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LA JUVENTUD BANCARIA
EN EL SIGLO XX
De Valerio a
Queimadelos, pasando por el malvado Carabel.
Xosé
María Gómez Vilabella
No
ano 1955 deume por
honrar ao Malvado Carabel, por levarlle a contraria a Wenceslado Fernández Flórez,
e con esa boa/mala intención imprimíronme en Gráficas Huérfanos Guardia Civil
un libriño que titulei “JUVENTUD BANCARIA”, con esta contraportada:
Hoxe, dándolle un repaso á
Historia, sigo opinando que aquela xuventude, de malvada, ¡nada, cero!
-.-
Teña
presente o lector a data en que foi escrito,
(ano 1955),
así que a
organización da Banca foi,
era,
e así quero
reflexalas, a daquela época,
anterior á
mecanización informática;
por tanto, a
mentalidade e maila función bancaria,
obviamente,
foron
descritas no nivel cultural, cos coñecementos de entón.
-.-
-.-
Dixen; e agora repito e sosteño:
JUVENTUD BANCARIA no es un libro de texto para empleados de Banca; ni
siquiera un instrumento de divulgación de la técnica o de la función económica
de los Bancos. JUVENTUD BANCARIA es una idea surgida de cualquiera y realizada
en cualquier parte; (concretamente en Ifni); es la pretensión, hecha caracteres
de imprenta, de demostrar al público que hay una juventud encerrada en las oficinas
bancarias, -juventud, porque la ancianidad, jubilándose, deja de ser actuante-,
tan humana como la que viva de ocupaciones libres e independientes, y tan
laboriosa como el que más, honrada por obligación y por control, aparte de la
personalidad primaria de cada uno, pero, sobre todo, liberal y eficaz fomentadora
-sin alardear de ello- de esa gran empresa de todos los tiempos y de todas las
naciones, que ahora llaman PROSPERIDAD SOCIAL.
A través de sus páginas he querido dar vida conjunta a las personas y a las funciones de la Banca. Si se tratase de localizar protagonistas, habría que tener en cuenta que de los actos relatados, unos son cometidos por las personas y otros motivados por las cosas, por las circunstancias, así que resultan de intervenir el ente económico de la empresa y la propia humanidad de los que le prestan sus servicios. Cosas y gentes; medios y realizaciones.
¡Qué mal hacen los que juzgan a la Banca como materialización conjunta de hombres máquinas y de capitales avarientos! Demuestran que su cultura no alcanza a conocer que gracias a los Bancos fue posible lograr las grandes revoluciones, económicas, industriales y constructivas, de los tiempos modernos; sin estas organizaciones hubiésemos vivido una evolución social lentísima, sometidos al egoísmo y a la arbitrariedad de los usureros, especie que tiene sus orígenes en los hijos de Caín. Aquí diré solamente la verdad, daré al César lo que es del César, y por ello quisiera estilizar suficientemente los conceptos para que se me comprenda con precisión.
El Autor
Xosé María Gómez Vilabella
-I-
ENCAUCE PROFESIONAL
En el principio de todos los caminos…
Apoyado en la ventanilla de un autocar de
la línea Santiago de Compostela-Lugo, Ernesto Queimadelos y Fouz meditaba seriamente
en la nueva fase existencial que acababa de iniciársele.
Unos kilómetros atrás quedaban las aulas
de la Universidad compostelana, con el legajo de los ejercicios que le habían
convertido en Bachiller del Plan 1938. Dos mil metros más allá le esperaba el
final del trayecto: la Puerta de la Estación lucense, donde dejaría el autocar
y abrazaría a sus familiares, que estarían emocionadísimos por su éxito en los
exámenes de la reválida. Ernesto ansiaba y temía la llegada de este momento: lo
deseaba para satisfacer, con el alegrón del aprobado, tantos sacrificios como
costaran sus estudios de bachillerato; lo temía porque pasaba a la condición de
parado, ya que antes era estudiante y ahora dejaba de serlo sin inclusión en
las filas productoras. Todos se sacrificaran mucho, todos; pero más que ninguno
su hermana Nita; la recordaba con una cesta de ropa en la cabeza, camino del
lavadero de la Chanca, para ganarse unas pesetas con las cuales se pagaban sus
matrículas y sus libros, pues el jornal del padre, fontanero, apenas llegaba
para los gastos domésticos.
Nita tuvo un novio hacía tiempo, mozo de
unos almacenes de madera, pero se convenció, en escasos meses de relación, de
que sólo le interesaba sacar partido de mujeres fáciles, y le plantó en tiempo
oportuno, antes de que el demonio de la tentación metiese baza; pero esto sólo
lo sabía Ernesto y prefería no recordarlo a menudo. Después de aquellas
relaciones truncadas en ciernes no se presentó nueva ocasión, pues realmente
Nita era demasiado fea, como para que se fijasen los chicos en ella con buena
fe; también era cinco años mayor que Ernesto. Cuando sufrió su primera y única
decepción amorosa, decidió olvidar las atracciones mundanas y hacerse más
laboriosa, fijando sus ilusiones en los estudios de Ernesto, apoyándolos con el
producto de su trabajo, para que, una vez terminados y colocado, pudiera
ayudarla en la madurez de su vida.
Queimadelos se puso a reflexionar en sus
delicadas circunstancias por un proceso sencillo de asociación de ideas. Desde
que saliera de Santiago habían pasado dos horas de viaje y éste poco a poco fue
haciéndosele aburrido e inacabable; al principio contempló la campiña que
corría en pos de la carretera por el lado de su asiento y, al cansarse de la
forzada posición que necesitaba emplear para descubrir paisajes, dio en evocar
los pormenores de su estancia en la ciudad del Apóstol, sobre todo de sus
exámenes de reválida, que se los reflejaba la mente con tintas nebulosas y
lejanas, como si su nerviosismo de aquellos día emborronase las realidades
acaecidas; le gustaría rememorar mejor aquello, imaginarse con certeza los
ejercicios que le merecieran la calificación de notable, juzgar por sí mismo si
era justa tal apreciación; pero se le iban las ideas en un bailoteo grotesco, mezclándose
unas con otras embrolladamente, y, de pronto, algo se pegó con insistencia a su
memoria: “Dios me puso en el principio de todos los caminos…” ¡Que frase más
profunda! Si, lo recordaba bien; ese fragmento pertenecía a la traducción del
ejercicio de latín: “… en el principio…”, antes de que las cosas fuese hechas,
en el momento crucial e inicial de los sucesos. El también estaba metido en un
centro radial del que podían partir los caminos más dispares, en el principio
de las inclinaciones decisivas: tenía necesidad de ganarse el sustento propio y
de ayudar a los suyos, pues los medios familiares no permitían la consecución
de ninguna carrera; estaba en el principio de una fase de productividad y en el
ocaso de su etapa estudiantil.
Se dijo a si mismo que no podía, ni debía,
dormirse en los laureles, que le faltaba tiempo para descansar de sus años de
estudiante, que necesitaba su familia la aportación de su trabajo. ¡Trabajar,
si!, y, ¿en qué? En qué aún no lo sabía, pero tenía que ocurrírsele con prontitud
para no defraudar las esperanzas que en él habían puesto sus deudos.
En la parada del auto de línea le
esperaban sus padres, su hermana Nita, y Deza, el amigazo parachoques que
aparecía siempre que a Queimadelos le aburría su vivir o se le presentaban
emociones, o necesitaba del apoyo moral de alguien que le ayudase en sus
problemas. Deza era también un buen padrino, pues contaba con diversidad de
amistades debidas a sus polifacéticas ocupaciones; a veces crítico literario;
otras, político improvisado para cargos fugaces, y sobre todo un hombre de
negocios con tanta visión financiera como descuido en completar las empresas
que acometía.
Queimadelos besó febricitante las mejillas
paternas, que tiritaban de cariño, de alegría y de una vejez anunciada; abrazó
fuertemente, hasta hacerle daño, a Nita, la hermana modelo y protectora
meritísima. A Deza le apretó la mano con afecto desbordante y con esperanza de
que aquel amigo desproporcionado, que pudiera ser su padre por edad, hiciese
algo en su favor, le abriese las puertas de algún trabajo productivo. Y todos
juntos marcharon a la calle del Doctor Castro, con intención de merendar en
alguna de sus famosas pastelerías.
Subiendo hacia la plaza de Santo Domingo
se cruzaron con Chelo, linda joven perteneciente a lo más destacado de la
sociedad lucense, hija de un ganadero multimillonario. Ernesto celebró aquel
encuentro.
-Pero, chico, ¿ya viniste de Santiago? ¿Y
qué, cómo fue con esa reválida?
Se foguearon los ojos de Queimadelos;
aquella chica era adorable, pero siempre había tantos chicos pendientes de sus
palabras que a él no le fuera posible intimar con ella lo que hubiese deseado.
Chelo estudiara cinco cursos, pero plantó pretextando que no le agradaban los
libros; en realidad fuera su deseo de disponer de más tiempo para sus afeites y
para sus paseos.
-Conmigo se vino, ¿o es que creías que no
la iba alcanzar? Apretaron mucho, bastante, pero hubo suertecilla. -Ernesto decía esto engallándose de haber
merecido aquel triunfo, de tener ocasión de aplicarse autobombo con aquella
joven engreída y coqueta.
-¡Vaya, pues me alegro mucho! Adiós.
-¡Adiós…! –Y se quedó mirándola con deseos
de decirle alguna palabra galante, pero no le acudieron a sus labios en el
momento oportuno.
Su padre le llamó desde cinco o seis
metros más adelante con una expresión que encerraba reproche por la audacia del
hijo, pero también un poco de comprensión. Aún no pudiera olvidar que en sus
años mozos también se le iban los ojos detrás de toda mujer agraciada,
importándole poco que alguien pudiera presenciar su actitud.
Deza, por su parte, con el testimonio de
su cuarentena libre, presumía de misógino, y se permitió aconsejar a Ernesto
con su acostumbrado filosofismo:
-Es innegable que la mujer desempeña
funciones insustituibles y altamente meritorias, pero también lo es que
ocasiona los más catastróficos fracasos de la humanidad laboriosa. Considera
esto, que te interesa tenerlo en cuenta, por lo menos hasta que afiances tu
personalidad y tu situación económica.
Queimadelos calló, y no es que estuviese
conforme con el razonamiento de su amigo, pero no quiso enfrascarse en
polémicas inútiles.
Aquella tarde, en el paseo y en todas
partes, recibió múltiples felicitaciones que no le satisfacían plenamente.
Soñara muchas veces con aquel día, pero con un día despreocupado y alegre,
desbordante de emoción. Le torturaba, desluciéndole la fiesta, la obsesión del
trabajo y el influjo de aquella frase de los exámenes de reválida; sólo veía en
torno suyo gente productora, sostenedores de familia, chicos aprendices o ya
colocados en las más diversas actividades. Hubiese deseado que aquel principio
de su camino fuese tan sólo un punto geométrico, sin dimensiones, sin duración
de tiempo, sin espacio para vacilaciones.
Después de vagar sin rumbo por las calles
lucenses, hastiado del vacío que le envolvía, decidió llamar por teléfono a
Chelo, proponiéndole asistir a una velada artística que se celebraría aquella
noche en el Gran Teatro. Ella aceptó, y juntos –dos sombras errantes porque los
cuerpos no existen cuando están unidos por un cariño platónico-, estuvieron en
el patio de butacas, y luego en el café Méndez; más tarde bajo los chopos del
Parque. Precisamente paseando por el parque fue cuando su conversación se hizo
más íntima, perdiendo vuelos, concretándose a sus propias existencias.
-Chelo, -dijo Ernesto, de pronto,
-¿Cuántas frases amorosas habrás escuchado a lo largo de estas veredas? Y
añadió con cierta solemnidad: -Desde luego, eso es lo que procedería; no se
puede ser tan bella –dijo, pero aún pensó más: (y tan rica)-, y pasar
desapercibida.
Iba a contestar ella, pero Ernesto,
temiendo su respuesta, decidió atajarle para que se suavizasen sus palabras con
una nueva afirmación:
-No me reproches nada, pues tan sólo he tratado
de piropearte, de decirte lo que eres, ¡hermosa!, envidiando a quien tenga la
suerte de hacerte suya para halagarte toda una vida.
-¡Cuidado, mocito, que hablas demasiado!
Gracias por tu calificativo y olvidemos lo otro. ¡Vaya malpensados que sois los
chicos; como si sólo le hablasen a una de…, de esas cosas!
Ernesto discurría con aceleramiento qué
palabras necesitaría emplear en aquella conversación, pero las ideas que
brotaban en su mente le parecían mediocres, prosaicas, y optó por hablarle llanamente,
sin rebusque de pensamientos.
