estima en que se tenían sus servicios, y también la simpatía –primero- y cariño –más tarde- con que se le acogía en la familia de los Rancaño. Su laboriosidad, su interés por superarse y por ser útil a la empresa le granjearon la absoluta confianza y estima de su jefe, pero también el celo de sus compañeros al observar que les ganaba terreno, y así se originaron algunas discusiones en las que fue acusado de adulador, de hipócrita y de mal compañero, defendiéndose con razones de este tipo:

-No obraría noblemente si adulase a mis superiores, o si anduviese con enredos y chismes; pero nada de esto ocurre puesto que si me dan atenciones es porque hago los medios de merecerlas poniendo interés en los asuntos que se me encomiendan. ¿Qué tenéis, pues, que objetar?

En toda agrupación siempre existe algún individuo que sea la fruta dañada y dañina de la cosecha; allí también habría alguien que gustase de apurar las discusiones:

-Bueno, Queimadelos, no nos vengas con historias, que la hija del jefe no se camela con modales de ángel; ¡le gusta la juerga y el trapío; vaya si le gustan!; así que no nos cuelan tus confesiones! El caso es que supiste jugar la partida, y si lo hiciste limpio, eso ya no nos consta.

Queimadelos optaba por callar, aunque le quedasen alegaciones, porque comprendía que las enemistades entre compañeros de trabajo son algo horrible al verse diariamente las personas enojadas, y que de estos enfados no resulta más que nerviosismo, despego por el trabajo, desconexión en los servicios de la empresa y, muy especialmente, recelo para los clientes de entidades que necesitan constantemente la confianza del público –banca, seguros, agencias de negocios, etcétera-, quienes, al observar discordias interiores, piensan mal de la disciplina y de la formalidad de la empresa cuyos servicios utilizan.

El jefe de Compras, ya entrado en años, delicado, y dueño de algunos ahorros y de una propiedad en una aldea próxima a Lugo, decidió retirarse al caserío para vivir en reposo los años que le faltasen de existencia. No tenía hijos, y en la aldea contaba con familiares próximos a los que confiar su ancianidad. Queimadelos pasó a sustituirle.





Al principio no le satisfacía su cometido, principalmente por lo que respectaba al trato con los compradores delegados, gente ruda, embrutecidas por su continuo bregar con las reses, y maleados por haberse apropiado a lo largo de sus andanzas del receloso tratar de los campesinos; lo animó más que nada, aparte de su amor propio por lucirse ante Chelo en una categoría superior, el aliciente de los continuos viajes de entregas, recogiendo ganado en los puntos más dispares de las carreteras de la provincia, a los que concurría en las ocasiones de confidenciar nuevas normas a los delegados o de hacer pagos importantes en las localidades donde no existiese corresponsalía bancaria.

El nuevo jefe de Compras de Rancaño pronto se hizo popular en los medios ganaderos por la sagacidad que empleaba con los delegados, a los que traía intrigados con su política de contraórdenes desconcertantes para el campesino e incluso para los compradores rivales. Le motejaron de reviravoltas por sus cambios de posición respecto a precios y condiciones, inexplicables para aquella gente que no reconocía otro plan financiero que la estabilidad de cotizaciones y los beneficios obtenidos por fraudes en el peso estimado, por el machacante regatear con los labriegos y, claro está, el rendimiento que le proporcionase a Rancaño la diferencia de tarifas entre el precio que les pagaba y el que obtuviese en sus remesas.

Reviravoltas para los ganaderos era el novio de la hija del amo, un chico demasiado joven y demasiado fino para meterse en negocio de reses, un inexperto que no sabía decidirse por una pauta mercantil para seguirla después con fidelidad religiosa. De él se decían:

-Somos (y hablaban así con toda propiedad) los compradores más fuertes de la provincia, y también, al tener un mismo amo para muchos, los más unidos. Cuando comunican baja de precios compramos barato porque la competencia se guía por nosotros al interesarle la diferencia, lo cual está claro; pero lo que no tiene razón es que al subir nosotros también lo hagan otros ganaderos. ¿A qué vendrá esta tirantez, esta competencia alocada, si con ser los más unidos y adinerados ya manejábamos una parte considerable del negocio?

A juicio delos compradores delegados bien absurda era la administración de Queimadelos; pero desconocían que bajo aquellas especulaciones se realizaba un plan medio diabólico pero muy transcendente para la conversión de la empresa Rancaño en monopolizadora de las transacciones ganaderas locales.

A Rancaño no fue fácil convencerle de que el plan mercantil de su encargado de compras, en el mercado que a él le interesaba, daría óptimos resultados; y lo decidió un ruego de su hija, amante de la aventura, creyente y ansiosa de la fácil ganancia que predecía Ernesto, pidiéndole dejase cierta libertad de acción a Queimadelos ya que este se comprometía al buen fin de sus propósitos. Perder unos cuantos miles no representaba gran cosa para el patrimonio Rancaño; los perdió, en efecto, a veces, pero fueron compensados con las diferencias que producían los inesperados bajones que ordenaba Ernesto a sus delegados.

A los pocos meses de vigencia de aquella política de compras la empresa ganadera Porfirio Rancaño había conseguido sacudirse la competencia de pequeños tratantes en varias comarcas de la provincia, y en algunas otras se producían síntomas de relajamiento en agrupaciones ganaderas de escaso capital, que si bien no amenazaban desaparecer, por lo menos se les había colocado en difícil situación de competir con la firma Rancaño en los mercados de absorción.

Esta fue la primera parte del plan de Queimadelos. Los compradores mediocres se habían retirado en mayoría al no poder soportar las alzas que el provocaba en el mercado con frecuencia acelerada; y los que seguían pegados a su profesión corrían el riesgo inminente de arruinarse en cualquier baja de cotización de venta que les cogiese con existencias de ganado superiores a sus posibilidades de alimentación o de inmovilidad de capital, puesto que el mercado se abastecía con reses de Rancaño vendidas por debajo del margen de compra y gastos.

A su proyecto audaz y egoísta sumó, en segunda parte, la ética que corresponde a un negociante ilustrado y religioso, capaz de distinguir hasta donde llegan los fueros mercantiles y en donde empiezan las obligaciones morales del comercio: rehusó la admisión de empleados de la calle y dio toda clase de facilidades para que se sumasen a la empresa aquellos tratantes que estaban en peligro de quebrar, impotentes ante los manejos de la casa Rancaño. Así que en realidad su obra consistió en cerrar la gestión privada de pequeños capitalistas y abrirles las puertas de su empresa, admitiéndoles como compradores suyos a condición de que invirtiesen su dinero en acciones de Rancaño, siempre que lo tuviesen, depositando los títulos en el negocio como garantía de su labor, aunque en realidad lo estuviesen para evitar futuras desviaciones de aquel capital.

Una vez dado el gran paso de disminución de la competencia concentró su atención en reformar el sistema mercantil de la empresa y en dar facilidades y mejoras económicas a los empleados de la oficina y también a los delegados rurales.

Deza, a propuesta de Queimadelos, sustituyó al jefe de la sección de Ventas por traslado de este para la delegación de la zona catalana, en la que contaban con importantes distribuidores. Aceptó con sumo grado aquel empleo, liberatorio, por su excelente remuneración, de las complicaciones que le proporcionaban sus pequeñas finanzas por inexistencia de normas regulares que las hiciesen llegar a buen fin.

Entre el jefe de Ventas y el de Compras existía un cierto paralelismo profesional, con márgenes no siempre bien definidos, que con los antiguos titulares habían ocasionado serias disconformidades de influencia. La casa Rancaño no se regía por reglamentación interna alguna, basándose la serie de derechos y deberes de los trabajadores en el recuerdo de las manifestaciones verbales del patrono, no siempre claras y precisas, ya que a don Porfirio Rancaño, dueño de cuantiosa fortuna, no le apremiaba una organización minuciosa de su negocio. Mas Deza y Queimadelos, considerando que mercantilmente son insuficientes las reglas de cualquier armonía amigable para evitar digresiones que puedan repercutir en el feliz desarrollo de la empresa, presentaron a don Porfirio unas Bases de Gestión y de Personal, comprensivas, entre otros apartados, de las atribuciones de cada uno de los jefes de sección de la oficina central, de los delegados regionales de ventas, de los compradores comarcales, y del personal administrativo. Rancaño, receloso como siempre ante cualquier innovación de su negocio, vaciló en darles su aprobación, pero, una vez convencido de la oportunidad de la propuesta, se alegró de haber depositado su confianza en dos hombres capaces de imprimir una mayor productividad a su empresa, despersonalizándola al dotarla de un excelente engranaje entre los diversos servicios y funciones de la casa.

Queimadelos, particularmente, aún propuso más: que se le proporcionase capital para establecer una pequeña fábrica de embutidos, conservas y otros derivados del sacrificio de ganado vacuno y de cerda, a condición de que el sólo percibiría los beneficios que se produjesen, destinando un elevado porcentaje de los mismos para reintegrarle a Rancaño su desembolso original. La finalidad de esta empresa sería que Queimadelos fuese en pocos años propietario de la tal fábrica, constituyéndose en capital respetable para aportar al matrimonio una dote que no desmereciese demasiado del patrimonio de su futura; siéndole aceptada esta injerencia por su empeño en realizarla, pero no por agrado de la familia Rancaño, quienes abogaban por un próximo enlace, ofreciendo a Ernesto, para suplir el proyecto de la fábrica, darles a él y a la hija un capital idéntico (a él, contablemente, como gratificación por servicios especiales prestados a la firma), y que lo invirtiesen en cualquier actividad productiva, incluso fuera del círculo tradicional en la familia de negociación con reses.

En esto estaban al sucederse episodios imprevistos; mas no en el negocio, donde todo marchaba con ritmo acelerado de prosperidad.

Chelo Rancaño era joven, demasiado joven para que perdurase en su mente la idea de que son incomparables la laboriosidad e ingenio de ciertas personas con la arrogancia, galantería y abolengo de otras. Esto presionaba bastante, y su complemento lo halló en el medio social frecuentado: exceso de vitalidad mal dirigida, abundancia de dinero para permitirse cualquier capricho, formación incompleta y libre, amparada por los postulados de la nueva libertad juvenil.

Queimadelos había traspasado, demasiado bruscamente, su período de juventud, ignorante de las diversiones y de las actividades que le son inherentes aún en su forma más metódica, para abismarse en circunstancias propias de la madurez, en abnegada concentración hacia las finanzas, hacia todo lo que fuese práctico, productivo y durable.

El paralelismo se inició cuando Ernesto empezaba a comprender la paz interior que da el trabajo, el provecho material de este, y su imprescindibilidad para hacer frente a las necesidades del individuo; cuando se impuso en el conocimiento de que trabajar honradamente en la profesión de cada uno no es más que cumplir una ley de Dios, al propio tiempo que se beneficia el actuante, la patria y el orbe en general. Los dos llegaron a profesar verdadero fanatismo por su inclinación respectiva, y esta divergencia, acentuándose paulatinamente, los llevó al rompimiento inevitable.

Ocurrió una noche de febrero. En el Círculo de las Artes se celebraba el tradicional baile de disfraces, en conmemoración carnavalesca. Chelo había decidido asistir, y como quiera que Ernesto, acercándose ya la hora, no acababa de llegar para ir a la fiesta, ella bajó a las oficinas:

-Oye, ¿es que no se te ocurre pensar que te estaba esperando? Ya es tarde, y no quiero que seamos los últimos en llegar; ya sabes que estreno, y cuando más se fija la gente es al entrar, en los saludos.

-Sí, querida; lo sé. Pensaba subir ahora mismo; mejor dicho, hace un instante, pero se presentó una diferencia en balance, y como es fin de mes no debe quedar descuadrado; tal vez aparezca pronto porque debe estar en las comisiones de los delegados, últimos documentos que se registraron, y como este mes tiene pocos días no hubo tiempo de hacerlo con orden. Vete subiendo, que ya voy enseguida.

Latía el deseo de enfadarse, así que Chelo no quiso, o no supo, desaprovechar la oportunidad:

-¡Que te crees tú eso! A mí no se me hacer esperar como a un paleto que venga a cobrar unos terneros… Si prefieres los papelotes a tu novia, quédate con ellos, que a mí no me faltará quien me acompañe en el baile.

Y no bien hubo terminado de hablar cogió el teléfono para llamar a Ferreiro, un chico con el que antaño había salido algunas veces, precisamente al que más temía Queimadelos como rival por constarle que Chelo lo mentaba con harta frecuencia; le preguntó si iba al Círculo, y el tal Ferreiro, viendo la oportunidad que se le presentaba de proseguir su flirteo, no vaciló en contestar afirmativamente, pidiéndole a Chelo que le reservase algún baile.