-Mira, Chelo, siento mucha inclinación
hacia ti; bueno, es una inclinación anímica, sentimental, de las que no se
miden por grados sino por anhelos de estar en tu presencia. Yo creo que a esta
inclinación se le podría llamar amor, pero no quiero aventurar demasiado, y de
momento, si me lo permites, diré, tan sólo, simpatía profunda, profunda y
noble, absolutamente noble. Añadiré más, para que no pienses con exceso: esta
simpatía me atormenta a todas horas en la soledad, en su desconocimiento, y por
eso quisiera pedirte que correspondas a este afecto simple, que seamos buenos
amigos, que me concedas, de vez en cuando, alguna entrevista para pasear, como
en estos instantes; en definitiva, para sentirme feliz contigo.
Impresionó mucho a Queimadelos que ella le
respondiese prontamente, sin tiempo para premeditaciones:
-En verdad, no me pides nada ilícito. Yo
siempre te tuve en mucha estima, y también me agrada salir juntos.
-Eres adorable. –Fue lo primero que dijo
el, pero lo que le apetecía era adorarla, ponerse de rodillas a sus pies y besárselos
por su condescendencia; como no podía hacerlo en plena calle, se limitó a
abreviar su pensamiento.
No pudo continuar porque en aquel preciso
instante, ¡oh casualidad!, se cruzaron con don Porfirio Rancaño, el padre de
Chelo, hombre regordete, mofletudo, casi lampiño y de mirar tan vago que apenas
se podía precisar hacia donde concentraba su atención, resultando por ello más
observador ya que podía hacerlo sin que apenas se enterase su objetivo.
Queimadelos temía aquellas miradas investigadoras que aparentaban no investigar
nada pero que siempre lo fisgoneaban todo; le desconcertaban. El encuentro fue
casual, tan inesperado y tan ineludible que ambos jóvenes no pudieron evitarlo,
así que hubo que cruzar un inexpresivo “Buenas noches”.
-Hija, no tardarás, que ya son las diez.
En la vaguedad de aquella frase Chelo
interpretó muy bien que iba una conminación fulminante a presentarse de
inmediato en la casa paterna.
-Sí, papá; ya voy contigo.
Y en un aparte, a Ernesto:
-Cuando quieras me llamas por teléfono y
me dices qué plan se te ocurre para salir a dar una vuelta.
-Lo haré, preciosa.
Ernesto tardó, por prudencia, cinco días
en llamar a Chelo, proponiéndole salir otra vez juntos; por prudencia, temiendo
resultar pesado e insistente, que si no fuese así la habría llamado a la mañana
siguiente, e infinitas veces a lo largo del día.
Chelo, por su parte, pretextó que llevaba
una temporada saliendo con exceso y que sus padres se mostraban un poco
enojados de sus andanzas; pero la imaginación apasionada, que no reconoce
márgenes cuando se trata de conseguir el fin amoroso propuesto, dió a Ernesto
la clave de un plan sagaz, aparentemente irreprochable.
-Oye, cielito, ¿tu acostumbras a
frecuentar la catedral?
Cualquiera diría que Ernesto pensaba, místicamente,
en atraer a la oración a su bella amiga, en proponerle un rato meditativo bajo
las bóvedas centenarias de la Santa Iglesia Catedral Basílica de la ciudad del
Sacramento.
-¡Oh, sí! Desde luego; casi diariamente.
-Entonces ya lo tengo. –Y sonrió Queimadelos
con la satisfacción victoriosa de saberse astuto, como si creyese que el
teléfono iba a transmitir el optimismo que se reflejaba en su rostro.
Prosiguió:
-¿Me escuchas? Verás que fantástico;
atiende: Di en casa que vas al rosario y que a continuación te detendrás un
poco en las tiendas por si hay cualquier cosa que te dijo una amiga de Madrid
que acaba de ponerse de moda. En la catedral, cerca del altar del Buen Jesús, o
de cualquier otro que tú prefieras, allí me tendrás, puntualísimo.
-Me parece estupendo, ¿sabes? ¿Y, a qué
hora? Tú crees que a las seis sería…
-Sí, sí, a las seis. –El entusiasmo de
Ernesto, el cosquilleo de aquella primera gran aventura amorosa no le dio
paciencia ni para seguir hablando con su amada. Y cortó secamente colgando el
micro.
¿A las seis era la cita? ¡Qué va! Ernesto
no recordaba ni la hora; le parecía demasiado tarde a las seis para encontrarse
con ella, creía haber oído mal, y por si acaso, para no hacerse esperar, llegó
a la catedral…, antes de las cinco!
Al entrar por la puerta de Santa María se
asombró de la majestuosidad de los pilares que sostienen las arcadas del
pórtico; le parecieron más grandes y más sólidos que nunca. Todo le parecía
acrecentado, que incluso el, el mismo, se sentía más fornido, más varonil al
verse metido por primera vez en una verdadera cita de amor. Y se dijo en
silencio, para su intimidad gozosa:
-“¡Que sortilegios tiene el cariño: Hace
que veamos las cosas con matices nuevos y más claros!”.
Se signó atropelladamente, pero dándose
cuenta de ello, rectificó, y también se santiguó. Se sentía anhelante, pero al
mismo tiempo lleno de cierta paz que le era desconocida. Otras veces al entrar
en la catedral se sintió apremiado por el cumplimiento del motivo que le
llevaba hasta allí, y lo cumplía con ansiedad de volver pronto a la calle, de
quitarse de encima el deber del recogimiento piadoso. Enfrente, unas mujeres
–numerosas- y unos hombres y niños –los menos- recitaban sus plegarias con un
hilo de voz suave, lento y dulce, convirtiéndose el murmullo total en una
armonía sublime. Atraído por el rumor de los rezos, se olvidó por un momento de
su amiga para meditar largamente en la bondad del Hijo de Dios, que quiso
quedarse cuando marchó a su reino; que dejó su cuerpo y su sangre sacratísimos
para alimento espiritual de los fieles al Sagrario; que permitió a los hombres
que le diesen culto perpetuo en la catedral de Lugo, expuesto día y noche en el
altar mayor de la iglesia lucense, fundada por el propio apóstol Santiago,
según asevera la tradición popular.
Después fue visitando capillas de
advocación diversa, y por último se sentó en un banco próximo al altar del Buen
Jesús, lugar de la cita. Allí le apeteció rezar de nuevo, y pidió con toda su
alma que se le concediese el cariño de Chelo, de la mujer que él creía la más
adorable del mundo. A poco llegó ella, también anticipándose a la hora
convenida, y ambos volvieron a orar un poco, según ofrendó Chelo, por las
intenciones que les fuesen comunes.
Desde la catedral, por la rampa de la
Puerta de Santiago, subieron a la pista de la muralla, e iban serenos,
optimistas, dueños de su voluntad, cual si el espíritu clásico del imperio de
los césares, erectores de la grandiosa fortificación del Lucus Augusti
repercutiese en sus ánimos. El adarve, en el que velaron por la grandeza de su
“civitas” las legiones de Roma, convertido modernamente en paseo delicioso y de
gran amplitud panorámica, compatibilizada su historia evocadora con las
apetencias de los tiempos modernos, tenía que influir, como de hecho influye
cualquier ambiente en las reacciones del individuo, sobre sus corazones
insatisfechos de amor; tenía que, al paralelizar pasado con presente, dejarles
entrever las transformaciones de que es susceptible cualquier objeto. Y en esto
pensaba Queimadelos al decir:
-¿Nunca hablaste sola al pasear por esta
muralla? Yo sí, algunas veces. Me entristece el olvido y el silencio de las
almenas; antaño tuvieron rumor de armaduras, vibrar de espadas, voces de
alerta, grandeza, orgullo, amor a la paz en medio de unos clarines que,
belicosos, no hacían otra cosa que velar por la tranquilidad de su Lugo. Hoy
sólo tienen nuestro pisoteo errabundo y errático, de transeúntes
indiferentes. De niño grité mil veces
desde este adarve: “¡Por Santiago y por España, que no entren los moros!”. Hoy
entraría cualquiera, musulmán o no, con sólo unos cañonazos irreprimidos; pero,
en fin, eso es cosa de bélica moderna y estaba muy lejos de mi imaginación
infantil. ¡Ah, y también pregunté cosas a estos muros tapizados de musgo y de
hiedra! Pregunté qué se dirían tantas parejas solitarias, muy solitas, como si
temiesen ser perseguidas por el resto de la Humanidad, que paseando por aquí,
por aquí mismo, llevaban los ojos encendidos, los labios tremulantes, el andar
soñoliento y, sobre todo, que iban juntos, mucho. Total, que pregunté cosas
sensatas, pero también disparates; lo que no me contestó la muralla, pero lo sé
con certeza, es que las parejas que suben aquí, sean solteros o casados, se
quieren, o por lo menos, se aprecian. Tú, ¿qué opinas?
Chelo tomó a broma disparatada la perorata
de Queimadelos, y se rio abundante, con ganas:
-¡Que niñerías se te ocurren! Si creo lo
que dices, forzosamente tendría que admitir que hay algo entre nosotros, ¿no?
¡Vaya con las pretensiones del chico! Oye, y a propósito, ¿no quedamos el otro
día en que éramos buenos amigos, pero solamente amigos?
Ernesto permaneció pensativo por unos
instantes; se reconocía cobarde, pero ducho en las flexiones que admite el
lenguaje para hacerse amar de una mujer, para decirle sentimientos bellos, y
más aún, para hacérselos creer. Por otra parte, su cautela le echaba a perder
ya que de tanto rebuscar ideas para resultar interesante, éstas se embrollaban
y confundían. Pero vio una salida, y se decidió a explotarla:
-Sí; es cierto que, por desgracia mía, aún
no somos más que simples amigos. Pero, considerados como tales, tenemos un
querer mutuo; tenemos, y disfrutamos, por consiguiente, de cariño. Si tú,
Chelo, consideras la palabra querer con una extensión muy amplia, yo mismo,
considerándola igual que tú, admito que la intensidad del cariño empieza en la
pura amistad para terminar en su cumbre, en el éxtasis de los amantes,
humanamente hablando; luego, si nosotros nos queremos únicamente como amigos,
ya estamos en el principio de los dominios del amor. En el principio, sí, pero
dentro de él, en él mismo!
-¿Sabes que se me ocurre?
-No, mujer; que ya soy Bachiller, pero
adivino, no!
-Pues, sencillamente, que deberías
estudiar filosofía. He notado que te gusta buscar enredos léxicos donde no
hacen falta. Sí, sí, de verás, que eso te iría bien; y mejor aún si te
especializas en filología; o no, claro que no: pobrecillas palabras, cuanta
guerra les ibas a dar con tus análisis!
-Descuida, que eso bueno está de hacer. –Y
sin apenas darse cuenta de ello, como si no pudiese contenerse sin hablar, sin
decirle todo el secreto, lo fue revelando a la vez que sentía un descanso confortador
en su mente enfebrecida de preocupaciones-: Ni me especializaré en filología,
ni estudiaré Filosofía y Letras, ni seré jamás otra cosa que un vulgar
chupatintas, y eso si encuentro colocación. Tal vez tu no lo sepas, pero yo te
lo digo aun exponiéndome a que me consideres un pobrete despreciable y me
retires tu amistad; es que prefiero desengañarte en tiempo. Se acabaron mis
estudios, se terminó el soñar con laureles; y no es por falta de deseo, no;
pero en mi casa hace falta ganar mucho, y pronto, antes hoy que mañana. Claro
que no me doy por vencido si me coloco; una vez empleado estudiaría por libre
cualquier carrera, pero ese procedimiento es cansino y retardado; más que
estudio habría que llamarle formación supletoria. En fin, que a fuerza de trabajo,
y si Dios me da suerte, aunque consiga enamorar una mujer de clase social más elevada
que la mía, yo haría méritos y dinero para ser digno de ella. ¡Oh, Chelo,
cuánto me cuesta decirte esto! Pero mi conciencia me dicta que debo repetir la
historia de mi pobreza a toda mujer que sea más que yo, para no engañarla, y
aquí me tienes poco menos que extendiendo la mano para pedir limosna, una
limosna de amor!
Ella se mostró extrañada:
-La verdad, Ernesto, no puedo creerte. Yo
te veía siempre elegante y supuse que serías de buena posición y que
estudiarías carrera universitaria.
Queimadelos evocó entonces la figura
grácil y menuda de Nita, su hermana, lavando todo el día en el arroyo de la
Chanca para que el pudiese comprar sus libros y sus trajes.
Chelo proseguía:
-Pero no tienes necesidad de hacerte el
humilde de esta manera. Si estudias trabajando será mayor tu mérito, y aunque
retrases el final de una carrera en uno o dos años ese tiempo es poca cosa a tu
edad. Yo conozco chicos que lo hicieron así!
-Y yo también; pero ellos saben los
sacrificios que les costó tal sistema. En fin, que estoy haciendo el tonto con
mis lágrimas; perdóname, Chelo; perdóname y olvida esta confidencia tan
insustancial como inoportuna. Ahora me doy cuenta de que sólo debo hablar de
esto ante quien me pueda ofrecer un trabajo, para conseguirlo; una prueba de mi
ridículo es que veo en tus ojos el mirar de la compasión, de la caridad. –La
transición de Queimadelos al llegar a este punto de sus confidencias fue ruda
pero emotiva; sintió rubor y remordimiento de sus palabras. –No, mil veces no;
-prosiguió-; no puedo soportar que se me mire así, como a un mendigo. Por
favor, Chelo, háblame de otra cosa ya que no se me ocurre ninguna idea opuesta
a ésta, nada que la borre para el tiempo que esté contigo; di cualquier
disparate para contrarrestar los míos.
Pero ella aún le miró más profundamente,
con cariño, con un afecto surgido de la conmiseración que sentía por el chico.
Le hubiese gustado mimarle para que olvidase sus penas.
-Pero, hombre, no digas tonterías; te digo
que yo no tengo –eso afirmaba- ni pizca de compasión de ti…, puesto que no la
necesitas. Eres joven, inteligente, así que, ¿para qué quieres haber heredado
aquello que puedes conseguir por ti mismo en pocos años? ¿Es que nunca se te
ocurrió mirar atrás para darte cuenta de que eres un príncipe con respecto a la
generalidad de nuestros paisanos? Sí, un príncipe, puesto que la inmensa
mayoría de nuestros coterráneos, hoy en día, carecen de la formación que tú
posees. ¿O es falsa modestia? Lo que sea, pero el caso es que no tienes motivo
para tus humillaciones.
¡Cuánto agradeció aquellas palabras!
Terminó de enamorarse de ella, y no es extraño puesto que el amor brota de los
motivos más diversos, uno de ellos del agradecimiento por una palabra de
comprensión y aliento.
-Chelo, eres una bendita entre todas las
mujeres de este siglo, del XX. Estoy seguro de que ninguna otra se portaría
como tú.
-¿No querías cambiar de conversación? Pues
hagámoslo, que también yo lo deseo. Mira aquel edificio de allí enfrente; es la
cárcel de Lugo. ¿Te parece que hablemos de ella?
-¿Más cárceles aún? Yo la tengo en mi
mismo, con mis problemas de trabajo, y también con este fuego interno que voy
empezando a notar que pugna por salir y hacerse volcán para atraer a quien amo,
pero los grilletes de mis circunstancias no me dejan salir, non me dejan en
libertad.
Chelo, como si no se diese por aludida,
desvió la conversación con un comentario:
-¿Tú conoces a mi primo Atilano? Claro que
le conoces pues recuerdo haberle visto en tu pandilla. Ahí está, detrás de esas
verjas; era cajero de un Banco, y de acuerdo con una banda de falsificadores
les canjeaba billetes falsos por auténticos del Banco de España, para luego el
hacerlos circular en los pagos. La tentación de ganarse unos miles participando
en aquel trapicheo acabó llevándole a presidio. Pobrecillo, era tan bueno y tan
trabajador; al menos eso parecía; pero la moneda lo enloqueció. Desde luego que
hace falta ser probo para su cometido, y él no lo demostró. Lo que también se
precisa, además de conciencia, es inventar una máquina que suene cuando alguien
trate de pasar billetes ilegales…
-Sí que lo conocía, pero no a fondo.
Además de tonto fue débil, y los débiles no valen para la caja de ningún
establecimiento. ¿Quieres que vayamos a visitarle y le llevamos algún obsequio,
algún libro de religión, por ejemplo, que le ayude a recapacitar y a
enmendarse?
Entraron en la cárcel. Queimadelos meditó
en aquella lección experimental: que el trabajar por cuenta ajena significa
algo más que el esfuerzo manual o intelectual, algo más que la remuneración de
fin de mes; significa formarse moralmente, educar con toda disciplina las
inclinaciones de la carne; en definitiva, ser fiel, absolutamente, a la misión
encomendada. Por su parte estaba seguro de sí mismo, y creía en los dictados de
su conciencia, bien formada y escrupulosa, pero celebró haber conocido de cerca
las consecuencias de los deslices del honor para imponerse a sí mismo una gran disciplina
de conducta, apartando de la mente toda tentación, toda idea remota que, por
evolución, pudiera situarle en peligro de delinquir cuando trabajase en
cualquier ocupación.
-.-
Intercesión
Ya se le había ocurrido paseando con él
por la muralla, pero no se atrevió a insinuárselo temiendo que después no
pudiese sentirse capaz de hacerlo. En el negocio de su padre, Porfirio Rancaño,
mayorista en la compra de reses, había varios chicos que desempeñaban diversos
cometidos de oficina. Aquello podía ser útil para Queimadelos, y una plaza para
él, caso de no existir vacante, podría crearse provisionalmente, igual que se
había hecho cuando su padre se sintió inclinado a emplear otros jóvenes en
situación apurada.
Lo espinoso del caso estaba en decírselo a
su padre; ¡ay, decírselo!, eso sí que le daba apuro de verdad. Chelo lo meditó
mucho antes de decidirse; incluso volvió a salir con Ernesto, varias veces, en
cuyos encuentros escuchó nuevas ternezas, que le hacían renacer los deseos de
ayudarle, pero siguió ocultándole su proyecto; temía principalmente dos cosas:
que su padre se negase a admitirlo, y que el hecho de interceder, de colocarle
en las oficinas de su casa, le violentase ante él; que su protegido se sintiese
avergonzado frente a ella por haberle ayudado.
Tres o cuatro semanas después de
confidenciarle Queimadelos que necesitaba y deseaba trabajar, Chelo se decidió
a poner a su madre por intermediaria; hablando las dos a su padre veía más
seguro el éxito de su proposición.
Llegaba Rancaño de presenciar en la
estación del ferrocarril el enjaule de una partida de reses, destinadas a los
mataderos de Madrid. Como siempre, por inveterada costumbre que no abandonaba,
llamó con palmadas escaleras arriba antes de llegar al primer piso, en el que
vivían, para evitar cualquier espera frente a la puerta. Le enojaba que no se
le abriese con prontitud. Después tiraba el sombrero donde le viniese a mano,
besaba a su esposa y a su hija, haciendo con ellas algún comentario sobre lo
que más le hubiese impresionado en la jornada, y a continuación se iba al diván
de su despacho particular para tumbarse a lo largo mientras no le avisasen para
la mesa, cosa que tampoco podía demorarse sin exponerse el servicio a su humor
fácilmente excitable. Aquel día el comentario versó acerca del rendimiento de
las reses enviadas:
-Hoy sí que hice un negocio excelente;
casi cien pesetas de beneficio neto por res facturada. De esta remesa os va a
tocar algo, así que ya podéis pensar en lo que se le antoje a cada una.
Y se fue, como de costumbre, para reposar
en su diván.
Ambas se miraron gozosas; Chelo un poco
nerviosilla.
-Ya lo ves, hijita, regalo a la vista. Un
poco gruñón, pero de corazón excelente. ¿Qué piensas pedirle?
Fue espontánea:
-No se me ocurre nada, mamá, pues nada
especial necesito…, fuera de vuestro cariño! Lo cierto es que Dios, y de parte
suya, papá, nos tiene dadas demasiada cosas…, en estos tiempo de postguerra,
tan críticos!
La madre se asombró de oír a su Chelo
aquellas frases, aquellas conformidades que no eran habituales en ella, que
siempre fuera un tanto antojadiza.
-¿Y qué? ¿Qué ha podido ocurrir para que
hoy te muestres tan sencilla? Es la primera vez que te oigo decir que tienes
demasiadas cosas.
-Es cierto, mamá. Tenemos más riqueza de
la que se necesita para vivir cómodamente; con respecto a nuestro entorno, se
entiende. Que no te sorprenda, pues no se trata de que me haya metido a
limosnera y desee repartir nuestros bienes, pero es que voy conociendo que hay
mucha gente que sin ser lo que se dice pobres tienen grandes necesidades que no
pueden satisfacer. Te voy a contar un caso que se me ocurre ahora: -y procuró
fingir espontaneidad en su revelación- Un chico, que le conozco desde el
Instituto, Ernesto Queimadelos, aprobó hace poco la reválida del Bachillerato.
Su padre es fontanero, y tiene una hermana lavandera. Ya ves, una familia
humilde. Pues bien, este chico, que te advierto que es listísimo y muy serio,
formalote, no puede hacer carrera porque non tienen medios para ello, así que
anda desesperado buscando algún trabajo que le vaya bien. ¡Ah, y para colmo de
desdichas su madre siempre ha sido débil, y su padre está enfermo del hígado,
así que se ven envueltos en gastos que no pueden soportar.
Chelo se acordó de haberle oído decir a
Ernesto el día anterior que su padre andaba griposo, así que decidió pasarle la
gripe al hígado para dramatizar su súplica.
-Bien, -repuso la madre; -me agrada que
vayas reconociendo lo que debes a tus padres, y también lo que nosotros debemos
a la suerte…; ¡a la suerte, y a los esfuerzos de tu padre! Lo que no veo claro
es que…, ¿qué es lo que insinúas a propósito de ese chico? ¿O es que deseas
hacerle un donativo? Me temo que vayas a quedar mal, porque la gente que no se
considera de clase muy humilde, -ten en cuenta que el chico tiene estudios-, se
ofende si se les socorre, aunque lo estén necesitando; sólo aceptarían regalos,
y en tal sentido no se les puede dar nada…, porque no tenemos confianza!
-Es que no pensaba en donaciones…
-Cada vez te entiendo menos, hijita.
-Te lo diré todo, al completo, mamaíta: -Y
prosiguió para sus adentros: -¿Todo? ¡No, sólo un poquito! –Te lo diré, pero
tienes que prometerme no enfadarte.
-Sí, te lo prometo; pero suelta pronto,
que me estás intrigando.
-Este chico, Ernesto, me rogó que le
pidiese a papá una plaza en sus oficinas, pero no me atrevo a hacerlo y
quisiera que se lo dijeses tú. Le conozco muy bien y me consta que es
competente, leal e inteligente. ¡No sabes que obra tan buena, y tan acertada,
haríamos si papá lo emplease; en lo suyo, o en algo donde pueda influir! Estoy
segura de que no nos defraudaría; de que se portará bien, y con eficacia.
Su madre la abrazó:
-Has hecho muy bien en decírmelo; y tienes
razón en que somos demasiado ricos, y aunque papá gaste mucho en sueldos, acaso
más de lo que se necesite, bien lo compensa la satisfacción de saber que
empleamos el dinero, las ganancias, en favorecer familias que estaban en paro o
en otras situaciones difíciles. Hoy mismo, le hablaré de ello, pero en la
cama…, que es donde los hombres obedecen a las mujeres!
-¡Gracias, mamá; pero qué lista y que
buena…; trataré de parecerme a ti! –Y Chelo abrazó a su madre con toda efusión.
Le hubiese gustado decirle que Ernesto era su…, ¿su, qué? Pero aún no estaba
segura de sí Ernesto era amigo o novio; en aquel juego petitorio cabía el
riesgo de perder lo conseguido, la comprensión de su madre.
En el paseo del día siguiente ya le dijo a
Ernesto que su padre había decidido colocarle en substitución de un oficinista
al que dedicaría a controlar pesos y liquidaciones de los tratantes que
compraban para ellos en las ferias. Queimadelos se sintió profundamente
agradecido, pero a la vez sumido en un complejo de inferioridad frente a su
protectora. La alegría de haber encontrado, por fin, una colocación, tan
buscada y tan deseada, esfumó aquellos temores, y ambos lo celebraron paseando
su dicha en agradable intimidad por el Parque de Rosalía.
-.-
Laborando
Queimadelos se sentía optimista ante la proximidad
de percibir un sueldo por primera vez; estaba gozoso de haberse colocado, pero
a la vez un poco nervioso temiéndole al proceso de adaptación.
El jefe de la sección de Compras era
afable con los empleados, y Queimadelos notó enseguida esta cualidad,
sintiéndose más seguro de su optimismo. Le hizo algunas preguntas acerca de su
formación y antecedentes, pero todas con corrección y diplomacia, convirtiendo
su interrogatorio en una verdadera charla. Le preguntó principalmente si tenía
nociones de contabilidad, de mecanografía, del manejo de ficheros, de
estadísticas y de redacción comercial, en cuyas materias Queimadelos tuvo que confesarse
algo ignorante pues ninguna de ellas le había sido precisas en su Bachillerato,
únicos estudios que poseía. Pero no tuvo que torturarse pensando en la
dificultad de desconocer todo aquello pues el jefe de Compras le propuso
amablemente un medio para orientarse inicialmente.
-De momento llevarás los ficheros y
anotaciones caligráficas, mientras no domines la máquina, así como el cálculo
de las operaciones que sepas resolver; simultáneamente a todo esto se te
dejarán horas libres para que aprendas contabilidad y mecanografía en una
academia especializada, que aquí en Lugo, ahora, las hay en todas las
esquinas.
Como su admisión había sido un tanto
marginal a la plantilla, sus servicios no apremiaban, quedándole amplias
facultades para imponerse en los conocimientos esenciales de oficina; su
colocación era de auténtico meritorio, aunque recibiese emolumentos de técnico,
pero Queimadelos supo corresponder a las atenciones recibidas poniendo todo
interés y esmero en cumplir el cometido que se le había asignado y en alcanzar
la preparación adicional que precisaba para dominar su tarea.