Queimadelos escuchaba desconcertado la conferencia de su prometida; su faz estaba gris y ceñuda. Tan pronto colgó ella el auricular la miró frente a frente, con un gesto retador, con intenciones de abofetearla; pero se dio cuenta de que era una infamia maltratar a una mujer, así que se limitó a decirle:

-Chelo, no está bien lo que hiciste; pero yo te prometo olvidarlo desde este instante. Hazte cargo de que tu padre me tiene encomendados unos intereses que son precisamente los que permiten que tú estrenes, ¡hoy, y tantos otros días! Mi deber es que esos intereses aparezcan claros cuando tu padre coja el balance, signo evidente de mi fidelidad y de la de todos los que aquí trabajan. Si me quedé solo con esta tarea es porque me incumben estas operaciones para evitar que los demás empleados se enteren de ciertas cosas cuya divulgación pudiera favorecer la competencia de los otros ganaderos.

Pero ella sintiéndose en la cúspide de la empresa familiar:

-¡Cuento y más cuento! ¡Eso es lo que tienes tú! Simular un celo extraordinario por los asuntos de la casa, que ignoro si realmente existe, pero en el cual yo no creo. ¡Que procedimiento más infalible para camelarse a la familia, y luego te importan un comino mis cosas, mis ilusiones! Si te importase el negocio porque es nuestro, también yo te importaría, y me dedicarías más atención; pero sólo te importa por ti mismo, por tu beneficio, por…

Queimadelos no pudo contenerse por más tiempo:

-¡Calla, por favor te lo pido! Estás diciendo necedades que contradicen la honradez de mis actos, pero éstos ya te lo demostrarán cuando pienses en ellos sin ofuscaciones.

Se lo dijo presionándola ligeramente en un brazo.

-¡Suéltame, hipócrita redomado, chupatintas! –Se enfureció ella.

Queimadelos, soltándola:

-Aquí te dejo para que medites a solas en lo que acabas de injuriarme, y puedes quedarte así todo el tiempo que desees porque mi presencia te estorbará escasos minutos.

Pero ella se marchó presurosa, escaleras arriba.

Queimadelos buscó afanosamente la diferencia del balance, y una vez que la hubo localizado y corregido, se puso a mecanografiar unas líneas en las que le decía a don Porfirio Rancaño que había tenido una pequeña discusión con Chelo, y que, sin perjuicio del agradecimiento que conservaría siempre por haberle proporcionado aquel trabajo, y otras muchas atenciones y confianzas recibidas, le presentaba la dimisión irrevocable en su empleo. Retiró de la máquina la cuartilla mecanografiada con un nerviosismo que la hacía vibrar en sus manos y, junto a las llaves de la oficina, la cerró en un sobre; llamó con el timbre del servicio y entregó el sobre y las llaves a la muchacha que acudió a su llamada.

Ya desde la calle se volvió para mirar la puerta de las oficinas de Rancaño, en ademán de despedida, y no alzó los ojos por miedo a divisar a alguien en las ventanillas del piso, que pudiera llamarle. Murmuró quedamente:

-Por ella me dieron lo que no esperaba, y por ella lo dejo. Don Porfirio no podrá recordarme con enojo ya que siempre cumplí con mi deber. Buen escarmiento me llevo; como para fiarme jamás de una mujer egocéntrica y caprichosa.
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Reemprendiendo

En casa de Queimadelos tardaron en saber lo ocurrido pues Ernesto, al día siguiente, primero de marzo, se marchó para Coruña con el pretexto de tener que pasar allí unos días para hacer unas gestiones de la empresa Rancaño. En realidad lo que pretendía con este viaje era borrar de su mente el recuerdo atormentado del rompimiento de sus relaciones y de su dimisión, así como buscar algún trabajo productivo lejos de la mujer que amó inútilmente, y de la empresa que hubo de abandonar porque su amor propio no le permitía exponerse a que después de la rotura de sus relaciones con la hija del patrono éste pudiera considerarle como un aprovechado que se había elevado en parte por su noviazgo y que continuaba disfrutando su posición una vez roto aquel.

Deza se mostró vacilante en aconsejar a su amigo y compañero, que le llamó ya desde la herculina. Su mentalidad misógina le hacía invulnerable a los problemas amorosos, y por tanto no daba a éstos más que una importancia relativa, considerando que la atracción de dos sexos nunca puede ser tal que suponga otros trastornos el rompimiento de unas relaciones; creía más bien que sólo era de lamentar el enamoramiento, y que todo lo que ocurriese posteriormente era una consecuencia de aquél sin valor propio, puesto que el acto fundamental y fatídico lo constituía el iniciamiento de las relaciones.

Para Deza era un disparate enojarse por una ofensa de mujer, y, por consiguiente, otro aún mayor alejarse de ella, pero consideraba que era de honor renunciar a los privilegios obtenidos por un noviazgo que tocaba a su fin. Por otra parte le asustaba el provenir de Queimadelos al dejar la empresa Rancaño pues necesitaba buscar nuevo empleo y empezar a ganar categorías, en lo que perdería varios años para ponerse a una altura similar, remunerativamente, de la ocupación que dejaba.

Le envió a Queimadelos una carta de presentación para un amigo suyo de Coruña, establecido con una agencia marítima; en la carta más se recomendaba que se presentaba, pero no cabe llamarle de recomendación porque las cartas de esta índole han dejado de surtir el oportuno efecto al tornarse impopulares por su abundancia, pasando a ser simples presentaciones que sólo dan una referencia de conducta a favor de aquel que espera ser seleccionado para cualquier cometido.        

Queimadelos se hospedó en el hotel Palmeiro, un figón con trazas de taberna barriobajera, que de confortable alojamiento no tenía más que el rótulo de “Hotel”, pero económico, y esto es lo que le interesaba pues quería que sus ahorros le permitiesen subsistir indefinidamente, hasta que encontrase un trabajo satisfactorio, al propio tiempo que pasaba a sus padres la acostumbrada aportación mensual.

El día que llegó a la herculina, y también el siguiente, no salió del hotel; se le fueron las horas en ordenar un poco su equipaje y en meditar profundamente acerca del paso que terminaba de dar; final de una etapa y principio de otra; desengaño amoroso y vacío en un corazón sentimental y noble, que no sabía vivir sin darse plenamente a aquellos en quienes cifrase su simpatía; derrumbamiento de una situación económica de amplias perspectivas, para levantar en sus ruinas un conjunto de esperanzas nebulosas e inciertas.