Transporte de ganado
Aparte de la correspondiente
contabilización de las operaciones realizadas, la sección de Compras cuidaba
especialmente del engranaje de los servicios de adquisición confiados a
delegados oriundos de la misma comarca en que actuaban, para facilitar así el conocimiento
de las ganaderías locales; de estudiar las perspectivas de precios, cotejando
los informes que proporcionaba la sección de Ventas relativos a mercados
consumidores, tarifas, competencia y transportes, con los datos facilitados por
los tratantes comarcales sobre oferta, competencia, calidad de las reses,
abundancia de pastos o escasez de estos que influyese en la oferta futura,
pérdida de peso en los traslados desde el lugar de origen al embarcadero más
apropiado, etcétera; y también de adaptar las inversiones, calculando su empleo
más lucrativo, a las disponibilidades que en cualquier momento pudiera
presentar la sección de Ventas, habida cuenta de que los cobros aplazados no se
realizarían hasta el vencimiento de los efectos correspondientes a menos de
presentarlos al descuento en una entidad bancaria.
Todo esto correspondía a Compras desde el
punto de vista económico-financiero; contablemente se limitaba a llevar los
libros y registros legales, así como aquellos otros que permitiesen un claro y
oportuno conocimiento de la situación mercantil de la empresa Rancaño.
Compras y Ventas, además de los informes
recíprocos que se facilitaban, tenían un principal enlace en la cuenta y
negociado de Caja, a cargo de un empleado de la más absoluta confianza,
encargado de cobros y pagos, de las operaciones bancarias y de la emisión y
recepción de documentos que justificasen los movimientos de efectivo. Aparte
del arqueo diario que verificaba el cajero, los jefes de Compras y Ventas
tenían la facultad de revisar las existencias en cualquier momento que creyesen
oportuno, y obligatoriamente los días quince, o anterior laborable, y también
al final de cada mes.
Al cabo de cada jornada, fundidas las
contabilizaciones de la sección de Compras, de la de Ventas, así como las del
departamento de Caja, y enlazadas por cuentas de orden las partidas que
afectasen a diversos servicios, se procedía a confeccionar un resumen total,
global, que sería vertido en los libros oficiales.
La estadística general de la empresa no
precisaba unificación puesto que en cualquier momento que fuese deseable se
cruzaban informes de una a otra sección, complementándose así los servicios de
todas ellas.
A Queimadelos, a pesar de carecer de
estudios técnicos, mercantiles, no le fue difícil hacerse cargo de la forma en
que funcionaba, tan meticulosamente, la organización empresarial de don
Porfirio Rancaño. Y acoplando, según procediese, los conocimiento contables que
estaba adquiriendo en una academia con la práctica de las operaciones que veía
reflejar diariamente en los libros, ficheros, y registros de la oficina, fue
comprendiendo el engranaje de todo sistema financiero: El por qué se adeudaban
las cuentas y el por qué se abonaban. La conexión que existía entre unas y
otras y su posición frente a la empresa. Sus ventajas al ofrecer en síntesis
fácilmente comprensible, y en cualquier momento, la verdadera situación de cada
uno de los valores que formaban el patrimonio de don Porfirio. La aplicación de
la estadística para establecer cálculos de probabilidad del negocio y
orientarlo hacia el campo de actividades más lucrativas en proporción al
desembolso y al trabajo que para ello se necesitase. La ordenación en signo a
mayor productividad y menor esfuerzo del personal empleado en cada función; la
especialización de este al procurar el conocimiento de ciertas normas de
trabajo, que Queimadelos consideraba “trucos manuales” mientras no comprendió
que todas eran pura ciencia, basada en la experiencia de todas las generaciones
oficinísticas, cada una de las cuales había aportado su granito a la técnica de
cada profesión.
Todo lo vio por un proceso de comprensión
aritméticamente progresiva, en el que los avances sobre cada materia dependían
de la observación de la forma en que trabajaban sus compañeros y jefes, del
estudio complementario que el realizaba sobre los textos, y del mayor o menor
grado de atención que pusiese en adaptar los conocimientos teóricos con la
práctica de cada día.
Se dio cuenta, también, de que el capital,
por sí solo, limitándose a servirse de él sin someterlo a reproducción, tendía
a reducirse en consonancia con los gastos, a situarse en la posición de cero,
de nada, en la que moría indefectiblemente por traspaso a nuevos poseedores. Y
considerando todo esto, se dio cuenta de que la contabilidad, síntesis de la
administración, no era ningún artificio creado por la comunión de conocimientos
matemáticos, económicos, políticos y de la expresión escrita de las ideas, sino
la aplicación de unas normas, de unos principios que brotan de la Naturaleza
misma, que son innatos al hombre con sus propiedades de crecimiento,
conservación y/o deterioro.
Queimadelos se decía a sí mismo, meditando
sobre los textos contables, muchos de ellos confusos por apartarse en sus
explicaciones de la sencillez original, so pretexto de más fácil
comprensibilidad: El hombre, mirándose introspectivamente, mirando las cosas de
la creación que le rodean, comprendió que la vida necesita alimentarse de algo
para sostenerse, para fructificar; incluso los seres inanimados, cualquier
planta silvestre, por ejemplo, se nutre de la tierra, de la que no puede
separarse sin peligro de perecer; la tierra se nutre del empobrecimiento de las
rocas; las rocas se forman de la solidificación de los materiales pastosos y
candentes del centro de nuestro planeta; e incluso esa materia ígnea nace de la
voluntad del Creador, que permitió su existencia y su conservación. Lo único
que no precisa sostenerse de nada es Dios porque en sí mismo se hallan todos
los principios de cuanto existe o pueda existir. Todo, pues, necesita de
cuidados para no desaparecer; y ya tengo el fundamento del capital: capital es
aquello que tiene existencia, que tiene utilidad fija o relativa y que
pertenece a alguien; luego, si pertenece a alguien, ese propietario es quien
tiene que cuidarle para su conservación; pero no sólo conservarle, sino hacerlo
reproducirse puesto que la reproducción es una de las leyes naturales más
fundamentales, y también voluntad del Creador, expresada por Jesucristo en la maravillosa
parábola del premio que recibe quien no sólo conserva sino que multiplica los
talentos que le han sido encomendados para su administración. De este modo se
deduce claramente la necesidad, ¡y el deber!, de administrar adecuadamente los
“talentos” (valores de cualquier índole) que nos hayan caído en suerte. La
administración también nos la enseña la Naturaleza misma: todo necesita de
elementos favorables para su conservación; toda reproducción implica el
concurso de diversas facilidades y de diversas situaciones; todo, para
multiplicarse, necesita sufrir algunas variaciones en sus materias
constitutivas. La administración de un capital no es otra cosa que
proporcionarle los medios oportunos de conservación, de reproducción y de
multiplicación siempre que ello sea propiedad del valor administrado.
Otra enseñanza que recibió de su empleo
fue la comprensión de los fines que realiza toda empresa, todo comerciante
individual y toda compañía mercantil o industrial. En primer término, con
apariencia de dominarlo todo, de ser único motivo de acción, el lucro de los
propietarios, la multiplicación de su capital; el propietario no suele pensar
más que en su conveniencia al idear la explotación de cualquier negocio, pero
de él se derivan múltiples beneficios, y a veces también inconvenientes, que
repercuten en la sociedad. Después del propietario, o incluso más ampliamente
que éste, siempre que concurran especiales circunstancias, se beneficia el
trabajador, quien a cambio de su esfuerzo, manual o intelectual, consigue
obtener un sueldo que le permite satisfacer sus necesidades naturales, y aún
aquellas otras que le impongan los convencionalismos de su clase social, así
como las de los familiares que de él dependan. Se benefician en último lugar,
de un modo más superficial y genérico, pero se benefician, todos aquellos a
quienes llega, directa o indirectamente, la influencia del progreso industrial,
la competencia mercantil, el mejoramiento de la producción; en una palabra, el
bienestar social que se amasa con la colaboración activa y fructífera de todo
el género humano.
-.-
Hacía meses que Queimadelos trabajaba en
las oficinas de Rancaño; pero sus amores con Chelo continuaron siendo
desconocidos para toda la familia de ella, hasta que un día se cruzaron con Porfirio
Rancaño en la puerta del Círculo de las Artes; era la segunda vez que veía a su
hija acompañada de Queimadelos y le escamó tanto que en días sucesivos procuró
averiguar todos los antecedentes de su empleado y de las relaciones que
mantenía con su hija. Una mañana, antes de bajar a las oficinas, le mandó a
Chelo, con imperio, que pasase a su despacho particular, y ésta entró en él
temerosa de haber incurrido en las iras de su padre, no frecuentes pero
intensas cada vez que se malhumoraba:
-¡Hola, papá! ¿Me querías algo? –Le dijo
con un tono de voz vacilante, que pretendía ser tierna y amable pero sin apenas
conseguirlo.
El utilizó un equívoco basado en las
palabras de su hija:
-¡Claro que te quiero, tontuela, y
precisamente por eso me preocupo de tus cosas! Vamos a ver; ¿me prometes decir
la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad, en lo que te pregunte?
-Sí, papá; claro que te lo prometo, como
siempre! Anda, dime pronto lo que sea, que estoy en ascuas; ¿es que me porté
mal en algo?
Rancaño hizo caso omiso de la pregunta de
su hija e inició su interrogatorio:
-A Queimadelos le conoces del Instituto,
¿no?
Ella afirmó temblorosa, con un gesto, temiendo
que la regañina fuese directamente por sus relaciones.
Rancaño continuó:
-Si le conoces desde entonces, sabrás
todos los pormenores de su vida; cuéntamelos!
-No sé a qué viene esto, ni por qué me lo
preguntas, pero te prometí decir la verdad y lo haré: es un buen chico, ¡como
pocos! Y muy estudioso. Que es trabajador ya lo sabes tú, tú mismo, por la
oficina. En el Instituto destacaba por su amabilidad, corrección y
aprovechamiento; tenía fama por ganarse matrícula en todos los cursos. Su padre
es fontanero, y su hermana, una lavandera, de esas que bajan a la Chanca. De
familia más bien pobre, que por ello, nada más aprobar la reválida, buscó
trabajo. Yo le conocía, y simpatizábamos; por ello me dio lástima, así que
rogué a mamá que te pidiese su colocación. Eso es todo.
Rancaño observó cómo su hija, al
contestarle, bajaba la cabeza, ruborosa, temiendo que su expresión dijese más
aún que sus palabras.
-No, no es todo. Me falta precisamente lo
que más nos interesa: Sois novios, ¿verdad?
Chelo, tímida, no le contestó.
-Sé que lo sois, que os lo he leído en la
cara, y no me agrada que me lo ocultes. Pero esto no puede seguir adelante sin
dejar bien sentada esta consideración: tú sabes que es pobre, que no puede
compararse nuestra posición con la suya.
-Lo sé, papá. –Admitió ella, con los
nervios ya excitados.
-Bien; puesto que lo reconoces, me vas a
contestar sincera y definitivamente, pero antes te doy unos minutos para
pensarlo: sabiendo que ese chico, ese…, ese novio, es de familia humilde, ¿te
arrepentirías algún día de haberte casado con él?
Salía Rancaño para dejar sola a su hija
mientras reflexionaba en la postura que debía adoptar, pero ella le detuvo
cogiéndole afectuosamente del brazo.
-Papá, no me hace falta pensarlo; lo tengo
decidido: le quiero, y mucho, tal y como es; además tengo la percepción de que
en mi persona ve su complemento en lo personal, que no en el patrimonio. Su
egoísmo está en mi persona, en la reciprocidad de nuestro afecto…
La interrumpió:
Tú lo has querido así, y esperemos que en
esta ocasión no seas tan veleidosa como lo has sido en tus estudios… ¡Ya sabes
a qué me refiero, pues mi ilusión era que estudiases Veterinaria…! Luego no
culpes a nadie. Queimadelos es tu novio, ¡y por mí, aceptado! Lo que deseo es
que siga mereciéndote; y también que no se prolongue vuestra relación, pues,
por lo que veo en nuestro entorno, los noviazgos prolongados son tan inseguros
como los breves! Ya estudiaremos cuando sea oportuno que os caséis…, que en eso
alguna responsabilidad también tenemos los padres. ¿Sí, o no?
Se abrazaron con afecto compartido. ¡El
pacto quedó sellado con aquel abrazo!
-.-
Alternativas
De día en día Queimadelos fue mejorando la
estima en que se tenían sus servicios, y también la simpatía –primero- y cariño
–más tarde- con que se le acogía en la familia de los Rancaño. Su laboriosidad,
su interés por superarse y por ser útil a la empresa le granjearon la absoluta
confianza y estima de su jefe, pero también el celo de sus compañeros al
observar que les ganaba terreno, y así se originaron algunas discusiones en las
que fue acusado de adulador, de hipócrita y de mal compañero, defendiéndose con
razones de este tipo:
-No obraría noblemente si adulase a mis
superiores, o si anduviese con enredos y chismes; pero nada de esto ocurre
puesto que si me dan atenciones es porque hago los medios de merecerlas
poniendo interés en los asuntos que se me encomiendan. ¿Qué tenéis, pues, que
objetar?
En toda agrupación siempre existe algún
individuo que sea la fruta dañada y dañina de la cosecha; allí también habría
alguien que gustase de apurar las discusiones:
-Bueno, Queimadelos, no nos vengas con
historias, que la hija del jefe no se camela con modales de ángel; ¡le gusta la
juerga y el trapío; vaya si le gustan!; así que no nos cuelan tus confesiones!
El caso es que supiste jugar la partida, y si lo hiciste limpio, eso ya no nos
consta.
Queimadelos optaba por callar, aunque le
quedasen alegaciones, porque comprendía que las enemistades entre compañeros de
trabajo son algo horrible al verse diariamente las personas enojadas, y que de
estos enfados no resulta más que nerviosismo, despego por el trabajo,
desconexión en los servicios de la empresa y, muy especialmente, recelo para
los clientes de entidades que necesitan constantemente la confianza del público
–banca, seguros, agencias de negocios, etcétera-, quienes, al observar
discordias interiores, piensan mal de la disciplina y de la formalidad de la
empresa cuyos servicios utilizan.
El jefe de Compras, ya entrado en años,
delicado, y dueño de algunos ahorros y de una propiedad en una aldea próxima a
Lugo, decidió retirarse al caserío para vivir en reposo los años que le
faltasen de existencia. No tenía hijos, y en la aldea contaba con familiares
próximos a los que confiar su ancianidad. Queimadelos pasó a sustituirle.
Al principio no le satisfacía su cometido,
principalmente por lo que respectaba al trato con los compradores delegados,
gente ruda, embrutecidas por su continuo bregar con las reses, y maleados por
haberse apropiado a lo largo de sus andanzas del receloso tratar de los
campesinos; lo animó más que nada, aparte de su amor propio por lucirse ante
Chelo en una categoría superior, el aliciente de los continuos viajes de
entregas, recogiendo ganado en los puntos más dispares de las carreteras de la
provincia, a los que concurría en las ocasiones de confidenciar nuevas normas a
los delegados o de hacer pagos importantes en las localidades donde no
existiese corresponsalía bancaria.
El nuevo jefe de Compras de Rancaño pronto
se hizo popular en los medios ganaderos por la sagacidad que empleaba con los
delegados, a los que traía intrigados con su política de contraórdenes
desconcertantes para el campesino e incluso para los compradores rivales. Le
motejaron de reviravoltas por sus cambios de posición respecto a precios y
condiciones, inexplicables para aquella gente que no reconocía otro plan
financiero que la estabilidad de cotizaciones y los beneficios obtenidos por
fraudes en el peso estimado, por el machacante regatear con los labriegos y,
claro está, el rendimiento que le proporcionase a Rancaño la diferencia de
tarifas entre el precio que les pagaba y el que obtuviese en sus remesas.
Reviravoltas para los ganaderos era el
novio de la hija del amo, un chico demasiado joven y demasiado fino para
meterse en negocio de reses, un inexperto que no sabía decidirse por una pauta
mercantil para seguirla después con fidelidad religiosa. De él se decían:
-Somos (y hablaban así con toda propiedad)
los compradores más fuertes de la provincia, y también, al tener un mismo amo
para muchos, los más unidos. Cuando comunican baja de precios compramos barato
porque la competencia se guía por nosotros al interesarle la diferencia, lo
cual está claro; pero lo que no tiene razón es que al subir nosotros también lo
hagan otros ganaderos. ¿A qué vendrá esta tirantez, esta competencia alocada,
si con ser los más unidos y adinerados ya manejábamos una parte considerable
del negocio?
A juicio delos compradores delegados bien
absurda era la administración de Queimadelos; pero desconocían que bajo
aquellas especulaciones se realizaba un plan medio diabólico pero muy
transcendente para la conversión de la empresa Rancaño en monopolizadora de las
transacciones ganaderas locales.
A Rancaño no fue fácil convencerle de que
el plan mercantil de su encargado de compras, en el mercado que a él le
interesaba, daría óptimos resultados; y lo decidió un ruego de su hija, amante
de la aventura, creyente y ansiosa de la fácil ganancia que predecía Ernesto,
pidiéndole dejase cierta libertad de acción a Queimadelos ya que este se
comprometía al buen fin de sus propósitos. Perder unos cuantos miles no
representaba gran cosa para el patrimonio Rancaño; los perdió, en efecto, a
veces, pero fueron compensados con las diferencias que producían los
inesperados bajones que ordenaba Ernesto a sus delegados.
A los pocos meses de vigencia de aquella
política de compras la empresa ganadera Porfirio Rancaño había conseguido
sacudirse la competencia de pequeños tratantes en varias comarcas de la
provincia, y en algunas otras se producían síntomas de relajamiento en
agrupaciones ganaderas de escaso capital, que si bien no amenazaban
desaparecer, por lo menos se les había colocado en difícil situación de
competir con la firma Rancaño en los mercados de absorción.
Esta fue la primera parte del plan de
Queimadelos. Los compradores mediocres se habían retirado en mayoría al no
poder soportar las alzas que el provocaba en el mercado con frecuencia
acelerada; y los que seguían pegados a su profesión corrían el riesgo inminente
de arruinarse en cualquier baja de cotización de venta que les cogiese con
existencias de ganado superiores a sus posibilidades de alimentación o de
inmovilidad de capital, puesto que el mercado se abastecía con reses de Rancaño
vendidas por debajo del margen de compra y gastos.
A su proyecto audaz y egoísta sumó, en
segunda parte, la ética que corresponde a un negociante ilustrado y religioso,
capaz de distinguir hasta donde llegan los fueros mercantiles y en donde
empiezan las obligaciones morales del comercio: rehusó la admisión de empleados
de la calle y dio toda clase de facilidades para que se sumasen a la empresa
aquellos tratantes que estaban en peligro de quebrar, impotentes ante los
manejos de la casa Rancaño. Así que en realidad su obra consistió en cerrar la
gestión privada de pequeños capitalistas y abrirles las puertas de su empresa,
admitiéndoles como compradores suyos a condición de que invirtiesen su dinero
en acciones de Rancaño, siempre que lo tuviesen, depositando los títulos en el
negocio como garantía de su labor, aunque en realidad lo estuviesen para evitar
futuras desviaciones de aquel capital.
Una vez dado el gran paso de disminución
de la competencia concentró su atención en reformar el sistema mercantil de la
empresa y en dar facilidades y mejoras económicas a los empleados de la oficina
y también a los delegados rurales.
Deza, a propuesta de Queimadelos,
sustituyó al jefe de la sección de Ventas por traslado de este para la delegación
de la zona catalana, en la que contaban con importantes distribuidores. Aceptó
con sumo grado aquel empleo, liberatorio, por su excelente remuneración, de las
complicaciones que le proporcionaban sus pequeñas finanzas por inexistencia de
normas regulares que las hiciesen llegar a buen fin.
Entre el jefe de Ventas y el de Compras
existía un cierto paralelismo profesional, con márgenes no siempre bien
definidos, que con los antiguos titulares habían ocasionado serias
disconformidades de influencia. La casa Rancaño no se regía por reglamentación
interna alguna, basándose la serie de derechos y deberes de los trabajadores en
el recuerdo de las manifestaciones verbales del patrono, no siempre claras y
precisas, ya que a don Porfirio Rancaño, dueño de cuantiosa fortuna, no le
apremiaba una organización minuciosa de su negocio. Mas Deza y Queimadelos,
considerando que mercantilmente son insuficientes las reglas de cualquier
armonía amigable para evitar digresiones que puedan repercutir en el feliz
desarrollo de la empresa, presentaron a don Porfirio unas Bases de Gestión y de
Personal, comprensivas, entre otros apartados, de las atribuciones de cada uno
de los jefes de sección de la oficina central, de los delegados regionales de
ventas, de los compradores comarcales, y del personal administrativo. Rancaño,
receloso como siempre ante cualquier innovación de su negocio, vaciló en darles
su aprobación, pero, una vez convencido de la oportunidad de la propuesta, se
alegró de haber depositado su confianza en dos hombres capaces de imprimir una
mayor productividad a su empresa, despersonalizándola al dotarla de un
excelente engranaje entre los diversos servicios y funciones de la casa.
Queimadelos, particularmente, aún propuso
más: que se le proporcionase capital para establecer una pequeña fábrica de
embutidos, conservas y otros derivados del sacrificio de ganado vacuno y de
cerda, a condición de que el sólo percibiría los beneficios que se produjesen,
destinando un elevado porcentaje de los mismos para reintegrarle a Rancaño su
desembolso original. La finalidad de esta empresa sería que Queimadelos fuese
en pocos años propietario de la tal fábrica, constituyéndose en capital
respetable para aportar al matrimonio una dote que no desmereciese demasiado
del patrimonio de su futura; siéndole aceptada esta injerencia por su empeño en
realizarla, pero no por agrado de la familia Rancaño, quienes abogaban por un
próximo enlace, ofreciendo a Ernesto, para suplir el proyecto de la fábrica,
darles a él y a la hija un capital idéntico (a él, contablemente, como
gratificación por servicios especiales prestados a la firma), y que lo
invirtiesen en cualquier actividad productiva, incluso fuera del círculo
tradicional en la familia de negociación con reses.
En esto estaban al sucederse episodios
imprevistos; mas no en el negocio, donde todo marchaba con ritmo acelerado de
prosperidad.
Chelo Rancaño era joven, demasiado joven
para que perdurase en su mente la idea de que son incomparables la laboriosidad
e ingenio de ciertas personas con la arrogancia, galantería y abolengo de
otras. Esto presionaba bastante, y su complemento lo halló en el medio social
frecuentado: exceso de vitalidad mal dirigida, abundancia de dinero para
permitirse cualquier capricho, formación incompleta y libre, amparada por los
postulados de la nueva libertad juvenil.
Queimadelos había traspasado, demasiado
bruscamente, su período de juventud, ignorante de las diversiones y de las
actividades que le son inherentes aún en su forma más metódica, para abismarse
en circunstancias propias de la madurez, en abnegada concentración hacia las
finanzas, hacia todo lo que fuese práctico, productivo y durable.
El paralelismo se inició cuando Ernesto
empezaba a comprender la paz interior que da el trabajo, el provecho material
de este, y su imprescindibilidad para hacer frente a las necesidades del
individuo; cuando se impuso en el conocimiento de que trabajar honradamente en
la profesión de cada uno no es más que cumplir una ley de Dios, al propio
tiempo que se beneficia el actuante, la patria y el orbe en general. Los dos
llegaron a profesar verdadero fanatismo por su inclinación respectiva, y esta
divergencia, acentuándose paulatinamente, los llevó al rompimiento inevitable.
Ocurrió una noche de febrero. En el Círculo
de las Artes se celebraba el tradicional baile de disfraces, en conmemoración
carnavalesca. Chelo había decidido asistir, y como quiera que Ernesto,
acercándose ya la hora, no acababa de llegar para ir a la fiesta, ella bajó a
las oficinas:
-Oye, ¿es que no se te ocurre pensar que
te estaba esperando? Ya es tarde, y no quiero que seamos los últimos en llegar;
ya sabes que estreno, y cuando más se fija la gente es al entrar, en los
saludos.
-Sí, querida; lo sé. Pensaba subir ahora
mismo; mejor dicho, hace un instante, pero se presentó una diferencia en
balance, y como es fin de mes no debe quedar descuadrado; tal vez aparezca
pronto porque debe estar en las comisiones de los delegados, últimos documentos
que se registraron, y como este mes tiene pocos días no hubo tiempo de hacerlo
con orden. Vete subiendo, que ya voy enseguida.
Latía el deseo de enfadarse, así que Chelo
no quiso, o no supo, desaprovechar la oportunidad:
-¡Que te crees tú eso! A mí no se me hacer
esperar como a un paleto que venga a cobrar unos terneros… Si prefieres los
papelotes a tu novia, quédate con ellos, que a mí no me faltará quien me
acompañe en el baile.
Y no bien hubo terminado de hablar cogió
el teléfono para llamar a Ferreiro, un chico con el que antaño había salido
algunas veces, precisamente al que más temía Queimadelos como rival por constarle
que Chelo lo mentaba con harta frecuencia; le preguntó si iba al Círculo, y el
tal Ferreiro, viendo la oportunidad que se le presentaba de proseguir su
flirteo, no vaciló en contestar afirmativamente, pidiéndole a Chelo que le
reservase algún baile.
Queimadelos escuchaba desconcertado la
conferencia de su prometida; su faz estaba gris y ceñuda. Tan pronto colgó ella
el auricular la miró frente a frente, con un gesto retador, con intenciones de
abofetearla; pero se dio cuenta de que era una infamia maltratar a una mujer,
así que se limitó a decirle:
-Chelo, no está bien lo que hiciste; pero
yo te prometo olvidarlo desde este instante. Hazte cargo de que tu padre me
tiene encomendados unos intereses que son precisamente los que permiten que tú estrenes,
¡hoy, y tantos otros días! Mi deber es que esos intereses aparezcan claros
cuando tu padre coja el balance, signo evidente de mi fidelidad y de la de
todos los que aquí trabajan. Si me quedé solo con esta tarea es porque me
incumben estas operaciones para evitar que los demás empleados se enteren de
ciertas cosas cuya divulgación pudiera favorecer la competencia de los otros
ganaderos.