No tenía otro aliciente para conformarse que su fe en la Providencia, y las posibilidades de la carta recomendatoria del Deza; en cambio le atormentaba imaginarse el desencanto de su familia cuando se enterasen de que había perdido una colocación sumamente productiva, así como el malogre de un matrimonio de plena conveniencia, y también el regresar a Lugo si no conseguía emplearse, o en vacaciones, sin ostentar una categoría social y una situación económica que pudiera semejarse a la de la familia Rancaño.

Al tercer día fue hasta la playa. Era la primera vez que veía el mar, y el impresionante espectáculo de la líquida llanura, el misterio nebuloso del horizonte lejano e impreciso, el jugueteo de las olas en la arena, absorbió toda su atención. No le extrañaba la visión porque se la había imaginado en mil ocasiones, pero si le resultaba más grandiosa en su presencia y realismo. Mediando en esto comprendió el porqué de la gesticulación al hablar cuando no hay palabras o cuando no se domina el léxico para decir infinidad de cosas representativas de ideas profundas o de maravillas de la creación; pero no siempre basta la gesticulación ya que, por mucho que se abran los brazos no es posible expresar la inmensidad del mar, ni por mucho desencajar los ojos se exterioriza la sensación de impenetrabilidad, de recato, de ocultación de lejanías, que se percibe al mirar fijamente un horizonte marino, al intentar descubrir el más allá a unas líneas borrosas que figuran un apretado besarse del cielo y la tierra.






Queimadelos bordeó la milenaria torre de Hércules y unos metros más allá se sentó en un pedrusco acariciado suavemente por el vaivén de la última ola; el agua mordía la suela de sus zapatos trayendo y llevándose una aureola de posos con la que los ceñía en variable zócalo; unos metros mar adentro avanzadillas de agua iban elevándose, elevándose, hasta formar una barrera que amenazaba dominar las arenas de la playa, que parecía envolverlo todo, y cuando más perfilada era su cúspide, empezando por un extremo –el más vulnerable- se deshacía en espumarajos de impotencia, de rabia incontenible, al verse abandonada de la fuerzas que la incitaban en su avance. Queimadelos se creyó ante una lección práctica de filosofía en el aula de la Naturaleza: la última ola, la agonizante, la que evolucionaba pegada al suelo, del propio fango de su composición ceñía a sus pies una diadema de arenas y de pompas; se la ceñía porque estaba sentado en su campo de acción, en una roca firme a la lucha constante del mar, a sus cambios de situación, a su babilonia de deseos, y porque era más fuerte que el impulso de aquellas olas periféricas. Un poco más adentro, más hacia lo infinito, un golpe de agua pretendía encumbrarse, pero se desintegraba porque su impulso era finito, vacilante, débil para tamaña empresa; mas no por su fracaso quedaba el mar en calma pues detrás venían nuevas generaciones, que es lo mismo que decir un nuevo oleaje dispuesto a recuperar todo lo perdido, a superar aquello o aquellos que se sentían decadentes. Más lejos ya apenas se percibía un suave rizo de la superficie, una serie de sustituciones que empezaban a acunarse, a ensayar el ritmo de las grandezas pasajeras.

Traduciendo de la Naturaleza, que es la escuela de la ilustración porque es la obra perfecta del Gran Autor, Queimadelos vio y evocó algunos casos que él conocía, de familias que se levantaban de la nada en uno de sus vástagos, que en sus hijos amenazaban imperar, pero que en los nietos se deshacían ruidosamente como las olas quebradas, que en nuevas generaciones iban besar la tierra –avanzadillas del mar de la vida- para retornar luego mar adentro en espera de oportunidad para salir a la superficie e iniciar un nuevo avance. Tenía la certeza de que en él había de obrarse un engrandecimiento de su apellido; lo presentía fanáticamente, pero, razonándolo, comprendía también que su grandeza había de medirse por el esfuerzo que le costase, y por la iniciativa que pusiese en su obrar; recordaba que las últimas generaciones de antepasados suyos habían sido relativamente pobres, y en él era presumible que se lograse cierta resaca; si no toda la recuperación, al menos una parte, y el resto quedaría para su descendencia. Bueno, esto de la descendencia no lo veía muy claro una vez fallidas sus relaciones con Chelo Rancaño pues no deseaba volver a las lides amorosas, problema que consideraba el más complejo de todos los tiempos. Había leído en alguna parte –lo de menos era el texto y el autor, lo que más el fruto de las obras puesto que, de publicadas, pasan, salen, del autor y pasan al lector- que para el hombre, rey de la creación, máquina capaz de encauzar el trabajo al mejor fin, no existen dificultades absolutas sino escollos más o menos frágiles a su fuerza y a su talento, que siempre resultan vencibles, sea por una generación o por varias. Se decía, pensativo frente al mar aleccionador:

“Yo, como todo el mundo, como las olas lejanas, tengo posibilidades de triunfo, de ser lo que quiera dentro de las limitaciones humanas y circunstanciales, dentro del campo de la vida. Para ello necesito dos cosas: saber prepararme y saber actuar; y antes que eso, o al mismo tiempo, encauzar mis actividades a un fin concreto, pero sin pretender abarcarlo todo, porque a los lados del camino hay rocas y abrojos que desde el centro no puedo vislumbrar para esquivarlos. Es bien poco lo que debo hacer, pero muy delicado porque no me conozco a mí mismo lo suficiente, ni sé que obstáculos habrá a lo largo de cada uno de los caminos a seguir; si me conociese bien, si supiese qué actividad me iría mejor, si conociese los caminos de la vida, con sólo especializarme adecuadamente y actuar con oportunidad, todo estaría resuelto”.

Pasó varias horas en sus reflexiones, hasta que la caída del crepúsculo fue emborronando el horizonte y los destellos del faro de Hércules empezaron a dibujar corbatas fugaces de luz en la neblina tibia, que se extendió suavemente al ponerse el sol.