Pero ella sintiéndose en la cúspide de la
empresa familiar:
-¡Cuento y más cuento! ¡Eso es lo que
tienes tú! Simular un celo extraordinario por los asuntos de la casa, que
ignoro si realmente existe, pero en el cual yo no creo. ¡Que procedimiento más
infalible para camelarse a la familia, y luego te importan un comino mis cosas,
mis ilusiones! Si te importase el negocio porque es nuestro, también yo te
importaría, y me dedicarías más atención; pero sólo te importa por ti mismo,
por tu beneficio, por…
Queimadelos no pudo contenerse por más
tiempo:
-¡Calla, por favor te lo pido! Estás
diciendo necedades que contradicen la honradez de mis actos, pero éstos ya te
lo demostrarán cuando pienses en ellos sin ofuscaciones.
Se lo dijo presionándola ligeramente en un
brazo.
-¡Suéltame, hipócrita redomado, chupatintas!
–Se enfureció ella.
Queimadelos, soltándola:
-Aquí te dejo para que medites a solas en
lo que acabas de injuriarme, y puedes quedarte así todo el tiempo que desees
porque mi presencia te estorbará escasos minutos.
Pero ella se marchó presurosa, escaleras
arriba.
Queimadelos buscó afanosamente la diferencia
del balance, y una vez que la hubo localizado y corregido, se puso a
mecanografiar unas líneas en las que le decía a don Porfirio Rancaño que había
tenido una pequeña discusión con Chelo, y que, sin perjuicio del agradecimiento
que conservaría siempre por haberle proporcionado aquel trabajo, y otras muchas
atenciones y confianzas recibidas, le presentaba la dimisión irrevocable en su
empleo. Retiró de la máquina la cuartilla mecanografiada con un nerviosismo que
la hacía vibrar en sus manos y, junto a las llaves de la oficina, la cerró en
un sobre; llamó con el timbre del servicio y entregó el sobre y las llaves a la
muchacha que acudió a su llamada.
Ya desde la calle se volvió para mirar la
puerta de las oficinas de Rancaño, en ademán de despedida, y no alzó los ojos
por miedo a divisar a alguien en las ventanillas del piso, que pudiera
llamarle. Murmuró quedamente:
-Por ella me dieron lo que no esperaba, y
por ella lo dejo. Don Porfirio no podrá recordarme con enojo ya que siempre
cumplí con mi deber. Buen escarmiento me llevo; como para fiarme jamás de una
mujer egocéntrica y caprichosa.
-.-
Reemprendiendo
En casa de Queimadelos tardaron en saber
lo ocurrido pues Ernesto, al día siguiente, primero de marzo, se marchó para
Coruña con el pretexto de tener que pasar allí unos días para hacer unas
gestiones de la empresa Rancaño. En realidad lo que pretendía con este viaje
era borrar de su mente el recuerdo atormentado del rompimiento de sus
relaciones y de su dimisión, así como buscar algún trabajo productivo lejos de
la mujer que amó inútilmente, y de la empresa que hubo de abandonar porque su
amor propio no le permitía exponerse a que después de la rotura de sus
relaciones con la hija del patrono éste pudiera considerarle como un
aprovechado que se había elevado en parte por su noviazgo y que continuaba
disfrutando su posición una vez roto aquel.
Deza se mostró vacilante en aconsejar a su
amigo y compañero, que le llamó ya desde la herculina. Su mentalidad misógina
le hacía invulnerable a los problemas amorosos, y por tanto no daba a éstos más
que una importancia relativa, considerando que la atracción de dos sexos nunca
puede ser tal que suponga otros trastornos el rompimiento de unas relaciones;
creía más bien que sólo era de lamentar el enamoramiento, y que todo lo que
ocurriese posteriormente era una consecuencia de aquél sin valor propio, puesto
que el acto fundamental y fatídico lo constituía el iniciamiento de las
relaciones.
Para Deza era un disparate enojarse por
una ofensa de mujer, y, por consiguiente, otro aún mayor alejarse de ella, pero
consideraba que era de honor renunciar a los privilegios obtenidos por un
noviazgo que tocaba a su fin. Por otra parte le asustaba el provenir de
Queimadelos al dejar la empresa Rancaño pues necesitaba buscar nuevo empleo y
empezar a ganar categorías, en lo que perdería varios años para ponerse a una
altura similar, remunerativamente, de la ocupación que dejaba.
Le envió a Queimadelos una carta de
presentación para un amigo suyo de Coruña, establecido con una agencia
marítima; en la carta más se recomendaba que se presentaba, pero no cabe
llamarle de recomendación porque las cartas de esta índole han dejado de surtir
el oportuno efecto al tornarse impopulares por su abundancia, pasando a ser
simples presentaciones que sólo dan una referencia de conducta a favor de aquel
que espera ser seleccionado para cualquier cometido.
Queimadelos se hospedó en el hotel
Palmeiro, un figón con trazas de taberna barriobajera, que de confortable
alojamiento no tenía más que el rótulo de “Hotel”, pero económico, y esto es lo
que le interesaba pues quería que sus ahorros le permitiesen subsistir
indefinidamente, hasta que encontrase un trabajo satisfactorio, al propio
tiempo que pasaba a sus padres la acostumbrada aportación mensual.
El día que llegó a la herculina, y también
el siguiente, no salió del hotel; se le fueron las horas en ordenar un poco su
equipaje y en meditar profundamente acerca del paso que terminaba de dar; final
de una etapa y principio de otra; desengaño amoroso y vacío en un corazón
sentimental y noble, que no sabía vivir sin darse plenamente a aquellos en
quienes cifrase su simpatía; derrumbamiento de una situación económica de
amplias perspectivas, para levantar en sus ruinas un conjunto de esperanzas
nebulosas e inciertas.
No tenía otro aliciente para conformarse
que su fe en la Providencia, y las posibilidades de la carta recomendatoria del
Deza; en cambio le atormentaba imaginarse el desencanto de su familia cuando se
enterasen de que había perdido una colocación sumamente productiva, así como el
malogre de un matrimonio de plena conveniencia, y también el regresar a Lugo si
no conseguía emplearse, o en vacaciones, sin ostentar una categoría social y
una situación económica que pudiera semejarse a la de la familia Rancaño.
Al tercer día fue hasta la playa. Era la
primera vez que veía el mar, y el impresionante espectáculo de la líquida
llanura, el misterio nebuloso del horizonte lejano e impreciso, el jugueteo de
las olas en la arena, absorbió toda su atención. No le extrañaba la visión
porque se la había imaginado en mil ocasiones, pero si le resultaba más
grandiosa en su presencia y realismo. Mediando en esto comprendió el porqué de
la gesticulación al hablar cuando no hay palabras o cuando no se domina el
léxico para decir infinidad de cosas representativas de ideas profundas o de
maravillas de la creación; pero no siempre basta la gesticulación ya que, por
mucho que se abran los brazos no es posible expresar la inmensidad del mar, ni
por mucho desencajar los ojos se exterioriza la sensación de impenetrabilidad,
de recato, de ocultación de lejanías, que se percibe al mirar fijamente un
horizonte marino, al intentar descubrir el más allá a unas líneas borrosas que
figuran un apretado besarse del cielo y la tierra.
Queimadelos bordeó la milenaria torre de
Hércules y unos metros más allá se sentó en un pedrusco acariciado suavemente
por el vaivén de la última ola; el agua mordía la suela de sus zapatos trayendo
y llevándose una aureola de posos con la que los ceñía en variable zócalo; unos
metros mar adentro avanzadillas de agua iban elevándose, elevándose, hasta
formar una barrera que amenazaba dominar las arenas de la playa, que parecía
envolverlo todo, y cuando más perfilada era su cúspide, empezando por un
extremo –el más vulnerable- se deshacía en espumarajos de impotencia, de rabia
incontenible, al verse abandonada de la fuerzas que la incitaban en su avance.
Queimadelos se creyó ante una lección práctica de filosofía en el aula de la
Naturaleza: la última ola, la agonizante, la que evolucionaba pegada al suelo,
del propio fango de su composición ceñía a sus pies una diadema de arenas y de
pompas; se la ceñía porque estaba sentado en su campo de acción, en una roca
firme a la lucha constante del mar, a sus cambios de situación, a su babilonia
de deseos, y porque era más fuerte que el impulso de aquellas olas periféricas.
Un poco más adentro, más hacia lo infinito, un golpe de agua pretendía
encumbrarse, pero se desintegraba porque su impulso era finito, vacilante,
débil para tamaña empresa; mas no por su fracaso quedaba el mar en calma pues
detrás venían nuevas generaciones, que es lo mismo que decir un nuevo oleaje
dispuesto a recuperar todo lo perdido, a superar aquello o aquellos que se
sentían decadentes. Más lejos ya apenas se percibía un suave rizo de la
superficie, una serie de sustituciones que empezaban a acunarse, a ensayar el
ritmo de las grandezas pasajeras.
Traduciendo de la Naturaleza, que es la
escuela de la ilustración porque es la obra perfecta del Gran Autor,
Queimadelos vio y evocó algunos casos que él conocía, de familias que se
levantaban de la nada en uno de sus vástagos, que en sus hijos amenazaban
imperar, pero que en los nietos se deshacían ruidosamente como las olas
quebradas, que en nuevas generaciones iban besar la tierra –avanzadillas del
mar de la vida- para retornar luego mar adentro en espera de oportunidad para
salir a la superficie e iniciar un nuevo avance. Tenía la certeza de que en él
había de obrarse un engrandecimiento de su apellido; lo presentía
fanáticamente, pero, razonándolo, comprendía también que su grandeza había de
medirse por el esfuerzo que le costase, y por la iniciativa que pusiese en su
obrar; recordaba que las últimas generaciones de antepasados suyos habían sido
relativamente pobres, y en él era presumible que se lograse cierta resaca; si
no toda la recuperación, al menos una parte, y el resto quedaría para su
descendencia. Bueno, esto de la descendencia no lo veía muy claro una vez
fallidas sus relaciones con Chelo Rancaño pues no deseaba volver a las lides
amorosas, problema que consideraba el más complejo de todos los tiempos. Había
leído en alguna parte –lo de menos era el texto y el autor, lo que más el fruto
de las obras puesto que, de publicadas, pasan, salen, del autor y pasan al
lector- que para el hombre, rey de la creación, máquina capaz de encauzar el
trabajo al mejor fin, no existen dificultades absolutas sino escollos más o
menos frágiles a su fuerza y a su talento, que siempre resultan vencibles, sea
por una generación o por varias. Se decía, pensativo frente al mar
aleccionador:
“Yo, como todo el mundo, como las olas
lejanas, tengo posibilidades de triunfo, de ser lo que quiera dentro de las
limitaciones humanas y circunstanciales, dentro del campo de la vida. Para ello
necesito dos cosas: saber prepararme y saber actuar; y antes que eso, o al
mismo tiempo, encauzar mis actividades a un fin concreto, pero sin pretender
abarcarlo todo, porque a los lados del camino hay rocas y abrojos que desde el
centro no puedo vislumbrar para esquivarlos. Es bien poco lo que debo hacer,
pero muy delicado porque no me conozco a mí mismo lo suficiente, ni sé que
obstáculos habrá a lo largo de cada uno de los caminos a seguir; si me conociese
bien, si supiese qué actividad me iría mejor, si conociese los caminos de la
vida, con sólo especializarme adecuadamente y actuar con oportunidad, todo
estaría resuelto”.
Pasó varias horas en sus reflexiones,
hasta que la caída del crepúsculo fue emborronando el horizonte y los destellos
del faro de Hércules empezaron a dibujar corbatas fugaces de luz en la neblina
tibia, que se extendió suavemente al ponerse el sol.
Regresó despacio al hotel Palmeiro, sin
apetencias de llegar, sin acordarse de que faltaba poco para la hora de la
cena. Y cual si ojease los folios de un catálogo de productos universales, con
avidez de poseerlo todo, fue repasando los escaparates del trayecto que tenía
que recorrer. Aquellas manufacturas variadas, tentadoras en su mayor parte para
la generalidad de los transeúntes que las mirasen, también le hablaban a
Queimadelos del poder satisfactorio de la moneda, de sus fines insustituibles
para todo país civilizado al permitir y posibilitar la posesión de aquello que
se desea o se necesita. Veía en los artículos expuestos el fruto de la
humanidad productora, la recompensa del trabajo, la creciente globalización del
comercio, y la confortabilidad obtenida de la transformación de unos cuantos
bienes naturales regalados por el Creador a la criatura. ¡Cuánto deseó ser rico
en aquellos instantes! Si lo fuese compraría infinidad de cosas: compraría una
finca en Lugo, un coche igual al que se exhibía en una casa distribuidora de la
avenida de Alfonso Molina; adquiriría, en definitiva, todas las baratijas
útiles o pintorescas que se ofrecían a su contemplación, pero antes de esto
montaría una empresa ganadera, competidora de Rancaño, organizada de forma tal
que el trust de la familia de Chelo se viniese abajo en pocos meses. ¡Ay si
tuviese dinero!, ya estudiaría la forma de hundir la casa Rancaño para
obligarles a solicitar alianza, a mendigar su favor si no querían hundirse en
la miseria. Quedaba en su corazón un cierto odio hacia Chelo, motivado por la
ruptura de sus relaciones, y en aquellos instantes ni se le ocurría considerar
que sus pensamientos detentaban contra el mandamiento “Amarás a tu prójimo…”
Cuando llegó al hotel ya estaban de
sobremesa los otro huéspedes; los de costumbre y otros más, un chico de unos
veinte años, casi de la misma edad de Ernesto. Queimadelos, abstraído en sus
preocupaciones, ni se fijó en el nuevo huésped; pero éste se le acercó nada más
verle entrar.