Regresó despacio al hotel Palmeiro, sin apetencias de llegar, sin acordarse de que faltaba poco para la hora de la cena. Y cual si ojease los folios de un catálogo de productos universales, con avidez de poseerlo todo, fue repasando los escaparates del trayecto que tenía que recorrer. Aquellas manufacturas variadas, tentadoras en su mayor parte para la generalidad de los transeúntes que las mirasen, también le hablaban a Queimadelos del poder satisfactorio de la moneda, de sus fines insustituibles para todo país civilizado al permitir y posibilitar la posesión de aquello que se desea o se necesita. Veía en los artículos expuestos el fruto de la humanidad productora, la recompensa del trabajo, la creciente globalización del comercio, y la confortabilidad obtenida de la transformación de unos cuantos bienes naturales regalados por el Creador a la criatura. ¡Cuánto deseó ser rico en aquellos instantes! Si lo fuese compraría infinidad de cosas: compraría una finca en Lugo, un coche igual al que se exhibía en una casa distribuidora de la avenida de Alfonso Molina; adquiriría, en definitiva, todas las baratijas útiles o pintorescas que se ofrecían a su contemplación, pero antes de esto montaría una empresa ganadera, competidora de Rancaño, organizada de forma tal que el trust de la familia de Chelo se viniese abajo en pocos meses. ¡Ay si tuviese dinero!, ya estudiaría la forma de hundir la casa Rancaño para obligarles a solicitar alianza, a mendigar su favor si no querían hundirse en la miseria. Quedaba en su corazón un cierto odio hacia Chelo, motivado por la ruptura de sus relaciones, y en aquellos instantes ni se le ocurría considerar que sus pensamientos detentaban contra el mandamiento “Amarás a tu prójimo…”

Cuando llegó al hotel ya estaban de sobremesa los otro huéspedes; los de costumbre y otros más, un chico de unos veinte años, casi de la misma edad de Ernesto. Queimadelos, abstraído en sus preocupaciones, ni se fijó en el nuevo huésped; pero éste se le acercó nada más verle entrar.

-Perdona si me confundo, pero me parece haberte visto en Santiago, en los exámenes de reválida de hace dos años.

Queimadelos levantó la vista y miró fijamente a su interlocutor.

-¡Claro, hombre; sí que nos examinamos juntos! Además tu ibas con Antonio Sánchez, que es muy amigo mío.

-Exacto. Pues me alegro de encontrarte nuevamente.

Y se estrecharon la mano con efusividad, como si fuesen dos amigos de siempre que celebrasen un gran acontecimiento.

Aquella misma noche cambiaron impresiones acerca de los motivos de su estancia en Coruña. Queimadelos esbozó el desgraciado final de sus relaciones con Chelo Rancaño, motivo de su paro moralmente obligatorio. Mauro Aldegunde, -el otro joven-, confidenció que iniciara en Santiago la carrera de Filosofía y Letras, pero que desde los primeros meses empezara a esquinarse con algunos profesores porque le resultaban inadmisibles ciertas teorías, y sus controversias con ellos desmoralizaban la clase; era un verdadero renegado de la ciencia tradicional y tradicionalista, del saber arcaico, y no admitía más principios ni más causas, más doctrinas ni más consecuencias, que las motivadas por el interés particular del sujeto. Su tesis favorita era que “buscando los fines que convengan al individuo, y buscándolos todo el mundo –para lo cual es necesaria una preparación universal adecuada- se contrarrestan las conveniencias particulares con sólo apoyar legislativamente al débil, y así la Humanidad vivirá más animada porque cada componente laborará exclusivamente para sí, egoístamente, y este egoísmo personal se trocará en superación y en bienestar general perfectos”.

Claro está que al idealizar esta tesis los demás sistemas y conocimientos que formasen contraposición eran considerados por Aldegunde como necedades indignas de tenerse en cuenta, como lecciones perdidas que privaban, entretanto, de estudiar otras, y por consiguiente, crimen universitario de lesa cultura. Abrumado de faltas de orden y de polémicas inacabables en las que era tratado, por profesores y compañeros controversistas, como fatuo charlatán, decidió plantar aquellos estudios y residenciarse en Coruña, donde estudiaba Comercio, Peritaje Mercantil, por libre para avanzar cursos, y a estos efectos acudía a la Academia de Daniel Melón, famosa entonces. Metido en estudios de auténtica e inmediata practicidad, dejó de soñar con aquellas teorías pseudo filosóficas, que diera en denominar –y así se lo confesó a Ernesto- “Individualismo y reforma social”, pero se guardó de contarle que sus compañeros de estudios contestaban al lema de sus ideas, moteándole de “Pensador Aldegunde, miembro perenne de la sociedad pro surrealismo del pensamiento”.

Aldegunde se había enterado de que en el Banco de Crédito y Ahorro estaban próximas a convocarse plaza de auxiliares administrativos, y también acudía a una academia especializada en este tipo de oposiciones. Invitó y animó a Ernesto a acompañarle en esta preparación y en esta oportunidad. No tenía noción de los temas, aunque sabía, o sospechaba, que tales entidades fuesen un monótono calcular de operaciones, en cuya función, cogida la rutina, quedaba tiempo para pensar en otras cosas, tal que en seguir estudios por libre, así que decidiera probar fortuna en aquella convocatoria. Lo animó, y compartió ese ánimo con Queimadelos, la circunstancia de que aquel Banco, tuviese un gran número de sucursales, cabiendo la posibilidad de optar a una ciudad con centros que le posibilitasen concluir Comercio, incluido Profesorado Mercantil. Habló de esto con Ernesto, sin reservas:

-Pues sí, chico, no es que paguen mucho de entrada, pero si uno quiere seguir en la profesión hay infinidad de categorías a escalar, y si no, con tomarlo de medio para conseguir el fin que a uno le interese, asunto concluido. Mi plan ya te lo dije: concluir el Peritaje, y rematarlo con Profesorado. Después me entregaré de lleno a la literatura; escribiré libros sobre mis teorías, y si sólo saco para gastos me quedará la recompensa de saberme bienhechor de la Humanidad al quitarle las vendas de su retrogradación, de su dormirse en la historia, de aferrarse a doctrinas que fueron útiles a las generaciones de antaño, pero que son fatales al progreso de la era atómica, con la producción y el comercio globalizándose, avanzando en competición fabril y febril.

Queimadelos se vio inmerso, por el influjo de su compañero, en aquella tormenta científico-revolucionaria, plagada de utopías y de divagaciones, pero como su ánimo no estaba para meterse en discusiones, y menos para admitir deliberadamente cuanto osase argüir su interlocutor, se despidió de Aldegunde hasta el día siguiente en el que le prometía continuar la conversación.

Reflexionó un buen rato antes de dormirse acerca de aquella catarata de ideas del Aldegunde. Sus filosofías no le preocupaban lo más mínimo; le era indiferente en sus circunstancias que el mundo fuese de pies o de cabeza por la ruta del progreso; lo que si le interesaba era aquella perspectiva de ingresar en Banca, que nunca se le había ocurrido. Ya cuando le habló Mauro de tales oposiciones se le pasó por la mente un destello de esperanza, una inquietud de probar fortuna en aquel o en otro Banco; ahora, en el silencio controlado de su alcoba, le acució más imperioso el deseo de estudiar las perspectivas de sueldos y escalafón. Su capacitación en la empresa Rancaño, y una preparación especializada en aquella academia a la que asistía Mauro… ¡Lo pensaría! También tuvo presente la carta de recomendación de Deza, que aún no la había entregado, así que se decidió a gestionar primero en la Agencia a la que era presentado una colocación de iniciativa, en la que el rendimiento fuese proporcional a su experiencia, a su trabajo y a su ingenio. “Así –se decía- trabajaré y estudiaré día y noche, todas las horas que pueda resistir, tratando de hacer capital para luego establecerme por cuenta propia”. Si le fallaba la recomendación de Deza, entonces sí que estaba dispuesto a estudiar lo de las oposiciones, alegrándose de tener dos caminos a seguir.

En definitiva, que ambos jóvenes se aferraban a las oposiciones de Banca por fracaso en otros estudios o en otros empleos; llegaba hasta ellos el concepto legendario de considerar al empleado de Banca como un ser mecanizado, carente de espíritu de lucha por un porvenir mejor; obrero de lápices copiativos con los que enladrillar interminables y aburridísimas sumas, amargado y seco tenedor de libros que consumía su vitalidad inclinado constantemente sobre tomos gigantescos y olientes a papel viejo. Empleados de Banca, para la generalidad, eran los refugiados del laborar activo, alegre y libre de las demás ocupaciones, que se acogen a los muros –prisión y fortaleza- de las sucursales bancarias para evitarse la molestia de pensar por cuenta propia ya que en los Bancos todo lo dan encasillado, siendo así más fácil el trabajo. Esto es, o era, la opinión pública, no siempre infalible.
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Otros derroteros



Almacenes portuarios de Coruña

Queimadelos fue recibido amablemente por el dueño de la agencia marítima a la que estaba recomendado. Era un señor de porte impecable, tal vez un poco amanerado en su esfuerzo por resultar agradable; de gran verborrea y dotado de esa sonrisa perenne y forzada con la que los negociantes atraen a la gente poco versada en ardides mercantilistas. Le hizo sentarse en su despacho, y ojeó la carta en un instante dando la impresión de que ya conocía aquello de antemano, acaso por un telefonazo de Deza, y después de numerarla con marcado ademán para demostrar que la iba a guardar cuidadosamente, y que lo abundante de su correspondencia le obligaba a llevar un control oficinístico de la misma, preguntó a su visitante por Deza, del que dijo profesarle un gran afecto.


Estación Central. La Habana

-Fue allá en Cienfuegos, encantadora ciudad de Cuba. Yo era inspector de ferrocarriles en la línea Habana-Matanzas-Cienfuegos, y un buen día subieron al tren, en Matanzas, un coro de “españolada”, como decían allí, ¡okey! –Quiso patentizar sus palabras con una afirmación americanista-. Procedimos al visaje de billetes, ¡y no lo tenían! Alegaron que la premura del tiempo para coger el tren después de su actuación, no recuerdo en qué teatro, no les permitió hacerlo; pero que como faltaban a las normas del ferrocarril involuntariamente les parecía un abuso satisfacer el doble billete. Yo les mostré el cuaderno de tarifas y condiciones, y entonces Deza, pues su amigo de usted era entonces director de aquel coro, me propuso una actuación gratuita para animar el viaje. Claro, la verdad, yo tomé aquello a broma porque tal forma de pago no podía considerarse válida; pero el Deza, que sin duda me había notado mi acento gallego, empezó a dirigir una muiñeira, la muiñeira más emotiva que oí en ni vida, y entonces se reveló en mí el sentimiento regionalista, y falté por única vez al reglamento de los ferrocarriles cubanos, dejándoles viajar libremente. Ya en Cienfuegos me invitaron a una función en el Coliseo, de la que salimos para correr la gran juerga por los cabarets de la ciudad…, hasta la mañana siguiente! ¡Qué tiempos aquellos –exclamó con ponderación y nostalgia-; qué bien lo pasé con Deza y con los chicos de su coro! Allí le conocí, y allí nos hicimos grandes amigos; después yo me vine para establecerme aquí, y Deza no tardó en seguirme; él no resistía la morriña, y dejó aquella plata para residir nuevamente en su terruño, que es Lugo. Ya hacía algún tiempo que no tenía noticias suyas…

Ambos siguieron hablando de Deza, de su inexplicable transformación al dejar las “mocedades” de Cuba para convertirse en un ciudadano tranquilo, en un misógino acérrimo; de varias cosas asociadas al tema de aquella charla. Agotados los motivos de aquella conversación, el agente hizo recaer ésta sobre el asunto del empleo de Queimadelos.

-Bueno, y a todo esto aún no hablamos de lo suyo, que tal vez usted tenga prisa…

-No, ciertamente ninguna; pero lo que siento es que le estoy robando un tiempo que puede ser precioso para sus ocupaciones, que supongo serán innumerables.

-Nada de eso, querido joven. El tiempo de los mayores vale poco, porque es matemático y sin emociones; perderlo sólo significa aplazar cálculos, pero nunca ilusiones.

Meditó un momento, y prosiguió


Terminal de contenedores en el puerto de Coruña

-Veamos que le conviene: Si usted está dispuesto a trabajar en firme, necesita algo a lo que pueda dedicar el mayor tiempo disponible y que tenga un rendimiento proporcional. Ahora recuerdo una cosa que puede estudiarse: recibimos en consignación, para un industrial de esta plaza, una remesa de material electrónico aplicable a instalaciones de anuncios luminosos, que no lo pudimos hacer seguir al destinatario porque falleció en aquellos días. Este material obra depositado en nuestros almacenes en espera de que la casa remitente nos amplíe instrucciones acerca del fin que hemos de dar a su remesa. Tengo entendido que consta de juegos completos de instalaciones de diversos tipos, y que su contravalor en pesetas es reducido, lo cual da margen para negociarlo. ¿Le agradaría explotar este asunto? Nosotros podemos comunicar a nuestros comitentes que la mercancía fue realizada por nosotros al precio que consta en el crédito documentario que la ampara, solución de más interés para ellos, y usted abona su importe, según vaya colocando la mercancía, con amplia perspectiva de duplicar el costo en cuestión de semanas.

Queimadelos se vio apurado al considerar que aquel negocio, aquella intermediación, tenía sus inconvenientes, pero que no aceptarlo podría enojar a su benefactor y declararse inepto en gestionar algo que le servían en bandeja.