-Perdona si me confundo, pero me parece
haberte visto en Santiago, en los exámenes de reválida de hace dos años.
Queimadelos levantó la vista y miró
fijamente a su interlocutor.
-¡Claro, hombre; sí que nos examinamos
juntos! Además tu ibas con Antonio Sánchez, que es muy amigo mío.
-Exacto. Pues me alegro de encontrarte
nuevamente.
Y se estrecharon la mano con efusividad,
como si fuesen dos amigos de siempre que celebrasen un gran acontecimiento.
Aquella misma noche cambiaron impresiones
acerca de los motivos de su estancia en Coruña. Queimadelos esbozó el desgraciado
final de sus relaciones con Chelo Rancaño, motivo de su paro moralmente
obligatorio. Mauro Aldegunde, -el otro joven-, confidenció que iniciara en
Santiago la carrera de Filosofía y Letras, pero que desde los primeros meses
empezara a esquinarse con algunos profesores porque le resultaban inadmisibles
ciertas teorías, y sus controversias con ellos desmoralizaban la clase; era un
verdadero renegado de la ciencia tradicional y tradicionalista, del saber
arcaico, y no admitía más principios ni más causas, más doctrinas ni más
consecuencias, que las motivadas por el interés particular del sujeto. Su tesis
favorita era que “buscando los fines que convengan al individuo, y buscándolos
todo el mundo –para lo cual es necesaria una preparación universal adecuada- se
contrarrestan las conveniencias particulares con sólo apoyar legislativamente
al débil, y así la Humanidad vivirá más animada porque cada componente laborará
exclusivamente para sí, egoístamente, y este egoísmo personal se trocará en
superación y en bienestar general perfectos”.
Claro está que al idealizar esta tesis los
demás sistemas y conocimientos que formasen contraposición eran considerados
por Aldegunde como necedades indignas de tenerse en cuenta, como lecciones
perdidas que privaban, entretanto, de estudiar otras, y por consiguiente,
crimen universitario de lesa cultura. Abrumado de faltas de orden y de
polémicas inacabables en las que era tratado, por profesores y compañeros
controversistas, como fatuo charlatán, decidió plantar aquellos estudios y
residenciarse en Coruña, donde estudiaba Comercio, Peritaje Mercantil, por
libre para avanzar cursos, y a estos efectos acudía a la Academia de Daniel
Melón, famosa entonces. Metido en estudios de auténtica e inmediata
practicidad, dejó de soñar con aquellas teorías pseudo filosóficas, que diera
en denominar –y así se lo confesó a Ernesto- “Individualismo y reforma social”,
pero se guardó de contarle que sus compañeros de estudios contestaban al lema
de sus ideas, moteándole de “Pensador Aldegunde, miembro perenne de la sociedad
pro surrealismo del pensamiento”.
Aldegunde se había enterado de que en el
Banco de Crédito y Ahorro estaban próximas a convocarse plaza de auxiliares
administrativos, y también acudía a una academia especializada en este tipo de
oposiciones. Invitó y animó a Ernesto a acompañarle en esta preparación y en
esta oportunidad. No tenía noción de los temas, aunque sabía, o sospechaba, que
tales entidades fuesen un monótono calcular de operaciones, en cuya función,
cogida la rutina, quedaba tiempo para pensar en otras cosas, tal que en seguir
estudios por libre, así que decidiera probar fortuna en aquella convocatoria.
Lo animó, y compartió ese ánimo con Queimadelos, la circunstancia de que aquel
Banco, tuviese un gran número de sucursales, cabiendo la posibilidad de optar a
una ciudad con centros que le posibilitasen concluir Comercio, incluido
Profesorado Mercantil. Habló de esto con Ernesto, sin reservas:
-Pues sí, chico, no es que paguen mucho de
entrada, pero si uno quiere seguir en la profesión hay infinidad de categorías
a escalar, y si no, con tomarlo de medio para conseguir el fin que a uno le
interese, asunto concluido. Mi plan ya te lo dije: concluir el Peritaje, y
rematarlo con Profesorado. Después me entregaré de lleno a la literatura; escribiré
libros sobre mis teorías, y si sólo saco para gastos me quedará la recompensa
de saberme bienhechor de la Humanidad al quitarle las vendas de su
retrogradación, de su dormirse en la historia, de aferrarse a doctrinas que
fueron útiles a las generaciones de antaño, pero que son fatales al progreso de
la era atómica, con la producción y el comercio globalizándose, avanzando en
competición fabril y febril.
Queimadelos se vio inmerso, por el influjo
de su compañero, en aquella tormenta científico-revolucionaria, plagada de
utopías y de divagaciones, pero como su ánimo no estaba para meterse en
discusiones, y menos para admitir deliberadamente cuanto osase argüir su
interlocutor, se despidió de Aldegunde hasta el día siguiente en el que le
prometía continuar la conversación.
Reflexionó un buen rato antes de dormirse
acerca de aquella catarata de ideas del Aldegunde. Sus filosofías no le
preocupaban lo más mínimo; le era indiferente en sus circunstancias que el
mundo fuese de pies o de cabeza por la ruta del progreso; lo que si le
interesaba era aquella perspectiva de ingresar en Banca, que nunca se le había
ocurrido. Ya cuando le habló Mauro de tales oposiciones se le pasó por la mente
un destello de esperanza, una inquietud de probar fortuna en aquel o en otro
Banco; ahora, en el silencio controlado de su alcoba, le acució más imperioso
el deseo de estudiar las perspectivas de sueldos y escalafón. Su capacitación
en la empresa Rancaño, y una preparación especializada en aquella academia a la
que asistía Mauro… ¡Lo pensaría! También tuvo presente la carta de
recomendación de Deza, que aún no la había entregado, así que se decidió a
gestionar primero en la Agencia a la que era presentado una colocación de
iniciativa, en la que el rendimiento fuese proporcional a su experiencia, a su
trabajo y a su ingenio. “Así –se decía- trabajaré y estudiaré día y noche,
todas las horas que pueda resistir, tratando de hacer capital para luego
establecerme por cuenta propia”. Si le fallaba la recomendación de Deza,
entonces sí que estaba dispuesto a estudiar lo de las oposiciones, alegrándose
de tener dos caminos a seguir.
En definitiva, que ambos jóvenes se
aferraban a las oposiciones de Banca por fracaso en otros estudios o en otros
empleos; llegaba hasta ellos el concepto legendario de considerar al empleado
de Banca como un ser mecanizado, carente de espíritu de lucha por un porvenir
mejor; obrero de lápices copiativos con los que enladrillar interminables y
aburridísimas sumas, amargado y seco tenedor de libros que consumía su
vitalidad inclinado constantemente sobre tomos gigantescos y olientes a papel
viejo. Empleados de Banca, para la generalidad, eran los refugiados del laborar
activo, alegre y libre de las demás ocupaciones, que se acogen a los muros
–prisión y fortaleza- de las sucursales bancarias para evitarse la molestia de
pensar por cuenta propia ya que en los Bancos todo lo dan encasillado, siendo
así más fácil el trabajo. Esto es, o era, la opinión pública, no siempre
infalible.
-.-
Otros derroteros
Almacenes portuarios de Coruña
Queimadelos fue recibido amablemente por
el dueño de la agencia marítima a la que estaba recomendado. Era un señor de
porte impecable, tal vez un poco amanerado en su esfuerzo por resultar
agradable; de gran verborrea y dotado de esa sonrisa perenne y forzada con la
que los negociantes atraen a la gente poco versada en ardides mercantilistas.
Le hizo sentarse en su despacho, y ojeó la carta en un instante dando la
impresión de que ya conocía aquello de antemano, acaso por un telefonazo de
Deza, y después de numerarla con marcado ademán para demostrar que la iba a
guardar cuidadosamente, y que lo abundante de su correspondencia le obligaba a
llevar un control oficinístico de la misma, preguntó a su visitante por Deza,
del que dijo profesarle un gran afecto.
Estación Central. La Habana
-Fue allá en Cienfuegos, encantadora
ciudad de Cuba. Yo era inspector de ferrocarriles en la línea
Habana-Matanzas-Cienfuegos, y un buen día subieron al tren, en Matanzas, un coro
de “españolada”, como decían allí, ¡okey! –Quiso patentizar sus palabras con
una afirmación americanista-. Procedimos al visaje de billetes, ¡y no lo
tenían! Alegaron que la premura del tiempo para coger el tren después de su
actuación, no recuerdo en qué teatro, no les permitió hacerlo; pero que como
faltaban a las normas del ferrocarril involuntariamente les parecía un abuso
satisfacer el doble billete. Yo les mostré el cuaderno de tarifas y
condiciones, y entonces Deza, pues su amigo de usted era entonces director de
aquel coro, me propuso una actuación gratuita para animar el viaje. Claro, la
verdad, yo tomé aquello a broma porque tal forma de pago no podía considerarse
válida; pero el Deza, que sin duda me había notado mi acento gallego, empezó a
dirigir una muiñeira, la muiñeira más emotiva que oí en ni vida, y entonces se
reveló en mí el sentimiento regionalista, y falté por única vez al reglamento
de los ferrocarriles cubanos, dejándoles viajar libremente. Ya en Cienfuegos me
invitaron a una función en el Coliseo, de la que salimos para correr la gran
juerga por los cabarets de la ciudad…, hasta la mañana siguiente! ¡Qué tiempos
aquellos –exclamó con ponderación y nostalgia-; qué bien lo pasé con Deza y con
los chicos de su coro! Allí le conocí, y allí nos hicimos grandes amigos;
después yo me vine para establecerme aquí, y Deza no tardó en seguirme; él no
resistía la morriña, y dejó aquella plata para residir nuevamente en su
terruño, que es Lugo. Ya hacía algún tiempo que no tenía noticias suyas…
Ambos siguieron hablando de Deza, de su
inexplicable transformación al dejar las “mocedades” de Cuba para convertirse
en un ciudadano tranquilo, en un misógino acérrimo; de varias cosas asociadas
al tema de aquella charla. Agotados los motivos de aquella conversación, el
agente hizo recaer ésta sobre el asunto del empleo de Queimadelos.
-Bueno, y a todo esto aún no hablamos de
lo suyo, que tal vez usted tenga prisa…
-No, ciertamente ninguna; pero lo que
siento es que le estoy robando un tiempo que puede ser precioso para sus
ocupaciones, que supongo serán innumerables.
-Nada de eso, querido joven. El tiempo de
los mayores vale poco, porque es matemático y sin emociones; perderlo sólo
significa aplazar cálculos, pero nunca ilusiones.
Meditó un momento, y prosiguió
Terminal de contenedores en el puerto de Coruña
-Veamos que le conviene: Si usted está
dispuesto a trabajar en firme, necesita algo a lo que pueda dedicar el mayor
tiempo disponible y que tenga un rendimiento proporcional. Ahora recuerdo una
cosa que puede estudiarse: recibimos en consignación, para un industrial de
esta plaza, una remesa de material electrónico aplicable a instalaciones de
anuncios luminosos, que no lo pudimos hacer seguir al destinatario porque
falleció en aquellos días. Este material obra depositado en nuestros almacenes
en espera de que la casa remitente nos amplíe instrucciones acerca del fin que
hemos de dar a su remesa. Tengo entendido que consta de juegos completos de
instalaciones de diversos tipos, y que su contravalor en pesetas es reducido,
lo cual da margen para negociarlo. ¿Le agradaría explotar este asunto? Nosotros
podemos comunicar a nuestros comitentes que la mercancía fue realizada por
nosotros al precio que consta en el crédito documentario que la ampara, solución
de más interés para ellos, y usted abona su importe, según vaya colocando la
mercancía, con amplia perspectiva de duplicar el costo en cuestión de semanas.
Queimadelos se vio apurado al considerar
que aquel negocio, aquella intermediación, tenía sus inconvenientes, pero que
no aceptarlo podría enojar a su benefactor y declararse inepto en gestionar
algo que le servían en bandeja.
-Agradezco mucho su atención y su
confianza, pero es que, ¿sabe? –No acababan de salirle las palabras precisas-
No tengo idea de electricidad y desconozco la aceptación que pueda tener esa
clase de material. Además no ando sobrado de dinero para trabajar por cuenta
propia… -Hubiese seguido enumerando razones puesto que todas le parecían
insuficientes para denegar con dignidad la proposición de aquel negocio si el
agente, dándose cuenta del apuro por el que pasaba, no se apresurase a
facilitarle medios.
-Todo eso tiene arreglo. Y haciendo
paréntesis al asunto que nos ocupa me permito aconsejarle que si piensa
dedicarse a los negocios, trate de concentrar sus facultades en el momento en
que se los propongan, o en que usted decida proponerlos, para ver
simultáneamente, y en el menor espacio de tiempo posible, todos los pros y
contras de la operación a realizar. El hombre de negocios, como el político o
el diplomático, debe pensar contra reloj, a toda velocidad, para prever las
consecuencias de sus actos, para evitar esperas que molesten a los
contratantes, y también para no olvidar extremos que si no se tienen presentes
en el acto del pacto o de la contratación, más tarde tendrán nula o difícil
solución. Pero a lo que íbamos: se lleva, que también se los podemos facilitar,
y que usted debe pedirnos como primera medida, catálogos e instrucciones de la
instalación y utilidad de estos anuncios luminosos; los estudia, y si les
encuentra interés, mejor dicho, el interés de las mercancías hay que
considerarlo, no desde el punto de vista personal, sino imaginándose a qué
sector del público convienen, y qué capacidad de absorción tiene ese público;
si usted cree que existen en la plaza, o en sus inmediaciones, establecimientos
adecuados y suficientes para consumir y utilizar ese material, con margen de
venta remunerativo, entonces contrata los servicios de un electricista
competente, que le resultarán económicos porque sólo le hacen falta para cuando
necesite poner alguna instalación, y el resto de los días se podrá dedicar ese
señor, ese especialista, a sus ocupaciones habituales.
Queimadelos seguía callado, asimilando,
así que, al no haber interrupción, su interlocutor siguió aleccionándole:
-Su misión es simplemente lograr
compradores, a los que hará la debida propaganda. Y en cuanto al dinero yo le
podría hacer lo siguiente: se lo adelanto, y mis cobradores se encargarán de
realizar las facturas. La mercancía que reste por vender queda en mis almacenes
como garantía de su propio valor; en este supuesto llegará un momento en que,
por virtud del beneficio, se habrá cancelado el anticipo y aún quedará material
que ya será de su libre disposición y, por consiguiente, ganancia pura. Si en
este tiempo necesita algún dinero para sus gastos, también puedo prestárselo.
Conste, claro está, que todo esto sólo me proporciona riesgo y trabajo
improductivo, pero me animan sus referencias y el que usted muestre tantas
ansias de trabajar.
Queimadelos se lo agradeció un poco
torpemente porque la emoción de aquella ayuda inesperada le turbaba el ánimo,
pero lo hizo con toda su alma. Y el agente, por su parte, le despidió con
amabilidad:
-Nada, jovencito, no hay que preocuparse;
en los negocios todo es juego: se estudia la partida, y si se ha hecho bien, se
gana; y si no, ¡paciencia! No tienes nada que agradecerme. Aquí están los
catálogos, y espero que me digas pronto, mañana mismo si te es posible, qué te
parece el asunto y si estás dispuesto a trabajarlo.
La carta de Deza parecía haber surtido
efecto, pero no precisamente como recomendación sino como presentativa puesto
que el interés que mostrara el agente por Queimadelos nacía más bien de que
había observado en su visitante, por experiencia sicológica, capacidad de
trabajo y nobleza de ánimo.
Estudió detenidamente aquellos folletos de
los anuncios fluorescentes. En principio le resultaron novedad, artísticos e
impresionantes, novedosos en el país, con lo cual supuso asegurada la
originalidad necesaria a todo sistema de propaganda para conseguir que el
público, con preferencia a las atracciones de otros establecimientos, se fijase
en ella. El precio de coste de aquella importación permitía adicionarle los
jornales del electricista que hiciese las instalaciones, así como un alto
margen de beneficio neto para Queimadelos, sin que por ello resultase
inasequible su precio de venta al público.
Todo lo veía claro, lucrativo y fácil;
todo menos la oferta de aquellos artefactos, que le daba verdadero pánico: si
para distribuir un artículo no fuese necesario hacer acto de presencia en los
establecimientos con posibilidades de adquisición, o si hubiese certeza de que
en cada visita lograse suscitar interés por su mercancía, todo iría bien; pero
enfrentarse a estos dos problemas no es cosa sencilla para caracteres tímidos,
inseguros del éxito de su gestión personal. Pensó también, como procedimiento
para eludir sus visitas de primeros contactos, en hacer impresos para trabajar
potenciales clientes, cuyas direcciones podía obtener del Anuario de
Estadística Mercantil, pero al reflexionar en esto más detenidamente le
encontró el inconveniente de que a las hojas volantes de propaganda suele
concedérseles poca atención y seriedad, resultando infructuosas en su mayor
parte. Decidió dar a este sistema tan clásico de publicidad una adaptación más
práctica: calle por calle iría revisando toda la ciudad, y tomaría nota de
aquellos establecimientos que tuviesen letreros o anuncios anticuados.
Seguidamente, por sectores de población, enviaría las hojas informativas con
una antelación de dos o tres días a la fecha de su probable visita personal;
así organizada la gestión, esto tenía la ventaja de que sólo se necesitaban impresos
para las casas con cierta probabilidad de adquisición, y de que su visita ya no
resultaba tan violenta al anunciarla en las hoja de propaganda, además de que
los destinatarios de aquel tipo de propaganda le concederían cierta importancia
y previsión, estudiándolos detenidamente para estar preparados ante la
anunciada visita de Queimadelos como distribuidor de unos anuncios luminosos
tan modernos.
Trabajando en este plan mercantil
transcurrieron un par de meses sin grandes resultados: los beneficios repartidos
proporcionalmente a los días de trabajo, habida cuenta de los gastos de
representación procedentes de viajes y alternancia social para relacionarse con
probables compradores, apenas darían margen para subsistir en una mala fonda.
Unitariamente por cada artefacto colocado, el lucro era importante, pero cada
venta costaba el esfuerzo y la dedicación de varios días para ultimarse; y este
esfuerzo tenía con frecuencia decaimientos entorpecedores puesto que a
Queimadelos empezaban a finársele sus ahorros, mientras que del beneficio de
las ventas no había percibido lo más mínimo puesto que aquel dinero, según
contrato, iba a engrosar el fondo de cancelación del anticipo que le concediera
su protector, así que temiendo un agotamiento de sus reservas, y cerciorado de
que no terminaría de saldar el anticipo al tiempo en que necesitase dinero, fue
desmoralizándose paulatinamente y se aminoró su entusiasmo propagandístico. Con
todas sus ganas hubiese renunciado a la distribución de aquellos anuncios que
amenazaban no terminarse jamás debido a que los establecimientos de cierta
importancia tenían ya instalaciones de publicidad luminosa satisfactoria, más o
menos adecuadas y modernas, mostrándose reacios en sustituirlas, y los
comercios de barrio no podían permitirse, ni casi lo necesitaban, otro lujo que
un modesto escaparate en el hueco de una ventana callejera; pero su honor, su
palabra de compromiso, -la prenda social de más valía-, estaba empeñada en este
asunto, y Queimadelos temblaba ante la sola idea de buscar otro trabajo,
dejando para ratos libres la propaganda de aquellos artículos, lo que
equivaldría a aplazar la última de las realizaciones para el día del juicio, y
para poco antes la total cancelación del anticipo concedido.
De improviso, sin que jamás se le hubiese
ocurrido proyectarlo, cuando salían de una farmacia, el electricista de poner
la instalación y Queimadelos de comprobarla, comentó éste oficiosamente:
-Ha sido fácil de colocar este aparato;
anteayer visité al farmacéutico, ayer se decidió por el modelo, y hoy se lo
instalamos, con cuatrocientas pesetas de beneficio. ¡Así que salió bien el
asunto!
Siguió una pausa diplomática. El
electricista pensaría para sus adentros en lo fácil que se ganaban algunos los
cuartos, mientras que él, para sacarse un pequeño jornal, tenía que encaramarse
una y otra vez a los postes conductores, a escaleras inseguras y a infinidad de
lugares y de posiciones peligrosas.
Queimadelos, hecho ambiente, asestó el
golpe de gracia:
-Lo peor en mi caso es que quisiera preparar
unas oposiciones y aún me queda material de este para unos veinte anuncios; el
dinero me hace buena falta, pero las oposiciones me interesan más aún, así que
tengo que buscar alguien que me compre, aunque sea sin beneficio sobre el
costo, lo que tengo disponible en el almacén.
Por la mente del electricista pasó un
chispazo de lucro, animándolo a conseguirlo.
-¿Y dice usted que esto de hoy le dejó
cuatrocientas pesetas libres, aparte de mi jornal?
Esa era la verdad, aunque para
comprenderla mejor habría que añadir que no todas las ventas le resultaran tan
fáciles como aquella.
-Exacto; ochenta duros.
-¿Sabe usted que estoy pensando: que a
horas libres yo me podría encargar de esto, siempre que lo deje!
-Tratándose de ti, que estoy seguro lo
sabrás manejar, además de las instalaciones… ¡Vaya, que te lo dejo, pero como
he de pagar a los proveedores el importe del material pendiente, eso, lo que
hay en el almacén, me interesa cobrar al contado; así liquido lo que debo y me
centro en mis oposiciones. ¿Hace?
El electricista cada vez se interesaba más
por el traspaso de aquel negocio.
-¿Y cuánto le costó ese material; quiero
decir, en cuanto me lo vende, así, al contado?
Con esta pregunta de dos filos pretendía
averiguar los dos extremos sin exponerse a que se le negase uno de ellos.
-Calcule usted: ya ha visto la factura del
anuncio que acabamos de poner; réstele su jornal y las cuatrocientas de mi
beneficio, y eso es exactamente lo que me costó, y en lo mismo le cedo a usted
cada uno de los veinte que me quedan disponibles, con todo su material
completo. ¿Le conviene?
-Algunos ahorros tengo en la cartilla, así
que miraré si hay bastante, y si lo hay, cerramos el trato.
-¡Como guste; y tan amigos!
Tan amigos, y tan contento Queimadelos
cuando le hizo entrega al electricista del material almacenado; de liquidar
cuentas con el agente, y de percibir, en concepto de beneficios por la
distribución parcial que llevaba efectuada una suma de dinero que le permitía,
junto a los pocos ahorros que había llevado de Lugo, permanecer varias semanas
en Coruña para preparar unas oposiciones de Banca. Ciertamente aquella
representación electrotécnica iba mejor para el electricista, que unificaba en
una sola persona todo el margen de beneficios, pero tampoco le iba a ser fácil
agotar las existencias en breve tiempo puesto que el mercado de los anuncios ya
estaba muy atendido.
Queimadelos se desengañó con pleno
conocimiento de que los negocios personales, sin aportar a ellos capital propio
que permita dar flexibilidad a la empresa efectuando libremente las
transacciones que sean oportunas, no suelen proporcionar un lucro
satisfactorio, compensador de la actividad empleada.
Veía clarísimo que el trabajo aislado se
defiende únicamente, y para eso con limitaciones, en el ámbito artesano. Veía
los componentes básicos de la gran producción, el capital y el trabajo,
fecundos tan pronto se les vinculase, tan pronto se fundiesen en una empresa a
la que sólo era necesario unirle inteligencia directriz; sencilla era esta
triple comunión, pero potente en proporcionalidad a la adecuada mixtura de que
se formase: capital suficiente para afrontar todas las operaciones de interés
que aconsejase el negocio; trabajo, energía humana, capaz de producir
evoluciones adecuadas en la hacienda y de asistirla protectoramente en cada una
de ellas; y el tercer elemento, la chispa animadora, la gestión de técnicos
activos, inteligentes y conocedores de la índole de asuntos que afectasen a la
empresa. El solamente podía aportar a cualquier otro negocio que intentase su
trabajo personal, y no sabía si un poco de inteligencia ya que tan despejado se
auto juzgara cuando todo le salía admirablemente bien dirigiendo una sección de
la empresa Rancaño, como torpe se cría al no obtener de la pasada representación
el beneficio esperado, con lo cual perdió bastante fe en si mismo. Luego, con
sólo sus factores de producción, no le cabía esperar grandes cosas, ¡tantas
como había soñado a raíz de su viaje a la ciudad herculina!, sino, de momento
al menos, acogerse a un empleo remunerativo, y este empleo esperaba que se lo
brindasen las oposiciones del Banco de Crédito y Ahorro, establecido en
Galicia. Decidió hacerlas, y al efecto rogó a su compañero de fonda, Mauro
Aldegunde, que le pusiese al tanto del programa y demás extremos que le
interesase conocer.
…/…
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LA JUVENTUD
BANCARIA EN EL SIGLO XX
-II-
Xosé María Gómez
Vilabella
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