-Agradezco mucho su atención y su confianza, pero es que, ¿sabe? –No acababan de salirle las palabras precisas- No tengo idea de electricidad y desconozco la aceptación que pueda tener esa clase de material. Además no ando sobrado de dinero para trabajar por cuenta propia… -Hubiese seguido enumerando razones puesto que todas le parecían insuficientes para denegar con dignidad la proposición de aquel negocio si el agente, dándose cuenta del apuro por el que pasaba, no se apresurase a facilitarle medios.

-Todo eso tiene arreglo. Y haciendo paréntesis al asunto que nos ocupa me permito aconsejarle que si piensa dedicarse a los negocios, trate de concentrar sus facultades en el momento en que se los propongan, o en que usted decida proponerlos, para ver simultáneamente, y en el menor espacio de tiempo posible, todos los pros y contras de la operación a realizar. El hombre de negocios, como el político o el diplomático, debe pensar contra reloj, a toda velocidad, para prever las consecuencias de sus actos, para evitar esperas que molesten a los contratantes, y también para no olvidar extremos que si no se tienen presentes en el acto del pacto o de la contratación, más tarde tendrán nula o difícil solución. Pero a lo que íbamos: se lleva, que también se los podemos facilitar, y que usted debe pedirnos como primera medida, catálogos e instrucciones de la instalación y utilidad de estos anuncios luminosos; los estudia, y si les encuentra interés, mejor dicho, el interés de las mercancías hay que considerarlo, no desde el punto de vista personal, sino imaginándose a qué sector del público convienen, y qué capacidad de absorción tiene ese público; si usted cree que existen en la plaza, o en sus inmediaciones, establecimientos adecuados y suficientes para consumir y utilizar ese material, con margen de venta remunerativo, entonces contrata los servicios de un electricista competente, que le resultarán económicos porque sólo le hacen falta para cuando necesite poner alguna instalación, y el resto de los días se podrá dedicar ese señor, ese especialista, a sus ocupaciones habituales.

Queimadelos seguía callado, asimilando, así que, al no haber interrupción, su interlocutor siguió aleccionándole:

-Su misión es simplemente lograr compradores, a los que hará la debida propaganda. Y en cuanto al dinero yo le podría hacer lo siguiente: se lo adelanto, y mis cobradores se encargarán de realizar las facturas. La mercancía que reste por vender queda en mis almacenes como garantía de su propio valor; en este supuesto llegará un momento en que, por virtud del beneficio, se habrá cancelado el anticipo y aún quedará material que ya será de su libre disposición y, por consiguiente, ganancia pura. Si en este tiempo necesita algún dinero para sus gastos, también puedo prestárselo. Conste, claro está, que todo esto sólo me proporciona riesgo y trabajo improductivo, pero me animan sus referencias y el que usted muestre tantas ansias de trabajar.

Queimadelos se lo agradeció un poco torpemente porque la emoción de aquella ayuda inesperada le turbaba el ánimo, pero lo hizo con toda su alma. Y el agente, por su parte, le despidió con amabilidad:

-Nada, jovencito, no hay que preocuparse; en los negocios todo es juego: se estudia la partida, y si se ha hecho bien, se gana; y si no, ¡paciencia! No tienes nada que agradecerme. Aquí están los catálogos, y espero que me digas pronto, mañana mismo si te es posible, qué te parece el asunto y si estás dispuesto a trabajarlo.

La carta de Deza parecía haber surtido efecto, pero no precisamente como recomendación sino como presentativa puesto que el interés que mostrara el agente por Queimadelos nacía más bien de que había observado en su visitante, por experiencia sicológica, capacidad de trabajo y nobleza de ánimo.

Estudió detenidamente aquellos folletos de los anuncios fluorescentes. En principio le resultaron novedad, artísticos e impresionantes, novedosos en el país, con lo cual supuso asegurada la originalidad necesaria a todo sistema de propaganda para conseguir que el público, con preferencia a las atracciones de otros establecimientos, se fijase en ella. El precio de coste de aquella importación permitía adicionarle los jornales del electricista que hiciese las instalaciones, así como un alto margen de beneficio neto para Queimadelos, sin que por ello resultase inasequible su precio de venta al público.

Todo lo veía claro, lucrativo y fácil; todo menos la oferta de aquellos artefactos, que le daba verdadero pánico: si para distribuir un artículo no fuese necesario hacer acto de presencia en los establecimientos con posibilidades de adquisición, o si hubiese certeza de que en cada visita lograse suscitar interés por su mercancía, todo iría bien; pero enfrentarse a estos dos problemas no es cosa sencilla para caracteres tímidos, inseguros del éxito de su gestión personal. Pensó también, como procedimiento para eludir sus visitas de primeros contactos, en hacer impresos para trabajar potenciales clientes, cuyas direcciones podía obtener del Anuario de Estadística Mercantil, pero al reflexionar en esto más detenidamente le encontró el inconveniente de que a las hojas volantes de propaganda suele concedérseles poca atención y seriedad, resultando infructuosas en su mayor parte. Decidió dar a este sistema tan clásico de publicidad una adaptación más práctica: calle por calle iría revisando toda la ciudad, y tomaría nota de aquellos establecimientos que tuviesen letreros o anuncios anticuados. Seguidamente, por sectores de población, enviaría las hojas informativas con una antelación de dos o tres días a la fecha de su probable visita personal; así organizada la gestión, esto tenía la ventaja de que sólo se necesitaban impresos para las casas con cierta probabilidad de adquisición, y de que su visita ya no resultaba tan violenta al anunciarla en las hoja de propaganda, además de que los destinatarios de aquel tipo de propaganda le concederían cierta importancia y previsión, estudiándolos detenidamente para estar preparados ante la anunciada visita de Queimadelos como distribuidor de unos anuncios luminosos tan modernos.

Trabajando en este plan mercantil transcurrieron un par de meses sin grandes resultados: los beneficios repartidos proporcionalmente a los días de trabajo, habida cuenta de los gastos de representación procedentes de viajes y alternancia social para relacionarse con probables compradores, apenas darían margen para subsistir en una mala fonda. Unitariamente por cada artefacto colocado, el lucro era importante, pero cada venta costaba el esfuerzo y la dedicación de varios días para ultimarse; y este esfuerzo tenía con frecuencia decaimientos entorpecedores puesto que a Queimadelos empezaban a finársele sus ahorros, mientras que del beneficio de las ventas no había percibido lo más mínimo puesto que aquel dinero, según contrato, iba a engrosar el fondo de cancelación del anticipo que le concediera su protector, así que temiendo un agotamiento de sus reservas, y cerciorado de que no terminaría de saldar el anticipo al tiempo en que necesitase dinero, fue desmoralizándose paulatinamente y se aminoró su entusiasmo propagandístico. Con todas sus ganas hubiese renunciado a la distribución de aquellos anuncios que amenazaban no terminarse jamás debido a que los establecimientos de cierta importancia tenían ya instalaciones de publicidad luminosa satisfactoria, más o menos adecuadas y modernas, mostrándose reacios en sustituirlas, y los comercios de barrio no podían permitirse, ni casi lo necesitaban, otro lujo que un modesto escaparate en el hueco de una ventana callejera; pero su honor, su palabra de compromiso, -la prenda social de más valía-, estaba empeñada en este asunto, y Queimadelos temblaba ante la sola idea de buscar otro trabajo, dejando para ratos libres la propaganda de aquellos artículos, lo que equivaldría a aplazar la última de las realizaciones para el día del juicio, y para poco antes la total cancelación del anticipo concedido.

De improviso, sin que jamás se le hubiese ocurrido proyectarlo, cuando salían de una farmacia, el electricista de poner la instalación y Queimadelos de comprobarla, comentó éste oficiosamente:

-Ha sido fácil de colocar este aparato; anteayer visité al farmacéutico, ayer se decidió por el modelo, y hoy se lo instalamos, con cuatrocientas pesetas de beneficio. ¡Así que salió bien el asunto!

Siguió una pausa diplomática. El electricista pensaría para sus adentros en lo fácil que se ganaban algunos los cuartos, mientras que él, para sacarse un pequeño jornal, tenía que encaramarse una y otra vez a los postes conductores, a escaleras inseguras y a infinidad de lugares y de posiciones peligrosas.

Queimadelos, hecho ambiente, asestó el golpe de gracia:

-Lo peor en mi caso es que quisiera preparar unas oposiciones y aún me queda material de este para unos veinte anuncios; el dinero me hace buena falta, pero las oposiciones me interesan más aún, así que tengo que buscar alguien que me compre, aunque sea sin beneficio sobre el costo, lo que tengo disponible en el almacén.

Por la mente del electricista pasó un chispazo de lucro, animándolo a conseguirlo.

-¿Y dice usted que esto de hoy le dejó cuatrocientas pesetas libres, aparte de mi jornal?

Esa era la verdad, aunque para comprenderla mejor habría que añadir que no todas las ventas le resultaran tan fáciles como aquella.

-Exacto; ochenta duros.

-¿Sabe usted que estoy pensando: que a horas libres yo me podría encargar de esto, siempre que lo deje!

-Tratándose de ti, que estoy seguro lo sabrás manejar, además de las instalaciones… ¡Vaya, que te lo dejo, pero como he de pagar a los proveedores el importe del material pendiente, eso, lo que hay en el almacén, me interesa cobrar al contado; así liquido lo que debo y me centro en mis oposiciones. ¿Hace?

El electricista cada vez se interesaba más por el traspaso de aquel negocio.

-¿Y cuánto le costó ese material; quiero decir, en cuanto me lo vende, así, al contado?

Con esta pregunta de dos filos pretendía averiguar los dos extremos sin exponerse a que se le negase uno de ellos.

-Calcule usted: ya ha visto la factura del anuncio que acabamos de poner; réstele su jornal y las cuatrocientas de mi beneficio, y eso es exactamente lo que me costó, y en lo mismo le cedo a usted cada uno de los veinte que me quedan disponibles, con todo su material completo. ¿Le conviene?

-Algunos ahorros tengo en la cartilla, así que miraré si hay bastante, y si lo hay, cerramos el trato.

-¡Como guste; y tan amigos!

Tan amigos, y tan contento Queimadelos cuando le hizo entrega al electricista del material almacenado; de liquidar cuentas con el agente, y de percibir, en concepto de beneficios por la distribución parcial que llevaba efectuada una suma de dinero que le permitía, junto a los pocos ahorros que había llevado de Lugo, permanecer varias semanas en Coruña para preparar unas oposiciones de Banca. Ciertamente aquella representación electrotécnica iba mejor para el electricista, que unificaba en una sola persona todo el margen de beneficios, pero tampoco le iba a ser fácil agotar las existencias en breve tiempo puesto que el mercado de los anuncios ya estaba muy atendido.

Queimadelos se desengañó con pleno conocimiento de que los negocios personales, sin aportar a ellos capital propio que permita dar flexibilidad a la empresa efectuando libremente las transacciones que sean oportunas, no suelen proporcionar un lucro satisfactorio, compensador de la actividad empleada.

Veía clarísimo que el trabajo aislado se defiende únicamente, y para eso con limitaciones, en el ámbito artesano. Veía los componentes básicos de la gran producción, el capital y el trabajo, fecundos tan pronto se les vinculase, tan pronto se fundiesen en una empresa a la que sólo era necesario unirle inteligencia directriz; sencilla era esta triple comunión, pero potente en proporcionalidad a la adecuada mixtura de que se formase: capital suficiente para afrontar todas las operaciones de interés que aconsejase el negocio; trabajo, energía humana, capaz de producir evoluciones adecuadas en la hacienda y de asistirla protectoramente en cada una de ellas; y el tercer elemento, la chispa animadora, la gestión de técnicos activos, inteligentes y conocedores de la índole de asuntos que afectasen a la empresa. El solamente podía aportar a cualquier otro negocio que intentase su trabajo personal, y no sabía si un poco de inteligencia ya que tan despejado se auto juzgara cuando todo le salía admirablemente bien dirigiendo una sección de la empresa Rancaño, como torpe se cría al no obtener de la pasada representación el beneficio esperado, con lo cual perdió bastante fe en si mismo. Luego, con sólo sus factores de producción, no le cabía esperar grandes cosas, ¡tantas como había soñado a raíz de su viaje a la ciudad herculina!, sino, de momento al menos, acogerse a un empleo remunerativo, y este empleo esperaba que se lo brindasen las oposiciones del Banco de Crédito y Ahorro, establecido en Galicia. Decidió hacerlas, y al efecto rogó a su compañero de fonda, Mauro Aldegunde, que le pusiese al tanto del programa y demás extremos que le interesase conocer.

…/…

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LA JUVENTUD BANCARIA EN EL SIGLO XX
-II-
Xosé María Gómez Vilabella

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